Aquella Paula llevaba un vestido de cóctel azul sin mangas, y el cuello halter le dejaba la espalda al aire. Estaba absolutamente preciosa. Pedro había visto muchos vestidos de alta costura, además de comprar varios para Carolina, y sabía que el de ella lo era.Tenía unos brazos y unos hombros espectaculares. Quizá hubiera algún beneficio en eso de amasar pan, después de todo, pensó. La tela del vestido se ajustaba a su cuerpo perfectamente, la falda caía en capas sobre las rodillas, las medias negras cubrían unas piernas esbeltas y bien formadas.Y zapatos de tacón alto. Aquella noche, Paula Chaves era la joven ejecutiva que había visto en fiestas por todo el mundo. Parecía la chica que Carolina le había descrito en sus días de universidad: guapa, sofisticada, brillante. Pero él conocía a la auténtica Paula. La mujer que había comprado una pastelería y la había transformado en algo espectacular para hacer lo que más le gustaba hacer. ¿Cuándo fue la última vez que conoció a alguien así? Nunca se había topado con una mujer semejante.Sí, conocía a muchas chicas guapas e inteligentes que decían hacer lo que les gustaba. Pero muy poca gente sabía lo que quería de la vida antes de cumplir los treinta años. Él sí lo había sabido. Paula, también. Tal vez era por eso por lo que conectaba tan bien con ella. Eran diferentes de los demás.Su energía y su fuerza brillaban tanto como la pulsera que llevaba en la muñeca. Era efervescente y tan atractiva que tuvo que controlar la testosterona que encogía los músculos de su pecho y ponía su corazón al galope. Sólo con verla. La oyó contestar en francés a alguien y luego decir algo que sonaba como ruso. Ah, claro. Era licenciada en Lenguas Modernas, recordó.¿Cómo podía haber pensado que Carolinahabía cometido un error al elegir a su dama de honor?La otra dama de honor era la hermana de Pablo, Tamara, una encantadora y simpatiquísima periodista. Pero Paula Chaves era un misterio. Tal vez porque Carolina y ella se habían conocido durante el último año de universidad, cuando empezó a salir con Mike Gerard. De hecho, casi había olvidado su nombre hasta que Carolina lo mencionó en relación con la boda.
Pedro se dirigió al bar para no quedarse mirándola como un tonto, pero no podía apartar la vista del ella. Se deslizaba por el salón charlando con políticos y gente de la alta sociedad con la tranquilidad que daba haber estudiado en una buena universidad.Él había trabajado mucho para que Lucy tuviera esas mismas oportunidades y sabía que su hermana se lo agradecería siempre. Incluso su madre se había quedado sorprendida por lo fácil que le resultaba vivir lejos de casa, con desconocidos... pero con un título de primera clase en la mano.Era una educación diseñada para abrir puertas. Y así había sido.Adoraba a su hermana y era el primero en admitir que había logrado el éxito trabajando tanto como él. Y, sin embargo, a veces se preguntaba cómo habrían sido las cosas si no hubiera tenido que dejar el colegio a los dieciséis años. En fin, eso era historia pasada.Con un vaso de agua mineral en la mano, decidió buscar a Silvana Waters, que estaría a punto de dar comienzo a la subasta benéfica.
—Señoras y señores, el siguiente objeto en ser subastado es una clase maestra para las papilas gustativas. Supongo que todos conocerán la Pastelería Chaves. Bueno, pues el mejor postor recibirá una clase personal de repostería impartida por la propietaria, la señorita Paula Chaves. Empecemos con cincuenta libras.
Paula se apoyó en el respaldo de su silla, en la primera fila, e intentó respirar con normalidad mientras la gente iba pujando. ¿Por qué había dicho que sí? Silvana lo había sugerido diez minutos antes de que empezase la subasta y ella había aceptado vender su tiempo y su trabajo a un perfecto desconocido...Habían ofrecido cien libras cuando una voz familiar sonó desde el otro lado de la sala:
—¡Mil libras!
Todas las cabezas se volvieron para ver quién había pujado por esa cantidad. Era Pedro, por supuesto.Llevaba un esmoquin que, evidentemente, estaba de a medida y parecía un modelo de una revista de moda. Sus ojos estaban clavados en ella, como si fuera la única persona que había en el salón, y le sonreía de una manera... En esa sonrisa había burla, alegría y también un evidente deseo. Sin pretensiones, sin disfraces.El adjetivo «guapo» no definía a aquel hombre y su traicionero corazón empezó a latir como si quisiera salírsele del pecho. Mientras miraba los seductores labios de Pedro Alfonso se le encogió el estómago y empezó a sudar.Podría ser un virus, pensó. Claro que, no había tenido ningún síntoma cinco minutos antes de clavar la mirada en él. Oh, no. No podía quedarse encandilada con el hermano de su amiga a los veintiocho años, era absurdo. No podía gustarle Pedro. En unos días tendrían que estar juntos en la boda de Carolina. Y, además, Pedro vivía a miles de kilómetros de distancia, en Nueva York.No, esa idea tenía que desaparecer de su cabeza inmediatamente.
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