Paula, nerviosa, se inclinó un poco para inspeccionar el interior del Rolls Royce.
—No sé si debería subir. Llevo el pantalón manchado de chocolate...
—No te preocupes por eso, ha habido manchas peores —se rió Francisco—. Venga, vámonos.
—¿Conoces bien a esa tal Mariana? —le preguntó Pedro en cuanto pudo recuperar el habla.
—Sólo la he visto una vez, pero conozco a un par de chicas cuya boda ha organizado y las dos están encantadas. Por eso no estoy preocupada. Sólo faltan siete días para la boda, así que todo tiene que haber sido confirmado y contratado. Y seguramente lo habrá hecho Elspeth, su ayudante.
Él asintió con la cabeza.
—Será mejor que lo comprobemos, por si acaso. No quiero llamar a Caro hasta que sepamos si hay un problema de verdad.
—¿Cómo puedo convencerte de que soy capaz de hacerlo todo sin tu ayuda?
Pedro lo pensó un momento antes de contestar:
—Quiero comprobar que Mariana no se ha olvidado de ningún detalle en su prisa por escapar con ese hombre. Y eso significa que debo comprobar la lista de cosas que hacer, los días, las horas, los números de teléfono...
—Ah, ¿Eso es todo? —se rió Paula—. Me parece que empiezo a entenderlo. No crees que nadie que no seas tú o tu equipo sea capaz de hacer nada bien. ¿Estoy en lo cierto?
Desde el asiento delantero, Francisco soltó una risita. Pero acababa de tomar una curva y, despistado, Pedro se deslizó sin querer hacia Paula. Cuando se agarró a su pierna fue recompensado por algo pringoso...Y la sensación de que su mundo se había puesto patas arriba. Se sentía mareado. Debería haber probado el strudel, pensó. El mareo no tenía nada que ver con el muslo torneado que acababa de tocar. No, debía de ser el desfase horario.
—Estaría bien que te pusieras el cinturón de seguridad —sonrió ella.
Pedro se puso el cinturón, fingiendo mirar por la ventanilla. Desgraciadamente, en el cristal vió el reflejo de Paula. Estaba buscando algo en el bolso con una mano mientras con la otra se quitaba el pañuelo que sujetaba su pelo y sacudía la cabeza para liberar los cortos mechones castaño oscuro en contraste con su piel de porcelana...Era lo más sensual que había visto en su vida y el hecho de que fuera un gesto natural, nada estudiado, lo hacía más interesante. Había estado en la universidad con Carolina, de modo que debía de tener la edad de su hermana: veintiocho años.Entonces la oyó reírse de algo que había dicho Francisco, como si fueran viejos amigos. ¿Por qué le molestaba tanto? Francisco era su chófer cuando Carolina o él estaban en Londres y, evidentemente, conocía bien a Paula. Giró la cabeza al oír una sirena de policía, pero mirándola por el rabillo del ojo.
—Bueno, ¿Y cuándo voy a ver esos maravillosos planes de boda?
—No va a ser fácil —suspiró ella—. Cada uno de los clientes de Mariana tiene un informe personal. Todo lo que se refiere a la boda de Caro está dentro de una caja de color rosa y la regla número uno es que la caja nunca puede salir de la oficina. Pero confío en que mi dulce soborno logre congraciarnos con Carla. La pobre estará ahora lidiando con los problemas que le habrá acarreado la repentina huida de Mariana.
—Ah, taimada, eso me gusta —sonrió Pedro—. Y yo pensando que el camino para llegar al corazón de un hombre era el estómago...
—También funciona con las chicas. Y como sospecho que no vamos a ser los únicos que vayamos a la oficina para salvar planes de boda... En fin, por lo menos nosotros llevamos una dulce ofrenda de paz.
—Tal vez debería haber sobornado a mis novias con pasteles.
—Desde luego.
Paula miró por la ventanilla cuando llegaron a la calle. Había coches estacionados en doble y triple fila en la puerta de la oficina de Mariana. Algunos más abandonados que estacionados.
—Bueno, aquí es. Y será mejor que os quedéis en el coche, chicos. Ésta es una misión peligrosa, pero alguien tiene que hacerlo. Voy a entrar.
Pedro miró la calle para ver qué podía ser tan peligroso.Habían parado frente a una fila de casas de estilo Victoriano, una vez hogares de clase media, que ahora se usaban como negocios y hoteles por toda la ciudad. Aquella casa en particular se distinguía de las demás por un cartel rosa en el que decía Mariana, organizadora de bodas, en bonitas letras negras y doradas. Y por el bullicio de mujeres alrededor de la entrada. Mujeres delgadas y elegantes, de las que estaban acostumbradas a ir a las rebajas con tacones de aguja... y codos de hierro. Aquello era más que peligroso, podría ser letal.
—No les ofrezcas más azúcar. No volverías viva.
Paula miró por la ventanilla. No dejaban de llegar coches para descargar más tropas...
No hay comentarios:
Publicar un comentario