jueves, 26 de abril de 2018

Dulce Tentación: Capítulo 27

Tenía  veintiocho  años  y  no  podía  mirar  su  propio  cuerpo  sin  pensar  en  lo  que  había  ocurrido  esa  tarde.  El  terror,  el  dolor,  la  expresión  de  pánico  en  la  cara  del  chico que le había disparado...Unos  segundos.  Apenas  habían  sido  unos  segundos  y  tantas  vidas  habían  cambiado desde entonces... Sus ojos se llenaron de lágrimas y tuvo que apoyar las manos en la pared para sujetarse.El  viernes  sería  el  segundo  aniversario  del  «accidente»  y  hasta  entonces  había  podido soportarlo, pero...Carolina la  quería  mucho,  evidentemente.  Unas  horas  antes  había  descubierto  la  verdad: había cambiado el diseño de los vestidos por ella, para que no pasara un mal rato. Y el sábado por la mañana debería ir a la boda como la alegre y simpática chica que había sido siempre.Qué mentira. Como el resto de su vida. Estaba cansada, se dijo. Los médicos le habían advertido de que no debía trabajar tanto y allí estaba, estresada por una boda. Y por el hermano de la novia.Sí, Jared podía tener algo que ver, pero pronto desaparecería de su vida. Estaría de  vuelta  en  Nueva  York,  con  su  avión  privado,  sus  limusinas,  sus  reuniones.  De  vuelta en la vida que ella solía vivir.La próxima semana todo volvería a la normalidad. Mientras  tanto,  tenía  trabajo  que  hacer,  pensó,  apartando  la  cortina  para  dejar  entrar  los  rayos  de  sol.  Aquélla  era  la  habitación  en  la  que  había  dormido  cuando  llegó  a  casa  de  los  Chaves,  el  cuarto  que  se  había  convertido  en  un  santuario  cuando  más falta le hacía. Había tantos recuerdos allí... las lágrimas, las risas, los sueños. Paula acarició el papel  de  flores  de  la  pared,  que  estaba  perdiendo  el  color.  El  mismo  papel  de  su  adolescencia.Pero aquélla ya no era su habitación, era para la hija a la que aún no conocía. Era  hora  de  olvidar  tristezas  y  seguir  adelante,  se  dijo.  De  modo  que  tomó  la  brocha,  la  metió  en  el  bote  de  pintura  y  borró  las  primeras  flores  con  una  capa  de  color malva.Luego  dio  un  paso  atrás,  sorprendida  de  haber  cometido  tal  sacrilegio.  Pero  siguió mojando la brocha y pintando cada rincón de la habitación de ese alegre color. Mejor.  Mucho  mejor.  Harían  falta  varias  capas,  pero  ya  parecía  una  habitación  diferente. Aunque ahora el techo parecía sucio. Claro que eso tenía fácil solución. Se puso de puntillas para ver si llegaba al techo con la brocha. Si midiera diez o doce centímetros más...Suspirando,  se  subió  a  una  silla.  Así,  estupendo.  No  podría  vivir  con  un  techo  sucio. La pobre niña tendría que verlo desde la cama todas las noches. Estaba  a  punto  de  bajar  de  la  silla  para  volver  a  mojar  la  brocha  cuando  algo  tocó  su  pierna.  Al  volverse,  asustada,  perdió  el  equilibrio  y  tuvo  que  agarrarse  a  lo  primero  que  encontró...  que  resultó  ser  la  cabeza  de  Pedro.  Y,  durante  los  segundos  más  largos  su  vida,  se  quedó  mirando  aquellos  ojos  azules  mientras  él  apretaba  su  cintura.

—¿A esto es a lo que llamas trabajar?

Paula intentó  fingir  que  era  perfectamente  normal  mantener  una  conversación  mientras  estaba  en  los  brazos  del  hombre  más  atractivo  y  deseable  que  había  conocido en su vida.

—¿Te importaría sujetarme un ratito más? Tengo que pintar el techo.

Él soltó una carcajada.

—¿Te he dicho que uno de mis primeros trabajos en la construcción fue pintar casas? Y nunca tenía que subirme a una escalera. De modo que, o compras una o me das esa brocha a mí para que termine el trabajo.

Diez minutos después, Paula, en jarras, supervisaba la pintura del techo.

—Bueno,  debo  decir  que  ha  hecho  un  trabajo  razonablemente  bueno,  señor  Alfonso. Si alguna vez quiere cambiar de empleo, les hablaré bien de usted a todos mis amigos.

—Gracias,  señorita  Chaves,  lo  tendré  en  cuenta.  Pero  si  yo  no  estoy  disponible,  por favor compre una escalera. Lo digo por Caro. Mi pobre hermana no querría que le pasara nada malo a su dama de honor antes de la boda.

—Me  lo  pensaré.  Pero...  no  tienes  una  sola  mancha  de  pintura  en  la  ropa.  ¿Cómo lo has hecho? Trucos del oficio, supongo.

—Naturalmente.

—¿Lo han pasado bien durante el almuerzo?

Pedro no  contestó  y  cuando  Paula siguió  la  dirección  de  su  mirada,  descubrió  que  la pechera del  vaquero  había  desabrochado  y  se  le  veía  la  camisola.  Y,  debajo,  el  inicio  de la cicatriz. Nerviosa, se dió la vuelta para abrocharse la pechera  a toda prisa y luego entró en la  cocina  para  hacer  café.  Intentaba  disimular,  pero  sus  temblorosos  dedos  la  delataron cuando se le cayó la cuchara al suelo. Y antes de que pudiera inclinarse para buscarla sintió las manos de Pedro en su cintura.  Paula cerró  los  ojos,  con  el  pulso  acelerado.  Había  pasado  tanto  tiempo...  Y  olía de maravilla.  Pedro apretó  la  cara  contra  su  cuello  y  ella  echó  la  cabeza  hacia  atrás  porque  deseaba estar en contacto con aquel hombre.

—Caro se  quedó  muy  preocupada  cuando  te  fuiste  —le  dijo  en  voz  baja—.  Y  Tamara se puso a llorar. Yo no sabía nada sobre la cicatriz. Lo siento.

—No  tienes  que  sentir  nada  —replicó  ella—.  Ocurrió  y  yo  tengo  que  vivir  con  las consecuencias. Además, ir de compras habría sido agotador.

—Caro me  ha  enviado  para  comprobar  que  estabas  bien...  aunque  tuve  que  usar mis encantos para convencer a Laura de que me abriese la puerta. Intuyo que no confía en mí.

—Laura, la guardiana de mi virtud. Eso me gusta.

Pedro deslizó una mano por su brazo.

—Llevas una pechera feísima , pero la mujer que hay debajo es una preciosidad. Por favor,  dime  que  no  llevas  ropa  interior  de  seda  bajo  esas  enormes  camisetas  azul  marino.

—No, claro que no. Ésta es la ropa interior que uso cuando no estoy trabajando. Y  hablando  de  trabajo...  —Paula se  apartó  suavemente—.  Tengo  que  terminar  de  pintar, pero siento mucho que Caro esté disgustada. Luego la llamaré.

—Yo no pienso irme.

Pensativa, ella se volvió para encender la cafetera.

—¿Qué pasa, Pedro? ¿Por qué estás aquí?

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