—Ya estamos —murmuró Lu cuando el coche se paró frente a una villa de paredes blancas.
—Es un lugar impresionante —dijo Paula—. Es enorme y precioso. ¿Cuántas plantas tiene? ¿Cinco?
—Seis con el sótano, y tiene un estacionamiento subterráneo debajo —contestó Lu con una sonrisa—. Estamos en la ladera del Monte Parnitha, de ahí la maravillosa vista. En los días claros incluso se puede ver la isla de Aegina.
—¿Vives aquí sola? —preguntó Paula mientras seguía a su anfitriona por la escalera principal hasta una enorme entrada con suelos de mármol.
Antes de que Lu pudiera contestar, tres niños aparecieron corriendo. El mayor no tendría más de cinco años, supuso Paula, mientras que el pequeño era casi un bebé, con sus piernas rollizas y una adorable sonrisa.
—Como ves, no muy sola —se rió Lu—, aunque a veces pienso que rendiría más en mi trabajo si no tuviera niños.
—Pero no podrías vivir sin ellos —supuso Paula mientras sentía una punzada de envidia.
Ella nunca se había planteado seriamente formar una familia. Era algo que se imaginaba para el futuro, y sólo podría ser si conseguía salvar el escollo de su desconfianza hacia los hombres lo bastante como para mantener una relación con alguno. Hubo un tiempo en que pensó que podría confiar en Pedro. Pero aunque,milagrosamente, volvieran a encontrarse y se embarcaran en una relación, no pasarían de ahí. Él tenía una hija que era, lógicamente, prioritaria en su vida y había dejado claro que no buscaba una relación permanente con ninguna mujer.
—La villa está dividida en dos residencias separadas —explicó Lu mientras guiaba a Paula hacia el ascensor—. Mi esposo, Sergio, y yo vivimos con los chicos en las habitaciones de abajo, y mi herm… —ella se interrumpió y se sonrojó antes de continuar—, y otros miembros de mi familia ocupan las plantas superiores. Mi taller está en el sótano. Si quieres bajar, llevaré a los niños con la niñera y me reuniré contigo en unos minutos.
Los tres chicos corrían salvajes por el vestíbulo. Lu no tenía un rato libre, observó Paula, cuando vió aparecer a una niña más mayor que se asomaba por la barandilla de la escalera. Cuatro hijos y una carrera de éxito como diseñadora de joyas, era una vida envidiable, pensó mientras Lu hablaba en griego con su hija. La niña era unos años mayor que sus hermanos, pero compartía los ojos oscuros y los negros y sedosos rizos. Era muy guapa, pero parecía algo tímida, comparada con los niños, y contempló a Paula con curiosidad durante unos segundos antes de volver a subir las escaleras.
—El ascensor te llevará al sótano, donde Fabián te espera —murmuró Lu, que de repente parecía tensa.
Paula pensó que sería por sus ansias de empezar a trabajar. La sesión de fotos debía de costarle una fortuna y, para un pequeño negocio como Theopoulis Jewellery Design, el tiempo era oro. Tal y como había dicho Lu, Fabián Valoise ya había llegado y transformado el estudio de diseño en un estudio fotográfico mientras esperaba a la maquilladora, el peluquero y la estilista.
—Paula, me alegro de verte, chérie. ¿Cómo estás? —la saludó cariñosamente Fabián.
—Fabián, yo también me alegro de verte —Paula sonrió tímidamente al fotógrafo—. Estoy bien.
—Algo me dice que mientes, ma petite —Fabián la contempló con ojo experto antes de acercarse para darle un par de besos en las mejillas—. Has adelgazado desde la última vez que trabajé contigo. ¿Estás enferma o enamorada?
—¿No es una cosa motivo de la otra? —preguntó Paula amargamente.
—¿Quieres hablar de ello o simplemente necesitas un hombro sobre el que llorar? —preguntó el francés con simpatía.
—Ninguna de las dos cosas… podré soportarlo —contestó Paula—. ¿Nos ponemos a trabajar?
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