martes, 10 de abril de 2018

Dulce Tentación: Capítulo 7

—Sí, tienes razón. ¿Alguna idea, Fran?

—Retirarnos  a  una  zona  segura  y  volver  el  lunes,  cuando  esas  chicas  estén  quejándose a sus peluqueros.

—No,  imposible  —dijo  Pedro—.  La  boda  de  Caro es  dentro  de  siete  días.  Ustedes dos quedense aquí, yo voy a ver qué puedo hacer.

—Un  momento  —lo  interrumpió  Paula—.  Esas  chicas  te  comerían  vivo.  Sabrás  que  esto  es  siempre  culpa  de  los  hombres,  ¿Verdad?  Ese  novio  que  secuestró  a  Mariana es  quien  tiene  la  culpa  de  todo.  Habría  que  estar  embarazada  de  nueve  meses para poder atravesar esa cola de gente...

Pedro la  miró  de  arriba  abajo,  desde  las  cómodas  zapatillas  de  deporte  al  pelo,  antes de asentir con la cabeza.

—Embarazada, ¿Eh? No es mala idea. Podría funcionar.

—Casi me da miedo preguntar.

—¿Fran, tienes algún almohadón en el maletero? —preguntó Pedro.

—Sí, me parece que tengo más de uno.

—Estupendo. Señorita Chaves...

—Paula.

—Paula,   ya  sé  que  acabamos   de   conocernos,   pero  estamos  a  punto  de   convertirnos en futuros padres. ¿Qué te parece?

Ella lo miró, horrorizada.

—¿No querrás decir...?

El  hombre  que  estaba  sentado  a  su  lado  se  limitó  a  sonreír.  Y  ahora  podía  entender  por  qué  cualquier  chica  en  un  radio  de  cincuenta  metros  le  diría  que  sí  a  todo. Paula cerró  los  ojos.  Le  había  prometido  a  Carolina que  haría  cualquier  cosa  para  ayudarla con su boda y lo haría porque era su mejor amiga y porque le debía mucho.Pero había otra razón por la que esa boda tenía que ser un éxito...Aquélla podría ser su primera tarta nupcial, pero no sería la última. Mariana ya se  había  puesto  en  contacto  con  ella  para  otras  bodas  y  sabía  que  Carolina se  lo  había  contado a todas sus amigas. Ya tenía pedidos para ocho tartas más... pero sólo si la boda de Carolina era un éxito.Necesitaba el negocio.Y necesitaba que aquel día fuera maravilloso para sus amigos.Necesitaba aquellos planes de boda.Y por eso, se encontró a sí misma preguntando:

—¿Cuántos almohadones, dos o tres?

Cuando Pedro abrió la puerta del coche, Paula comenzó una interpretación digna de un Oscar. Y aunque no llevaba un elegante vestido de noche sino un pantalón de cuadros y una camiseta azul marino que escondía dos almohadones, parecía decidida a hacer el papel de su vida.Y  Pedro también.  Por  eso  le  pasó  un  brazo  por  la  cintura.  Pero  eso  la  distrajo  tanto que ella subió los escalones de la entrada sin darse cuenta. Juntos,   atravesaron   un   largo   corredor   lleno   de   ansiosas   mujeres,   todas   intentando ser escuchadas, sus gritos compitiendo en decibelios. El ruido era atronador. Paula le apretó la mano  a  Pedro,   la  señal   para   que   colocase   uno   de   los   almohadones que empezaba a salirse de la cinturilla del pantalón.

—Vamos a hacer un trato —le dijo al oído—. Si puedo convencer a Carla para que  me  dé  la  caja,  dejaré  que  me  ayudes  con  la  boda.  Pero  con  una  condición:  tú  harás el trabajo, no tu ayudante ni tu secretaria. Tú sólito.

—Yo sólito, ¿Eh?

—¿Trato hecho?

Un apretón si es que sí, dos apretones si la respuesta es no. El  camino  de  vuelta  al  coche  estaba  obstruido  por  una  señora  mayor  y  su  hija,  las dos llorando.No podía dar marcha atrás. De modo que apretó una vez. Sin  soltar su mano,  Paula lo llevó hacia  el  mostrador,   donde  la  pobre   recepcionista  intentaba  controlar  el  caos.  Afortunadamente,  los  almohadones  y  la  ancha camiseta habían creado el efecto de un embarazo de ocho meses.

—Me  he  enterado  de  la  desaparición  de  Mariana,  pero  mi  prometido  y  yo  nos  casamos  el  fin  de  semana  que  viene  —le  dijo,  mirando  a  Pedro con  una  sonrisa  de  adoración—.  Es  nuestra  última  oportunidad  antes  de  que  nazca  Valentina,  así  que  espero  que  entienda  que  tengo  una  cita  urgente  con  Carla en...  —Paula miró  su  reloj—, cinco minutos.

Antes de que la recepcionista pudiera contestar, se dirigió a la oficina tirando de un avergonzado Pedro y, sin molestarse en llamar a la puerta, entró directamente. Una  mujer  de  mediana  edad  y  traje  de  chaqueta  rosa  estaba  frente  a  un  escritorio, con la cara entre las manos. La mesa estaba cubierta de notas amarillas, el teléfono  desconectado.  A  su  lado  había  una  botella  de  jerez  y  un  vaso...  y  en  la  botella no quedaba mucho líquido.

—Hola, Carla. ¿Te acuerdas de mí?

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