Suspirando, Paula puso una mano sobre la camiseta. El cirujano plástico de Chicago le había dicho que debía pensar en ella como una medalla, la condecoración de una superviviente.Y ella era una superviviente. Al menos, eso lo tenía claro. Pero se le hizo un nudo en la garganta al mirar el interior de la pastelería, llena de clientes. Aquél era su hogar ahora y su santuario. Su sueño de convertir la Pastelería Chaves en el sitio que había conocido de niña se había convertido en una realidad. Allí era donde quería pasar el resto de su vida, a salvo, segura, llevando su propio negocio, con sus amigos y una comunidad de gente que la apreciaba. Y, por eso, todo merecía la pena. Laura, a su lado, le pasó un brazo por los hombros.
—Hay dos cocineros en la puerta de atrás rogando que les demos sus pedidos, jefa. Pero aún no he visto al tipo rubio de ayer. ¿Va a venir hoy?
—Ah, sí, vendrá. Bueno, eso espero —suspiró Paula.
La música a todo volumen sorprendió a Pedro cuando apartó la cortina para entrar en el horno de la pastelería. Eran casi las doce de la mañana, el sol brillaba y el estruendo hacía que las paredes retumbasen. Como su cabeza.Si no hubiera decidido tumbarse un rato en el sofá después de cenar, ahora podría estar en su apartamento con aire acondicionado. Controlándolo todo, en su espacio. Que era precisamente como a él le gustaba. En lugar de eso había tenido que ir a la pastelería para rogarle a Paula que se apiadase de él. Sabía cuál era su fuerte. Organizar una estrategia de trabajo para un proyecto de construcción era lo suyo; planear una boda, no.Si uno quería que se hiciera un trabajo, había que contratar a un profesional. A través de las gafas de sol podía verla corriendo entre dos largas mesas cubiertas de platos y bandejas. ¿Dónde estaban sus ayudantes?
—Buenos días —la saludó. Pero no hubo respuesta—. ¡Buenos días! —gritó, aunque sólo estaba a dos metros de ella.
Por fin, la chica que había visto el día anterior, Laura, apareció por una puerta y bajó el volumen del estéreo. Paula levantó entonces la cabeza y le regaló una de esas sonrisas que lo golpeaban en el plexo solar.
—Ah, hola. Buenos días. Pensaba que vendrías al amanecer.
—Lo siento, debe de ser culpa del desfase horario, aún no me he acostumbrado a la hora de Londres.
—No hace falta que te disculpes —Paula se encogió de hombros—. Ayer fue un día agotador.
Pedro sonrió. Aquella chica era una santa.Los fluorescentes del techo creaban sombras en su pálida piel. En otro momento, otro día, pensó, estaría bien ver a aquella chica al sol. Quizá en una merienda o un viaje en barco por el Támesis.Con un poco de suerte, incluso podría quitarle alguna capa de ropa. La camisa de lino empezaba a pegarse a su espalda, a pesar del aire acondicionado, de modo que ella tenía que estar ahogándose bajo la camiseta de grueso algodón.
—El sábado es el día de más trabajo, así que no tengo mucho tiempo para charlar. Y agradezco la disculpa, pero sé que sólo has venido aquí a buscar la caja rosa.
Pedro abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla mientras Paula se golpeaba la barbilla suavemente con el bolígrafo.
—He decidido que hay un par de detalles de la boda que tú podrías controlar por mí.—Tú sabes que no tengo ninguna experiencia organizando bodas, ¿Verdad? ¿No crees que en realidad yo sería un obstáculo más que una ayuda?
—No, no. Piensa en esto como en uno de tus proyectos. Lo harás bien.
Su sonrisa podía haber sido la respuesta que Paula necesitaba, porque señaló una mesita redonda que se hallaba al otro lado de la habitación.
—Ahí encontrarás todo lo que necesitas. Algunas tiendas no abren los sábados, pero he marcado en amarillo todos aquellos con los que podemos hablar en persona esta mañana.
—¿Y? —Pedro intentó recordar que era él quien debía llevar el control de la boda. Aunque no iba a poder ser, porque Paula Chaves se le había adelantado.
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