Iba a matar a Tamara... a menos que alguien lo hiciera antes. La chica estaba a punto de convertirse en la cuñada de Carolina, pero ¿Cuándo iba a aprender a hacer las cosas con tacto? ¡Y eso que era periodista!
—Paula—contestó Tamara—. ¡Y no deberías poner la oreja, pesado!
—Pero uno tiene derecho a soñar, ¿No? Especialmente cuando se trata de ropa interior.
Cuando Paula salió del probador, vió a Pedro con un corsé rosa horrible en la mano.
—Buenos días, señorita Chaves. ¿Lista para ir a comer?
Llevaba una camisa azul y una chaqueta de tweed colgando al hombro.
—Sí, claro.
—Espero que el vestido tenga un gran escote.
—De eso nada, amigo, es muy discreto —se rió Tamara—. Tendrás que buscar escotes en otro sitio. Nosotras no podemos llevar vestidos escotados por... lo de Paula.
—¿Lo de Paula? —repitió él.
—¡Tamara! —exclamó Carolina, atónita.
—No pasa nada —dijo Paula, volviéndose hacia Pedro con una sonrisa en los labios—. Me operaron hace un par de años y tengo una cicatriz en el pecho. Me da un poco de vergüenza, así que nunca llevo vestidos escotados. No es ningún misterio.
Pero se quedó mirando al suelo durante un segundo más del necesario antes de sonreír de nuevo. Y Pedro estaba mirándola ahora con esa cara de compasión que ella detestaba...
—Gracias por la invitación, pero tengo que volver a la pastelería. Te llamo después, Caro.
Y dejando a Pedro, Carolina y Tamara absolutamente helados, Paula besó a su amiga en la mejilla, agarró su bolso y salió de la tienda a toda velocidad para tomar un taxi. En su dormitorio, dejó escapar un suspiro. Una suave brisa movía las cortinas de encaje, llegando con ella el ruido de la calle; el sonido de gente normal viviendo un miércoles normal. Ella estaba sentada en el suelo, mirando una lámpara de tornasol donde caballitos de mar y peces tropicales nadaban de un lado a otro. Una escena tranquila, serena. Alejandra Chaves había querido tirar la lámpara o donarla a un orfanato cuando se mudó a Austria, pero ella había insistido en conservarla.
Aquélla era la lámpara que había tenido de niña, su constante compañía durante muchas noches desde que se la regaló su madre. Y quizá algún día otra niña encontraría el mismo consuelo que había encontrado ella. La frenética actividad de la pastelería la había ayudado a olvidar el incidente con Tamara, como siempre, pero no había durado mucho. Y la tensión que sentía en el cuello no desaparecía. Jugó con la camisola de seda que llevaba puesta. A Marcos le encantaba que usara ropa interior sexy y a ella le encantaba usarla. Le gustaba sentir el roce de la seda sobre su piel, sabiendo que el hombre que se sentaba a su lado durante el desayuno recordaría esa imagen todo el día... hasta que volvieran a reunirse por la noche.Los dos trabajaban tanto que sólo podían pasar todo el día juntos cuando se iban de vacaciones a la playa, donde Marcos podía hacer surf y jugar al voleibol. Desde luego, no fue una sorpresa que él volviera a su casa, en Sidney, seis semanas después de que rompieran. Al menos habían podido separarse amistosamente. No hubo discusiones, ni insultos, sólo el reconocimiento de que se habían convertido en dos personas diferentes y era hora de tomar caminos separados después de cuatro años maravillosos. Pero Marcos estaría en la boda de Carolina con su prometida y no sabía cómo iba a reaccionar al verlo otra vez.¿Para qué se había puesto esa camisola de seda? Nadie iba a verla. Era evidente que ningún hombre volvería a tener interés en su ropa interior.Tendría que ponérsela sólo para ella misma. Y podía hacerlo. Incluso podía pintar la habitación llevando un conjunto de ropa interior de encaje rojo si le daba la gana. Aquello era patético, pensó entonces. Seguía siendo Paula Chaves. Seguía siendo la primera de la clase, la primera de su promoción. La misma que siempre había tenido éxito en la vida. Antes de que un chico de diecisiete años decidiese robar pistola en mano una tienda en la que ella acababa de entrar.Un rayo de sol entró por la ventana entonces, cayendo justo sobre la cicatriz, en medio de su pecho. Sintió un escalofrío, como si un viento helado la recorriese y, sin perder un segundo, se puso el peto vaquero para bloquear lo que no quería ver. No podía respirar, no podía pensar. El último cirujano plástico le había advertido de que era normal, que podía pasar. Pero no tendría que pasar.
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