—¿Y quién te hizo tanto daño que la simple mención del apodo que utilizaba contigo hizo que reaccionaras así en Londres? —las lágrimas de ella le provocaron un nudo en el estómago.
—No importa. No es de tu incumbencia —miedo, vergüenza, todas las emociones que evocaba el recuerdo de su padrastro la invadieron.
Gerardo solía acusarla de excitarle deliberadamente. Decía que si no podía apartar sus manos de ella era por su culpa y, aunque el sentido común le decía que ella no había hecho nada malo, parte de ella se preguntaba si no se lo tendría merecido. A lo mejor su padrastro tenía razón al decir que era intrínsecamente mala. Aunque era adulta, la impresionable adolescente, con sus temores, seguía en su interior. Se moriría de vergüenza si Pedro descubría las cosas que Gerardo le decía, las sugerencias que aún le provocaban náuseas. A lo mejor él pensaría que ella había excitado a su padrastro.
—Márchate, Pedro —dijo ella con un sollozo—. ¿No te diste por aludido en Londres? No quiero tener nada que ver contigo.
—Mientes.
No era una pregunta, sino una afirmación expresada con su habitual arrogancia.
—Dios mío, ¿Qué tengo que hacer para que lo entiendas? —ella abrió los ojos desmesuradamente—. Déjame sola.
—¿Cómo voy a hacerlo si no dejo de pensar en tí día y noche? —gruñó él—. ¿Cómo voy a olvidarte si me correspondes con tanta pasión? Lo sientes, Paula, igual que yo. Hay algo entre nosotros, química, atracción, llámalo como quieras. Sólo sé que nunca me he sentido así por ninguna mujer.
Mientras hablaba, él la tomó en sus brazos con sus oscuros ojos ardientes de deseo y frustración, y con una ternura que a ella le dolió. Las lágrimas que había reprimido toda la noche empezaron a deslizarse por sus mejillas.
—No lo entiendes —sollozó ella mientras le golpeaba el pecho con las manos.
—Entonces, haz que lo entienda —dijo él mientras ignoraba sus golpes hasta que ella se derrumbó sobre él—. Quiero mantener una relación contigo, Paula—la miró a los ojos—. Que seamos amigos y amantes —añadió cuando ella sacudió ferozmente la cabeza—. Y creo que entiendo por qué te cuesta tanto confiar.
Ella lo dudaba seriamente. Nadie conocía sus secretos. Jamás le había confesado a nadie la insana obsesión que sentía su padrastro por ella, ni siquiera Sofía lo sabía.
—¿Por qué no quieres aceptar que no me atraes? —murmuró ella mientras intentaba soltarse y dejar un espacio entre ellos.
Él parecía dominar la habitación y ella se fijó en la envergadura de sus hombros. Desesperada, se centró en su boca y, al recordar la sensación al tenerla sobre la suya, sus labios se entreabrieron en una involuntaria invitación.
—Sé que eres tan consciente como yo de la atracción que nos consume —dijo él seriamente—. Cuando te tengo en mis brazos, cuando te beso, tu cuerpo me dice lo que te niegas a admitir. Me deseas, Paula, con una pasión que iguala la mía. Pero los sucesos de tu infancia, y sobre todo la traición de tu padre, te impiden entregarte a nadie.
—¿Qué tiene que ver Miguel con todo esto? Ya te he dicho que adoraba a mi padre.
—Y él te abandonó. Te rechazó y eligió a su segunda esposa y sus hijas antes que a tí. Entiendo lo desolador que debió de ser, pedhaki mou.
—Lo dudo —murmuró Paula con cansancio—. Mi padre era un adúltero compulsivo que le rompió el corazón a mi madre. No puedes culparme por intentar evitar acabar igual que ella —ella se alejó de él—. Estoy cansada y no quiero hablar sobre ello —murmuró mientras se ponía rígida al acercarse él por detrás y apoyar las manos sobre sus hombros.
—No puedo ayudarte si no confías en mí —dijo con dulzura.
—¡No necesito ayuda, maldita sea! Si alguna vez voy al psicólogo, ya te lo diré —le espetó, aunque su sarcasmo quedó anulado por las lágrimas que la ahogaban.
Pedro no contestó y empezó a masajearle los tensos músculos del cuello. Paula sabía que debía retirarse, pero la sensación de sus manos sobre su piel era maravillosa. Él masajeó sus músculos con eficacia y alivió la tensión hasta que ella se relajó.
—¿Mejor? —su cálido aliento le acariciaba las mejillas y ella suspiró.
Tampoco ofreció resistencia cuando él la obligó a girarse y la miró tiernamente a los ojos. El sentido común le decía que debería pedirle que se marchara. Pero en cambio esperó, con una curiosa sensación de fatalidad, a que él la besara, lenta y sensualmente, venciendo su resistencia.Eso era lo que ella quería, admitió mientras le rodeaba el cuello con sus brazos. Él lo sabía y ya no servía de nada negarlo. En brazos de Pedro, por ridículo que pareciera, se sentía segura. Ella separó sus labios, ansiosa por recibir la cálida lengua en su boca mientras el beso adquiría mayor intimidad. De repente, lo demás ya no importaba, ni su padre, que había minado su confianza en los hombres, ni su padrastro, que había destrozado su autoestima. Lo único importante era la sensación de los labios de Pedro sobre su piel mientras buscaba, y encontraba, el punto más sensible de su cuello. Él levantó ligeramente la cabeza y ella acarició su mejilla con los labios, parándose en la comisura de la boca antes de iniciar una exploración en el interior con la lengua. Él permitió que ella tomara el control, hasta que su deseo fue tan abrumador que no pudo evitar sujetarla firmemente mientras el beso pasaba a ser claramente erótico.
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