Pero cuando dió la vuelta a una esquina se quedó inmóvil. Aquélla era la madre de todas las cocinas. Era gigantesca. Por lo menos tan grande como el vestíbulo. Y limpísima. Era un palacio de acero inoxidable y superficies fáciles de limpiar, electrodomésticos de última generación, una despensa enorme... ¡Y los hornos! Paula dejó escapar un suspiro de anhelo. Al fondo había una puerta y, tras ella, un patio con suelo de piedra. Era un patio precioso rodeado de un jardín bien cuidado. Tenía que haberlo hecho un paisajista porque los lechos de flores y los árboles parecían perfectamente elegidos para crear una zona mágica. Imaginó cómo sería con los muebles de jardín, las sombrillas, las mesas con velas...Y, además, sería una zona estupenda para familias con niños porque podrían jugar en la hierba, lejos del tráfico.Era lo único que le faltaba a su pastelería. Le habría encantado tener un pequeño jardín para que jugasen las niñas del orfanato...A la hija a la que aún no conocía le encantaría aquel sitio, pensó. Mirando el edificio con el sol en la espalda, se vió transportada a un sitio tan parecido a aquél que era asombroso...En ese otro lugar, unas cortinas de color rojo oscuro protegían a los clientes del sol. Los candelabros de cristal iluminaban las mesas, reflejándose en el brillante suelo de madera oscura y en las paredes de espejo. Suspirando, se sentó sobre la hierba, apoyando la espalda en una pared de piedra. Casi podía ver al hombre de negocios leyendo su periódico mientras tomaba un café y a las señoras tomando chocolate con pasteles de nueces, a los amantes que se miraban a los ojos... al joven que llevaba horas sentado en un rincón, escribiendo sobre una mesa de mármol, ajeno a todo.En el aire flotaba el agridulce aroma a café recién hecho, chocolate, pasteles de mantequilla... Era el café vienés perfecto. El café de sus abuelos adoptivos, los Chaves. Respiró profundamente, intentando controlar las lágrimas. Hacía años que no recordaba esas maravillosas vacaciones... El sonido de unos pasos hizo que se volviera hacia Pedro, que había decidido reírse en lugar de ponerse a gritar.
—Mi querida hermana ha vuelto a cambiar de opinión porque aún no sabe qué color quedará mejor con luz natural. ¿Por qué sonríes? ¿Te gusta el sitio?
—¿Que si me gusta? Es precioso. Me encanta la cocina... y este jardín es un sueño. ¿Te importa que me quede aquí cinco minutos más?
—No, claro que no. El edificio sigue siendo mío por el momento, así que estás en tu casa. Quédate el tiempo que quieras.
—Siéntate un rato conmigo —se rió ella, tirándole de la manga de la camisa.
—¿Por qué te gusta tanto?
—Hace diez años pasé unas vacaciones fabulosas en Austria con mi familia adoptiva —empezó a decir ella—. Salzburgo es preciosa, pero cuando fuimos a Viena... Viena cambió mi vida. Después de ir allí supe por qué mis padres adoptivos pasaban tantas horas al día en la pastelería, soñando con tener su propio café vienés, como el de mis abuelos. No te imaginas lo bonito que era.
—¿Por eso decidiste comprar la pastelería?
—Tuve que comprar la mitad de mi tío Walter —asintió Paula—. Los propietarios del local eran mi padre y mi tío, pero ya están todos retirados. Mi madre me llevaba allí todos los sábados y me dejaba jugar mientras ellos hacían los pasteles... era muy divertido.
—Ya me imagino.
—Sólo espero que vivan lo suficiente para ver cómo yo abro un café vienés. ¿No sería maravilloso? —Paula bajó tanto la voz que apenas era un suspiro—. A lo mejor algún día.
Sin decir nada, Pedro entrelazó sus dedos con los de ella, como si fuera lo más natural del mundo. Pero Paula tuvo que tragar saliva. No se atrevía a mirarlo.«Concéntrate en otra cosa. Piensa en el café».¿Cómo no iba a soñar con convertir aquel sitio en el antiguo café vienés de los Chaves? Con ese jardín maravilloso para los niños, sería perfecto.Quizá algún día pudiera tener un sitio así... Pedro se movió entonces y Paula volvió a la realidad. Demasiados sueños.
—Tengo que irme, pero gracias por dejar que me quedase unos minutos más. Tu cliente es una persona muy afortunada, Pedro. Este será un restaurante perfecto —Paula, que estaba levantándose, de repente lanzó un grito de dolor.
—¿Qué ocurre?
—Nada, me he clavado una astilla, no es nada.
—Espera, deja que lo vea... ¡Vamos, enséñame la mano!
Al ver la herida, Pedro soltó una palabrota sin acordarse de que no estaba solo.
—Lo siento. ¿Te duele?
—No te preocupes, sobreviviré. ¿No tendrás a mano unas pinzas de depilar para quitarme la astilla?
—Pues no, ahora mismo no llevo —sonrió él.
—Da igual, me la sacaré en la pastelería.
—Es una pena, porque yo soy un experto en astillas. Caro solía subirse a los árboles y siempre acababa llorando. Espera, si dejas de moverte un momento, es posible que pueda sacarla... ¿Lista?
Ella asintió con la cabeza, preparándose para notar un ligero dolor. Para lo que no estaba preparada era para sentir el dedo de Pedro acariciando la palma de su mano...
—Ya casi la tengo... espera... ¡Ya está!Y luego acarició su mano con la yema del pulgar, presionando suavemente. La sensación viajó desde su mano a su brazo y al sitio donde su cariñoso y sensible corazón solía estar... hasta que se lo arrancaron dos años antes. Y ahora estaba mirando a alguien que era capaz de arrancárselo otra vez.¿Por qué no había vuelto a la pastelería?
Paula bajó los ojos para fingir que buscaba más astillas, concentrándose en su mano... en cualquier cosa menos en aquel hombre. Era demasiado intenso, demasiado tentador, tenía que volver a trabajar, a su santuario. Tenía que protegerse a sí misma. Eso se le daba bien. Tenía que protegerse del dolor de ser rechazada por aquel hombre.
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