El quiosco donde había comprado su primera revista de automóviles seguía allí, pero la ferretería donde le arreglaban las ruedas de la bicicleta se había convertido en una elegante inmobiliaria.Y la ironía lo hizo sonreír.Sus colegas de profesión se habían reído cuando quiso comprar locales en esa zona de Londres. «Ahí no hay beneficios, amigo». Bueno, pues había demostrado que no tenían razón. Pero era una tienda en concreto lo que le interesaba: la Pastelería Chaves, que llamaba la atención en la fila de edificios de ladrillo con su cartel azul y blanco.¿Cuántas veces había pegado él la cara contra el escaparate para mirar los pasteles que eran como objetos de otro planeta para un niño sin dinero?Una niña pasó a su lado en un triciclo, seguida de un hombre de su edad. Se parecía tanto a su hermana Carolina cuando era pequeña, que Pedro tuvo que sonreír. El pelo rubio, los ojos azules y una sonrisa que podía derretir el corazón más duro. Levantó los hombros, intentando liberar la tensión.Tal vez estar allí fuera un error. Había demasiados fantasmas en esa calle.Sólo una persona podría haberlo convencido para que volviera a aquella zona de la ciudad.
—Tardarás cinco minutos en saludar a Paula Chaves—le había dicho su hermana, Carolina—. Sólo quiero que compruebes que no está agotada con la organización de la boda. La pobre ya tiene suficiente con hacer la tarta nupcial y tú vas a estar en Londres de todas maneras...
Sí, claro, iba a estar en Londres. Pero había trabajado noventa horas aquella semana y lo último que deseaba era tener que hablar con la dama de honor sobre tartas nupciales cuando ya estaba pagando a la organizadora de bodas más cara de la ciudad.Él ganaba el dinero y Lucy y su madre se lo gastaban. ¿Pero cómo podía negarles nada? Carolina era la única chica que podía hacer con él lo que quisiera y, por eso, en lugar de ir desde el aeropuerto de Heathrow a su departamento para ponerse en contacto con la oficina de Nueva York, tenía que ir a una pastelería para charlar con la dama de honor y mejor amiga de su hermana. Pero era hora de comprobar si Carolina había hecho bien confiando en su amiga Paula Chaves...Una campanita sonó sobre su cabeza mientras sujetaba la puerta para una pareja mayor que salía de la pastelería en ese momento.De inmediato respiró el aroma a vainilla y especias, mezclado con el olor a azúcar quemado y pan recién hecho. El efecto era muy poderoso, muy hogareño, comparado con el humo de Londres al otro lado del cristal. Pero cuando respiró profundamente, notó además otro perfume, no el de las flores que llevaba en la mano. ¿Rosas, naranjas?Pedro miró con ojos de constructor las paredes lisas y las estanterías de madera clara. Nada que ver con el papel marrón y las viejas estanterías de la Pastelería Edler que él recordaba. Los viejos carteles habían sido reemplazados por paredes limpias, pintadas en una paleta de colores suaves. El efecto era moderno, estiloso, interesante. El pan, de muchas clases, estaba colocado en estanterías separadas por paneles, pero eran los pasteles y las tartas que se hallaban bajo el mostrador lo que más llamaba la atención. La mayoría de las bandejas estaban ya vacías. Una cortina azul marino se abrió entonces y miró los ojos castaños de una adolescente con un delantal azul sobre una camiseta blanca. Una chapita decía que estaba mirando a una tal Laura.
—Hola, guapo. ¿Son para mí?
Pedro, sorprendido, miró el ramo de flores que llevaba en la mano. Aquello sí que era una atención informal al cliente.
—No, lo siento, estoy buscando a Paula Chaves.
—¡Jefa! Aquí hay un chico muy guapo que pregunta por tí.
—¡Dile que pase, por favor!
—Paula está en la parte de atrás —sonrió Laura—. Y si necesitas algo, yo estaré aquí.
—Gracias —percatándose de que la chica estaba mirándole descaradamente el trasero, atravesó la cortina... Para encontrarse con el caos.
El horno de la pastelería estaba hecho un desastre. Había chocolate y azúcar de colores sobre todas las superficies. Y él odiaba el azúcar.La única repostera a la que había conocido en su vida era la cocinera del internado, una señora de mediana edad con la constitución de un luchador de sumo que, debido a su amplio busto, era una fuente de constante asombro para los adolescentes sobrecargados de hormonas. Aunque sabía cómo manejar un rodillo de amasar. Pero la chica que tenía delante era delgada y más bien bajita, con unos pantalones de cuadros y lo que alguna vez había sido un delantal azul. Mechones de pelo castaño escapaban de un pañuelo azul y blanco, llamando la atención sobre un rostro ovalado y una boca de labios generosos.Tenía el delantal, el pantalón y los brazos manchados de chocolate, como los platos que estaba lavando en aquel momento. ¿En qué lío lo había metido Carolina?
No hay comentarios:
Publicar un comentario