martes, 26 de noviembre de 2019

Desafío: Capítulo 44

Cenaron en una pequeña taberna del puerto. Paula había cenado en los mejores restaurantes del mundo, pero nunca había disfrutado tanto de una comida como en ese ambiente familiar. Consciente de la presencia de Catalina, sostuvo con Pedro una conversación superficial, pero no le pasó desapercibido el mensaje más íntimo que emitían sus ojos y cada vez se sentía más excitada. Aquella noche tenía planeado entregarse a él por completo.

—¿Te apetece más vino? —preguntó él al final de la cena.

—Será mejor que no, me da mucho sueño.

—Entonces ni hablar, te quiero bien despierta y consciente de cada caricia, lametón y mordisco mientras te hago el amor.

—¡Pedro! —Paula dió un respingo. Catalina se había levantado de la mesa y contemplaba los barcos en el puerto y ella temió que les pudiera oír—. Me avergüenzas.

—Espero que no —contestó él, de repente muy serio—. No hay nada vergonzoso o desagradable en el acto del amor, pedhaki mou. Quiero honrarte con mi cuerpo y darte más placer del que hayas conocido jamás.

—Bueno, ¿Nos vamos? —las palabras de él le habían provocado un escalofrío por la columna vertebral—. Catalina parece haber terminado y yo ya no puedo comer nada más —añadió mientras intentaba ignorar las risitas ahogadas de Pedro.

Pasearon por la playa agarrados de la mano mientras Catalina corría delante de ellos.

—Derechita a la cama, jovencita —le dijo Pedro a su hija al llegar a la granja—. Dale las buenas noches a Paula.

—Me alegro de que estés aquí, Paula —Catalina rodeó a Paula por la cintura—. Nos lo estamos pasando muy bien, ¿Verdad?

—Desde luego que sí —asintió Paula—. Buenas noches, cariño, te veré por la mañana.

Pedro siguió a Catalina por las estrechas escaleras hasta su dormitorio. El dormitorio principal y el de los invitados estaban en la planta baja y Paula dudó, con el corazón desbocado, sin saber en qué dormitorio debería entrar.

—Ya estaba dormida cuando su cabeza tocó la almohada —diez minutos más tarde, Pedro la encontró en el dormitorio de él contemplando el reflejo de la luna sobre el agua de la bahía.

—No me sorprende después de todo lo que ha nadado hoy —Paula se sintió menos tensa al pensar en la niña a la que cada vez quería más. Pero fue consciente de que Pedro la rodeaba por la cintura para atraerla contra su pecho. Sintió sus besos por el cuello y dió un respingo cuando él la empezó a morder el lóbulo de la oreja.

—Ya te dije que los mordiscos podían ser placenteros —bromeó él mientras la obligaba a girarse—. Comprendo que la actitud de tu padrastro te haya marcado, y te doy mi palabra de que no te pediré más de lo que estés dispuesta a darme — prometió—. En cuanto quieras que pare, me lo dices y lo haré, Paula.

—Bésame, Pedro —susurró ella.

Ya no quería que él parase y Pedro no necesitó más estímulos. La besó en la boca y comenzó una exploración sensual que no dejaba lugar a dudas sobre cuánto la deseaba. Ella aceptó el empuje de la lengua de él contra sus labios mientras se apretaba contra sus caderas y le dejaba sentir la poderosa fuerza de su erección. Lentamente le deslizó un tirante del vestido, y luego el otro para dejar al descubierto sus pechos. Paula no pudo reprimir un escalofrío cuando él empezó a acariciar los pezones con sus pulgares. Ella sintió una oleada de placer y gimió cuando él la acarició con los labios desde el cuello hasta que, por fin, llegó donde ella quería que estuviera. La caricia de su lengua la volvió loca y ella sujetó su cabeza con fuerza contra el pecho cuando él se introdujo su pezón en la boca. Cuando pasó a hacer lo mismo con el otro pecho, ella temblaba tanto que las piernas apenas la sostenían. Pedro se debió de percatar de ello, pues la tomó en sus brazos y la llevó hasta la cama donde la tumbó cuidadosamente. Paula lo miró, con los ojos muy abiertos, mientras él se desabrochaba la camisa y la tiraba al suelo. Estaba muy moreno y los músculos de su abdomen se marcaban bajo el oscuro vello. Se paró un segundo y luego empezó a bajarse la cremallera del pantalón. Paula tragó saliva, incapaz de desviar la mirada cuando los pantalones se unieron a la camisa y él se quedó ante ella con unos calzoncillos de seda que intentaban ocultar la prominente longitud de su masculinidad.

—¿Te doy miedo, Paula? —preguntó él con voz ronca.

Ella negó lentamente con la cabeza. Estaba sobrecogida y sentía una ligera aprensión ante lo que se avecinaba, sobre todo al contemplar la prueba de su deseo por ella, pero no sentía miedo.

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