Fragmentos del pastel cayeron sobre la mesa cuando la mujer dejó de comer para mirarla.
—Sí, supongo que sí. Mariana estaba tan ocupada saliendo con los clientes que me dejaba a mí la organización. Lo más aburrido.
—No, lo más importante. Sobre todo para las novias que están ahí fuera con sus madres.
Paula se sentó al lado de la mujer en un sofá de color rosa, intentando no pensar que el chocolate de su pantalón seguramente dejaría una marca.
—Tú quieres ser una organizadora de bodas, ¿No?
—Sí, pero...
—Pues ésta es tu oportunidad. Tú tienes el poder de darles a todas esas chicas la boda que han soñado. Tú has organizado los archivos, tú te has puesto en contacto con floristas, músicos, restaurantes... Lo hiciste tú, no Mariana. Ahora lo único que tienes que hacer es convencer a las dientas de que aquí no pasa nada. ¿Qué dices?
—No lo sé. Sólo llevo dos años trabajando aquí y, hasta ahora, Mariana lo organizaba todo. Tendré que estudiar cada una de las cajas... —de nuevo, su expresión se llenó de pánico—. ¡La boda Alfonso-Fernandez! —exclamó—. Tú eres la que se encarga de la tarta nupcial. Es el fin de semana que viene y aún no he mirado el archivo. La caja sigue aquí...
—No te preocupes por eso, voy a llevármela a casa. Yo me encargaré de todo y volveré a verte la semana que viene. ¿Te parece bien?
—No lo sé. Mariana es muy estricta con eso. Se supone que ninguna caja debe salir de la oficina sin el permiso del cliente.
—No hay ningún problema. El señor Alfonso fue quien firmó el contrato, así que es el cliente, después de todo.
Carla miró a Pedro, que estaba guardando la puerta.
—Ah, es verdad. Nos habíamos visto antes. ¿Qué tal el jueves a las cuatro?
Paula sonrió.
—Muy bien. Y no te preocupes, Carla, tú puedes hacerlo, estoy segura. Ahora eres la nueva organizadora de bodas. ¿Dispuesta a enfrentarte con las clientas? La cabeza alta, los hombros firmes, demuéstrales quién es la jefa.
Después de ayudar a la pobre mujer a levantarse del sofá, y con la caja rosa que contenía el archivo de la boda de Carolina en una mano, abrió la puerta con la otra y sonrió al grupo de mujeres que esperaban en el pasillo y que la rodearon de inmediato. Pedro aprovechó la oportunidad para volver a tomar el control de la situación.
—¡Muchas gracias, Carla! Hemos depositado toda nuestra confianza en usted. Nos vemos el jueves.
Paula lo miró, sonriendo. Ahora entendía lo que Carolina decía de su hermano: que podía enamorar a cualquiera. Cuando quería, podía ser encantador.Tenía una sonrisa por la que los anunciantes de dentífricos pagarían un dineral, los dientes muy blancos en contraste con sus ojos azules y su piel bronceada. Cuando sonreía, se formaban unas arruguitas alrededor de su boca, creando algo que casi podrían llamarse hoyuelos. Si los presidentes de grandes empresas de construcción podían tener hoyuelos, claro.Casi podía oír a las chicas que esperaban en el pasillo desmayarse mientras la miraban con envidia.Y era lógico, porque Pedro Alfonso era guapísimo. Pero entonces ocurrió algo...
Pedro inclinó la cabeza unos centímetros y la besó. En la frente. Una ligerísima presión de los labios en su piel y las rodillas de Paula dejaron de sujetarla.No sabía qué hacer más que pasarle el brazo libre por la cintura y respirar el aroma que sólo un hombre que había estado en un avión, en el horno de una pastelería y en el pavimento de Londres podía generar: dulce, amargo, embriagador.Durante unos segundos, Paula disfrutó de la ilusión que estaban creando y creyó que Pedro era su prometido, que estaba embarazada de su hijo y que el beso había sido algo real.Peligroso, muy peligroso.Se obligó a sí misma a mirar sus atractivas facciones y la percepción de que aquél era un hombre que podría tener a cualquier mujer la devolvió a la tierra.Ese sueño era para otras mujeres. Ella había perdido su oportunidad y era una tonta por atreverse a pensar tonterías. ¿Qué estaba haciendo? Era el hermano de Carolina y sólo había ido a Londres para la boda. Nada más.
Con ese pensamiento positivo, Paula se agarró a su cinturón. Afortunadamente, él se lo tomó como parte de la interpretación y sonrió mientras recorrían el pasillo con el fingido embarazo abriéndoles el camino.Pedro miró un momento hacia la casa antes de entrar en el Rolls Royce, cuya puerta les había abierto Francisco, y dejó escapar un suspiro de alivio mientras se dejaba caer sobre el asiento.
—¿Qué tal?
—Ha sido una experiencia horrible. ¿Por qué querría alguien ser organizador de bodas? —suspiró Pedro—. ¿Qué va a hacer esa pobre mujer con todas esas novias tirándosele al cuello?
—Carla es perfectamente capaz de hacerlo, estoy segura. Además, tiene mi número de teléfono por si me necesita. Y yo tengo la caja de Caro—le recordó Paula, mientras se quitaba los almohadones—. Lo siento, Valentina. Bueno, ¿Y ahora qué hacemos?
—¿Aparte de dormir? —sugirió Pedro—. Necesitamos café, teléfonos, una fotocopiadora y un ordenador. Parece que tenemos que organizar una boda.
—Diez pasteles de fresa, doce de manzana y seis éclairs de chocolate. Bueno, con eso tendrán suficiente, chicas. Si quieren más, sólo tienen que decirlo.
Paula les pasó las cajas a las camareras del café francés de la esquina mientras sujetaba con el pie la puerta de la tienda. Su jovial charla hacía eco en la habitación y se mezclaba con el ruido de los coches en aquella gloriosa mañana de sábado. Las dos chicas llevaban bonitos vestidos de flores, como los que ella solía usar en su antigua vida. Pero ella había tirado o regalado todos sus tops y vestidos escotados. Cualquier cosa que revelase la cicatriz que tenía en el pecho.
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