Tenía veintiocho años y no podía mirar su propio cuerpo sin pensar en lo que había ocurrido esa tarde. El terror, el dolor, la expresión de pánico en la cara del chico que le había disparado...Unos segundos. Apenas habían sido unos segundos y tantas vidas habían cambiado desde entonces... Sus ojos se llenaron de lágrimas y tuvo que apoyar las manos en la pared para sujetarse.El viernes sería el segundo aniversario del «accidente» y hasta entonces había podido soportarlo, pero...Carolina la quería mucho, evidentemente. Unas horas antes había descubierto la verdad: había cambiado el diseño de los vestidos por ella, para que no pasara un mal rato. Y el sábado por la mañana debería ir a la boda como la alegre y simpática chica que había sido siempre.Qué mentira. Como el resto de su vida. Estaba cansada, se dijo. Los médicos le habían advertido de que no debía trabajar tanto y allí estaba, estresada por una boda. Y por el hermano de la novia.Sí, Jared podía tener algo que ver, pero pronto desaparecería de su vida. Estaría de vuelta en Nueva York, con su avión privado, sus limusinas, sus reuniones. De vuelta en la vida que ella solía vivir.La próxima semana todo volvería a la normalidad. Mientras tanto, tenía trabajo que hacer, pensó, apartando la cortina para dejar entrar los rayos de sol. Aquélla era la habitación en la que había dormido cuando llegó a casa de los Chaves, el cuarto que se había convertido en un santuario cuando más falta le hacía. Había tantos recuerdos allí... las lágrimas, las risas, los sueños. Paula acarició el papel de flores de la pared, que estaba perdiendo el color. El mismo papel de su adolescencia.Pero aquélla ya no era su habitación, era para la hija a la que aún no conocía. Era hora de olvidar tristezas y seguir adelante, se dijo. De modo que tomó la brocha, la metió en el bote de pintura y borró las primeras flores con una capa de color malva.Luego dio un paso atrás, sorprendida de haber cometido tal sacrilegio. Pero siguió mojando la brocha y pintando cada rincón de la habitación de ese alegre color. Mejor. Mucho mejor. Harían falta varias capas, pero ya parecía una habitación diferente. Aunque ahora el techo parecía sucio. Claro que eso tenía fácil solución. Se puso de puntillas para ver si llegaba al techo con la brocha. Si midiera diez o doce centímetros más...Suspirando, se subió a una silla. Así, estupendo. No podría vivir con un techo sucio. La pobre niña tendría que verlo desde la cama todas las noches. Estaba a punto de bajar de la silla para volver a mojar la brocha cuando algo tocó su pierna. Al volverse, asustada, perdió el equilibrio y tuvo que agarrarse a lo primero que encontró... que resultó ser la cabeza de Pedro. Y, durante los segundos más largos su vida, se quedó mirando aquellos ojos azules mientras él apretaba su cintura.
—¿A esto es a lo que llamas trabajar?
Paula intentó fingir que era perfectamente normal mantener una conversación mientras estaba en los brazos del hombre más atractivo y deseable que había conocido en su vida.
—¿Te importaría sujetarme un ratito más? Tengo que pintar el techo.
Él soltó una carcajada.
—¿Te he dicho que uno de mis primeros trabajos en la construcción fue pintar casas? Y nunca tenía que subirme a una escalera. De modo que, o compras una o me das esa brocha a mí para que termine el trabajo.
Diez minutos después, Paula, en jarras, supervisaba la pintura del techo.
—Bueno, debo decir que ha hecho un trabajo razonablemente bueno, señor Alfonso. Si alguna vez quiere cambiar de empleo, les hablaré bien de usted a todos mis amigos.
—Gracias, señorita Chaves, lo tendré en cuenta. Pero si yo no estoy disponible, por favor compre una escalera. Lo digo por Caro. Mi pobre hermana no querría que le pasara nada malo a su dama de honor antes de la boda.
—Me lo pensaré. Pero... no tienes una sola mancha de pintura en la ropa. ¿Cómo lo has hecho? Trucos del oficio, supongo.
—Naturalmente.
—¿Lo han pasado bien durante el almuerzo?
Pedro no contestó y cuando Paula siguió la dirección de su mirada, descubrió que la pechera del vaquero había desabrochado y se le veía la camisola. Y, debajo, el inicio de la cicatriz. Nerviosa, se dió la vuelta para abrocharse la pechera a toda prisa y luego entró en la cocina para hacer café. Intentaba disimular, pero sus temblorosos dedos la delataron cuando se le cayó la cuchara al suelo. Y antes de que pudiera inclinarse para buscarla sintió las manos de Pedro en su cintura. Paula cerró los ojos, con el pulso acelerado. Había pasado tanto tiempo... Y olía de maravilla. Pedro apretó la cara contra su cuello y ella echó la cabeza hacia atrás porque deseaba estar en contacto con aquel hombre.
—Caro se quedó muy preocupada cuando te fuiste —le dijo en voz baja—. Y Tamara se puso a llorar. Yo no sabía nada sobre la cicatriz. Lo siento.
—No tienes que sentir nada —replicó ella—. Ocurrió y yo tengo que vivir con las consecuencias. Además, ir de compras habría sido agotador.
—Caro me ha enviado para comprobar que estabas bien... aunque tuve que usar mis encantos para convencer a Laura de que me abriese la puerta. Intuyo que no confía en mí.
—Laura, la guardiana de mi virtud. Eso me gusta.
Pedro deslizó una mano por su brazo.
—Llevas una pechera feísima , pero la mujer que hay debajo es una preciosidad. Por favor, dime que no llevas ropa interior de seda bajo esas enormes camisetas azul marino.
—No, claro que no. Ésta es la ropa interior que uso cuando no estoy trabajando. Y hablando de trabajo... —Paula se apartó suavemente—. Tengo que terminar de pintar, pero siento mucho que Caro esté disgustada. Luego la llamaré.
—Yo no pienso irme.
Pensativa, ella se volvió para encender la cafetera.
—¿Qué pasa, Pedro? ¿Por qué estás aquí?
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