martes, 10 de abril de 2018

Dulce tentación: Capítulo 8

—Puedes hacerlo —estaba diciendo Paula, mientras la aterrorizada ayudante de Mariana seguía  comiendo  un  bollo  de  crema  cortesía  de  la  Pastelería  Chaves—.  Tú  puedes  encargarte  de  organizar  todas  estas  bodas.  En  realidad,  eras  tú  quien  hacía  casi todo el trabajo, ¿No?

Fragmentos  del  pastel  cayeron  sobre  la  mesa  cuando  la  mujer  dejó  de  comer  para mirarla.

—Sí, supongo que sí. Mariana estaba tan ocupada saliendo con los clientes que me dejaba a mí la organización. Lo más aburrido.

—No, lo más importante. Sobre todo para las novias que están ahí fuera con sus madres.

Paula se sentó al lado de la mujer en un sofá de color rosa, intentando no pensar que el chocolate de su pantalón seguramente dejaría una marca.

—Tú quieres ser una organizadora de bodas, ¿No?

—Sí, pero...

—Pues ésta es tu oportunidad. Tú tienes el poder de darles a todas esas chicas la boda que han soñado. Tú has organizado los archivos, tú te has puesto en contacto con  floristas,  músicos,  restaurantes...  Lo  hiciste  tú,  no  Mariana.  Ahora  lo  único  que  tienes que hacer es convencer a las dientas de que aquí no pasa nada. ¿Qué dices?

—No  lo  sé.  Sólo  llevo  dos  años  trabajando  aquí  y,  hasta  ahora,  Mariana lo  organizaba  todo.  Tendré  que  estudiar  cada  una  de  las  cajas...  —de  nuevo,  su  expresión  se  llenó  de  pánico—.  ¡La  boda  Alfonso-Fernandez! —exclamó—.  Tú  eres  la  que  se  encarga  de  la  tarta  nupcial.  Es  el  fin  de  semana  que  viene  y  aún  no  he  mirado  el  archivo. La caja sigue aquí...

—No te preocupes por eso, voy a llevármela a casa. Yo me encargaré de todo y volveré a verte la semana que viene. ¿Te parece bien?

—No  lo  sé.  Mariana es  muy  estricta  con  eso.  Se  supone  que  ninguna  caja  debe  salir de la oficina sin el permiso del cliente.

—No hay ningún problema. El señor Alfonso fue quien firmó el contrato, así que es el cliente, después de todo.

Carla miró a Pedro, que estaba guardando la puerta.

—Ah, es verdad. Nos habíamos visto antes. ¿Qué tal el jueves a las cuatro?

Paula sonrió.

—Muy bien. Y no te preocupes, Carla, tú puedes hacerlo, estoy segura. Ahora eres  la  nueva  organizadora  de  bodas.  ¿Dispuesta  a  enfrentarte  con  las  clientas?  La  cabeza alta, los hombros firmes, demuéstrales quién es la jefa.

Después de ayudar a la pobre mujer a levantarse del sofá, y con la caja rosa que contenía  el  archivo  de  la  boda  de  Carolina en  una  mano,  abrió  la  puerta  con  la  otra  y  sonrió  al  grupo  de  mujeres  que  esperaban  en  el  pasillo  y  que  la  rodearon  de  inmediato. Pedro aprovechó la oportunidad para volver a tomar el control de la situación.

—¡Muchas gracias, Carla! Hemos depositado toda nuestra confianza en usted. Nos vemos el jueves.

Paula lo miró, sonriendo. Ahora entendía lo que Carolina decía de su hermano: que podía enamorar a cualquiera. Cuando quería, podía ser encantador.Tenía una sonrisa por la que los anunciantes de dentífricos pagarían un dineral, los dientes muy blancos en contraste con sus ojos azules y su piel bronceada. Cuando sonreía,  se  formaban  unas  arruguitas  alrededor  de  su  boca,  creando  algo  que  casi podrían  llamarse  hoyuelos.  Si  los  presidentes  de  grandes  empresas  de  construcción  podían tener hoyuelos, claro.Casi  podía  oír  a  las  chicas  que  esperaban  en  el  pasillo  desmayarse  mientras  la  miraban con envidia.Y  era  lógico,  porque  Pedro Alfonso  era  guapísimo. Pero entonces  ocurrió algo...

Pedro inclinó  la  cabeza  unos  centímetros  y  la  besó.  En  la  frente.  Una  ligerísima  presión de los labios en su piel y las rodillas de Paula dejaron de sujetarla.No  sabía  qué  hacer  más  que  pasarle  el  brazo  libre  por  la  cintura  y  respirar  el  aroma  que  sólo  un  hombre  que  había  estado  en  un  avión,  en  el  horno  de  una  pastelería y en el pavimento de Londres podía generar: dulce, amargo, embriagador.Durante  unos  segundos,  Paula disfrutó  de  la  ilusión  que  estaban  creando  y  creyó  que  Pedro era  su  prometido,  que  estaba  embarazada  de  su  hijo  y  que  el  beso  había sido algo real.Peligroso, muy peligroso.Se  obligó  a  sí  misma  a  mirar  sus  atractivas  facciones  y  la  percepción  de  que  aquél era un hombre que podría tener a cualquier mujer la devolvió a la tierra.Ese sueño era para otras mujeres. Ella había perdido su oportunidad y era una tonta por atreverse a pensar tonterías. ¿Qué estaba haciendo? Era el hermano de Carolina y sólo había ido a Londres para la boda. Nada más.

Con ese pensamiento positivo, Paula se agarró a su cinturón. Afortunadamente,  él  se  lo  tomó  como  parte  de  la  interpretación  y  sonrió  mientras recorrían el pasillo con el fingido embarazo abriéndoles el camino.Pedro miró  un  momento  hacia  la  casa  antes  de  entrar  en  el  Rolls  Royce,  cuya puerta les había abierto Francisco, y dejó escapar un suspiro de alivio mientras se dejaba caer sobre el asiento.

—¿Qué tal?

—Ha  sido  una  experiencia  horrible.  ¿Por  qué  querría  alguien  ser  organizador  de bodas? —suspiró Pedro—. ¿Qué va a hacer esa pobre mujer con todas esas novias tirándosele al cuello?

—Carla es  perfectamente  capaz  de  hacerlo,  estoy  segura.  Además,  tiene  mi  número de teléfono por si me necesita. Y yo tengo la caja de Caro—le recordó Paula, mientras  se  quitaba  los  almohadones—.  Lo  siento,  Valentina.  Bueno,  ¿Y ahora  qué  hacemos?

—¿Aparte de dormir?   —sugirió  Pedro—.   Necesitamos   café,   teléfonos,   una   fotocopiadora y un ordenador. Parece que tenemos que organizar una boda.

—Diez pasteles de fresa, doce de manzana y seis éclairs de chocolate. Bueno, con eso tendrán suficiente, chicas. Si quieren más, sólo tienen que decirlo.

Paula les  pasó  las  cajas  a  las  camareras  del  café  francés  de  la  esquina  mientras  sujetaba con el pie la puerta de la tienda. Su jovial charla hacía eco en la habitación y se mezclaba con el ruido de los coches en aquella gloriosa mañana de sábado. Las  dos  chicas  llevaban  bonitos  vestidos  de  flores,  como  los  que  ella  solía  usar  en  su  antigua  vida.  Pero  ella  había  tirado  o  regalado  todos  sus  tops  y  vestidos  escotados. Cualquier cosa que revelase la cicatriz que tenía en el pecho.

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