—¿Por qué tienes que irte a Nueva York, papá?
Pedro levantó la vista del informe en el que, en vano, intentaba concentrarse y miró a su hija. Catalina estaba sentada al otro lado de la mesa y había cubierto los documentos de Pedro con sus cuadernos y una colección de caballitos de plástico.
—Por negocios, nada interesante —lo que no explicaba el nudo que tenía en el estómago.
La niña había hecho un dibujo y estaba ocupada coloreándolo.
—¿Cuánto tiempo estarás fuera?
—Una semana, como mucho diez días. La tía Lu te cuidará como de costumbre —Pedro sonrió al ver cómo ella se esforzaba por colorear el caballo sin salirse de las líneas.
—¿Volverás para mi cumpleaños?
—¿Cómo me iba a perder el acontecimiento más importante del año?
Ella lo miró y sonrió, convencida de que él estaría allí ese día.
—No olvides que cumplo nueve años.
—No lo he olvidado, agapetikos —aunque le costaba creerlo.
El nacimiento de su hija se le quedaría grabado de por vida. Nunca olvidaría la sensación al sujetarla por primera vez en sus brazos mientras contemplaba su diminuto rostro. Mariana también se había mostrado exultante ante el nacimiento de su primera hija, ignorante de que sería su única hija. Nada hacía presagiar la tragedia que acontecería diez meses después. Durante los días que siguieron a la muerte de Mariana, Catalina había sido el único motivo para que él se levantara de la cama cada mañana, y ahí estaba, con sus ojos marrones y sus tirabuzones aterciopelados, nueve felices años después, a pesar de la muerte de su madre. Su hija era la persona más importante de su vida. Catalina no recordaba a su madre, pero era una niña segura y equilibrada gracias, sin duda, a la ayuda de su hermana, Luciana, que había proporcionado a su sobrina una figura materna y que, a pesar de su matrimonio y sus tres hijos, trataba a Ianthe como si fuera su hija.
—¿Vienes a nadar conmigo o estás demasiado ocupado? —preguntó Catalina tras terminar su dibujo.
—Nunca estoy demasiado ocupado para tí, Catalina mou —sólo tenía nueve años, pero ya manejaba a su antojo a su padre, pensó Pedro mientras apagaba el ordenador—. El último en llegar al agua tendrá que nadar diez largos.
Catalina salió a toda prisa de la habitación mientras reía. Su risa era habitual y alegraba el corazón de Pedro. Una vez más se alegró de que su infancia no se hubiera complicado por la incesante procesión de distintas «tías». Su vida amorosa estaba claramente separada de su familia para evitar que Catalina se encariñara con alguna de sus citas y sufriera cuando la relación hubiera terminado. Jamás sintió la necesidad de buscarle una madre y evitaba cuidadosamente hablarles a sus amantes de su hija. Puede que fuera cinismo, pero había aprendido que si confesaba su situación de padre soltero, la mayoría de las mujeres pensaban que buscaba otra esposa, nada más lejos de la realidad. Las cosas funcionaban bien así y él no veía motivo para cambiarlas, pensó mientras se dirigía a la piscina.
Tras la desastrosa cena con Paula, había vuelto a Grecia decidido a olvidarla. Pero a su pesar, era incapaz de borrarla de sus pensamientos. Ella le intrigaba más que cualquier mujer que hubiese conocido y, a pesar de que ella lo había rechazado, sentía el mismo deseo por ella. El viaje de negocios a Nueva York llegaba en el momento justo. El seguía ansioso por descubrir si la química entre ellos podría desembocar en una relación, pero dudaba si sería preciso confesarle la existencia de su hija. No era que estuviera pensando en una relación prolongada con Paula. La quería en su cama, nada más. Sólo buscaba unos agradables encuentros sexuales siempre que sus respectivas agendas les hicieran coincidir. Pero no podía olvidar la angustia de su mirada la última vez que la vió. Ella estaba pálida y tensa con sus ojos azules inexplicablemente aterrorizados a pesar de que instantes antes le había correspondido con tal pasión que había alimentado su apetito por ella. ¿Por qué se había marchado así? ¿Siempre reaccionaba así con sus citas, o era por él? Él ni siquiera sabía lo que quería. Ella le había confundido tanto que era incapaz de razonar. Mientras soltaba un juramento, se zambulló en la piscina junto a Catalina.
—¡Te gané! —gritó ella alegremente—. Pero no pasa nada, papá, tendrás que esforzarte más la próxima vez.
Sabio consejo en boca de una cría, pensó Pedro, y muy indicado en el caso de Paula.
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