jueves, 26 de abril de 2018

Dulce Tentación: Capítulo 26

Iba  a  matar  a  Tamara...  a  menos  que  alguien  lo  hiciera  antes.  La  chica  estaba  a  punto de convertirse en la cuñada de Carolina, pero ¿Cuándo iba a aprender a hacer las cosas con tacto? ¡Y eso que era periodista!

—Paula—contestó Tamara—. ¡Y no deberías poner la oreja, pesado!

—Pero  uno  tiene  derecho  a  soñar,  ¿No?  Especialmente  cuando  se  trata  de  ropa  interior.

Cuando  Paula salió  del  probador,  vió a  Pedro  con  un  corsé  rosa  horrible  en  la  mano.

—Buenos días, señorita Chaves. ¿Lista para ir a comer?

Llevaba una camisa azul y una chaqueta de tweed colgando al hombro.

—Sí, claro.

—Espero que el vestido tenga un gran escote.

—De  eso  nada,  amigo,  es  muy  discreto  —se  rió  Tamara—.  Tendrás  que  buscar  escotes  en  otro  sitio.  Nosotras  no  podemos  llevar  vestidos  escotados  por...  lo  de  Paula.

—¿Lo de Paula? —repitió él.

—¡Tamara! —exclamó Carolina, atónita.

—No  pasa  nada —dijo  Paula,  volviéndose  hacia  Pedro con  una  sonrisa  en  los  labios—. Me operaron hace un par de años y tengo una cicatriz en el pecho. Me da un poco de vergüenza, así que nunca llevo vestidos escotados. No es ningún misterio.

Pero se quedó mirando al suelo durante un segundo más del necesario antes de sonreír de nuevo. Y Pedro estaba mirándola ahora con esa cara de compasión que ella detestaba...

 —Gracias  por  la  invitación,  pero  tengo  que  volver  a  la  pastelería.  Te  llamo  después, Caro.

Y  dejando  a  Pedro,  Carolina y  Tamara absolutamente  helados,  Paula besó  a  su  amiga  en la mejilla, agarró su bolso y salió de la tienda a toda velocidad para tomar un taxi. En  su  dormitorio,  dejó  escapar  un  suspiro.  Una  suave  brisa  movía  las  cortinas  de  encaje,  llegando  con  ella  el  ruido  de  la  calle;  el  sonido  de  gente  normal  viviendo un miércoles normal. Ella  estaba  sentada  en  el  suelo,  mirando  una  lámpara  de  tornasol  donde  caballitos de mar y peces tropicales nadaban de un lado a otro. Una escena tranquila, serena. Alejandra Chaves había  querido  tirar  la  lámpara  o  donarla  a  un  orfanato  cuando  se  mudó a Austria, pero ella había insistido en conservarla.

Aquélla  era  la  lámpara  que  había  tenido  de  niña,  su  constante  compañía  durante muchas noches desde que se la regaló su madre. Y quizá algún día otra niña encontraría el mismo consuelo que había encontrado ella. La  frenética  actividad  de  la  pastelería  la  había  ayudado  a  olvidar  el  incidente  con Tamara, como siempre, pero no había durado mucho. Y la tensión que sentía en el cuello no desaparecía. Jugó con la camisola de seda que llevaba puesta. A  Marcos le  encantaba  que  usara  ropa  interior  sexy  y  a  ella  le  encantaba  usarla.  Le  gustaba  sentir  el  roce  de  la  seda  sobre  su  piel,  sabiendo  que  el  hombre  que  se  sentaba a su lado durante el desayuno recordaría esa imagen todo el día... hasta que volvieran a reunirse por la noche.Los  dos  trabajaban  tanto  que  sólo  podían  pasar  todo  el  día  juntos  cuando  se  iban de vacaciones a la playa, donde Marcos podía hacer surf y jugar al voleibol. Desde luego,  no  fue  una  sorpresa  que  él volviera  a  su  casa,  en  Sidney,  seis  semanas  después de que rompieran. Al  menos  habían  podido  separarse  amistosamente.  No  hubo  discusiones,  ni  insultos,  sólo  el  reconocimiento  de  que  se  habían  convertido  en  dos  personas  diferentes   y   era   hora   de   tomar   caminos   separados   después   de   cuatro   años   maravillosos. Pero Marcos estaría en la boda de Carolina con su prometida y no sabía cómo iba a reaccionar al verlo otra vez.¿Para qué se había puesto esa camisola de seda? Nadie iba a verla. Era evidente que ningún hombre volvería a tener interés en su ropa interior.Tendría  que  ponérsela  sólo  para  ella  misma.  Y  podía  hacerlo.  Incluso  podía  pintar la habitación llevando un conjunto de ropa interior de encaje rojo si le daba la gana. Aquello era patético, pensó entonces. Seguía siendo Paula Chaves. Seguía  siendo  la  primera  de  la  clase,  la  primera  de  su  promoción.  La  misma  que siempre había tenido éxito en la vida. Antes  de  que  un  chico  de  diecisiete  años  decidiese  robar  pistola  en  mano  una  tienda en la que ella acababa de entrar.Un rayo de sol entró por la ventana entonces, cayendo justo sobre la cicatriz, en medio de su pecho. Sintió un escalofrío, como si un viento helado la recorriese y, sin perder un segundo, se puso el peto vaquero para bloquear lo que no quería ver. No  podía  respirar,  no  podía  pensar.  El  último  cirujano  plástico  le  había  advertido de que era normal, que podía pasar. Pero no tendría que pasar.

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