martes, 24 de abril de 2018

Dulce Tentación: Capítulo 22

Pedro no podía saber que a Paula le sudaban las manos no por el calor sino por cómo estaba acariciando su palma con un dedo. Si  fuese  la  novia,  pensaba  ella,  eso  sería  algo  normal.  Como  sería  normal salir a cenar o a la ópera, por ejemplo.Pero  no  estaban  saliendo  juntos.  Sólo  era  un  gesto  amable  hacia  la  dama de  honor de su hermana. Sólo podía ser eso.De modo que, ¿Por qué no disfrutar el momento? Aquellos serían los recuerdos que  guardaría  durante  los  próximos  meses,  cuando  Pedro y  Caro hubieran  vuelto  a  sus emocionantes vidas al otro lado del océano y ella no fuera más que un rostro en las fotografías de la boda. En unos días habría vuelto a su vida normal. Y eso era lo que quería, ¿No?

—¡Cuidado!

Un ciclista había tenido que girar bruscamente para no atropellar a un peatón y Pedro,  por  instinto,  se  colocó  delante  de  Paula.  El  repentino  movimiento  la  dejó  sin  aire y tardó un momento en darse cuenta de que estaba cara a cara con él, los brazos masculinos alrededor de su cintura, su mano sobre la pechera de la camisa blanca. El  exquisito  aroma  a  after  shave,  desodorante  y  ropa  limpia  se  mezclaba  con  el  aire cálido de la noche... y algo más. Algo único, Pedro Alfonso. Su calor, su olor. Sentía tal atracción que tuvo que hacer un esfuerzo para no cerrar los ojos. Una atracción tal que hacía que separarse fuera casi doloroso.El  efecto  era  tan  embriagador que,  sin  darse  cuenta,  se  inclinó  hacia  delante  para  apoyar  la  frente  en  su  pecho.  Aquél  era  su  sueño,  su  fantasía.  Durante  unos  preciosos segundos, podía fingir que era como las demás chicas que paseaban por allí con  sus  novios.  Creer  que  a  aquel  hombre  le  importaba,  que  la  había  elegido  a  ella,  que quería estar con ella. Su amante. Que la cicatríz de su pecho no existía.¡La cicatríz! El corazón de Paula  empezó  a  latir  con  tanta  fuerza  que,  de  repente,  sintió  náuseas  y  tuvo  que  respirar  profundamente  para  mantenerse  en  pie.  No  iba  a  marearse delante de Pedro.Aunque  no  hubiese  caído  al  suelo,  porque  él  la  sujetaba  por  la  cintura.  Había  pasado tanto tiempo desde la última vez que un hombre la abrazó así... Pero  no  podía  ser.  ¿Por  qué  había  aceptado  ir  a  dar  un  paseo  con  él?  Pedro volvería a Nueva York en unos días y ella estaría donde siempre. Sola.

—¿Te has hecho daño?

—No,  no,  estoy  bien  —suspiró  ella—.  Pero  te  he  manchado  la  camisa  de  colorete. Lo siento.

Pedro sonrió, mirando su rostro de lado a lado, como buscando algo.

—No  pasa  nada.  Y  tú  sigues  estando  preciosa.  Ah,  pero  parece  que  tenemos  público...

—¿Qué? —Paula giró  la  cabeza  y  vió a  un  grupo  de  hombres  sentados  frente  a  un café levantando el pulgar en señal de aprobación. Riendo, corrieron por la plaza para alejarse de los indiscretos espectadores.

—Su carroza la espera, señorita.

Pedro abrió  la  puerta  del  deportivo  de  color  verde  oscuro  y  no  pudo  resistir  el  impulso  de  admirar  el  trasero  de  Paula mientras  subía  al  asiento,  con  las  rodillas  juntas, inclinando elegantemente la cabeza... Ah, había hecho eso antes. La falda se levantó un poco, dejando al descubierto unas  piernas  estupendas  que  no  podía  dejar  de  mirar.  Él  era  un  hombre  de  piernas, siempre lo había sido. Y las de Paula eran fabulosas.

—Es un coche de la empresa. Espero que te guste.

—Si, claro... pero tengo que estar en la pastelería antes de medianoche y no me gustaría que este cochazo se convirtiera en una calabaza.

—¿Y yo? —se rió Pedro—. No me sienta nada bien convertirme en rana.

—Cierto, no sería muy agradable.

Paula esperó  hasta  que  estuvieron  saliendo  del  aparcamiento  para  volver  a  hablar:

—Sabrás que tu horrible secreto ha quedado al descubierto.

—¿Qué secreto? Tengo tantos...

—Me refería a  tu  propensión   a  comprar  coches  carísimos,   señor  Alfonso,   presidente de Haywood y Alfonso.

—Sí, me gustan los coches buenos.

—Pero no bebes alcohol. O, al menos, yo no te he visto beber. Y parece que las mujeres no se te dan mal, de modo que sólo nos queda una cuestión: ¿Sabes cantar?

Pedro soltó una carcajada.

—Ni siquiera en la ducha. Nunca. Yo era el único chico del colegio al que no le dejaban participar en el coro. Aunque me dejaban tocar un instrumento en la función de Navidad.

—¿Qué tocabas?

—El triángulo.

—¿En serio?

—No, la guitarra, con un grupo de amigos —se rió él—. Y nos imaginábamos ya como  la  nueva  banda  de  moda.  El  hecho  de  que  sólo  supiéramos  tocar  una  canción  no tenía la menor importancia, el caso era ligar con las chicas.

Paula soltó una carcajada.

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