jueves, 12 de abril de 2018

Dulce Tentación: Capítulo 11

—¿Se  refiere  a  mi  sachertorte,  señor  Alfonso?  Es  una  receta  secreta  que  lleva  años  en  la  familia  Chaves.  Directamente  desde  Viena.  Debería  advertirte,  es  peligroso  probar ese pastel.

—¿Peligroso? —sonrió Pedro, perdiendo todo interés por el contenido de la caja rosa.

—Oh, sí. Varios de mis clientes dicen haberse convertido en adictos y ya no les vale cualquier otro pastel de chocolate.

—¿En serio?

—Me caes bien y no quiero que te pase lo mismo. ¿Qué harías cuando volvieras a Nueva York?

—¿No haces envíos?

—Sólo en un radio de diez kilómetros.

—Bueno, entonces sí sería un problema. Aunque...

—¿Sí?

—Yo  me  dedico  a  aceptar  riesgos  para  ganarme  la  vida.  Parte  de  mi  trabajo  es  buscar el siguiente reto... —Pedro se detuvo, mirándola a los ojos—. De modo que lo acepto.

Cuando  ella  sonrió,  le  pareció  como  si  el  resto  del  planeta  hubiera  dejado  de  existir. Estaban flotando en el espacio, sólo los dos, separados del mundo. Juntos.¿Qué  demonios  le  estaba  pasando?  Pero  una  voz  muy  humana  se  cargó  la  ilusión:

—¡Pau, voy a subir a tu casa! ¡Nadia está en la tienda!

—Muy bien, Laura.

El hechizo se había roto.

—Lo  siento,  pero  mi  departamento  estará  ocupado  durante  una  hora  más  o  menos.  Laura va  a  darse  una  ducha  —Paula se  levantó,  suspirando—.  ¿Te  importaría  enumerar los temas de la lista mientras yo hago otra bandeja de pasteles?

—No, claro.

Pedro giró  la  silla  para  mirar  hacia  el  centro  de  la  habitación...  bueno,  para  seguir  mirándola.  Y  estaba  a  punto  de  preguntarle  cómo  iban  a  ser  los  centros  de  mesa cuando oyeron un golpe en el techo. Él, que era constructor, se preguntó si el suelo aguantaría o si Laura iba a caer sobre sus cabezas en un segundo.

—¡Estoy bien! —oyeron un grito desde arriba.

Miró a Paula, que estaba sacudiendo la cabeza.

—¿Por qué se ducha en tu casa?

—Porque  su  ducha  lleva  semanas  sin  funcionar.  El  casero  siempre  encuentra  alguna excusa para no arreglar las cosas que se estropean.

—Ah,  ya.  Es  de  los  que  nunca  arreglan  nada,  pero  no  rebajan  un  céntimo  del  alquiler.

—Desde luego. El problema es que la madre de Laura está en una silla de ruedas y  el  suyo  es  uno  de  los  pocos  apartamentos  de  este  barrio  con  rampas  para  discapacitados.  O  sea,  que  o  se  aguantan  o  se van  a  otro sitio.  Y él sabe que no pueden hacerlo.

Suspirando, Paula empezó a golpear la masa que había extendido sobre la mesa como si quisiera asesinarla.

—¿Sabes que esa pobre chica tiene que lavar a su madre todos los días con una esponja? Necesitan una ducha y la necesitan ya. La pobre mujer sólo puede ducharse una vez a la semana, en la clínica. Laura ni siquiera puede ir a la universidad porque tiene que cuidar de su madre.

—¿No tiene ayuda de nadie?

—Ha pedido subvenciones  a  la  Comunidad  y   a las  asociaciones  de  incapacitados,  pero  no ha logrado nada.  Y  es  demasiado  independiente  como  para  aceptar el dinero que yo le ofrezco. ¡Es que me pone furiosa!

Pedro señaló el tablero de la mesa, que prácticamente estaba dando saltos.

 —No la mates, se rindió hace mucho tiempo.

Paula soltó una carcajada.

—Cuanta más energía pones, mejor queda el pan. ¿Lo has hecho alguna vez?

—No.

—Pues  no  sabes  lo  bueno  que  es  para  aliviar  el  estrés.  Ven...  tienes  el  ceño  fruncido desde hace diez minutos. Y estás rechinando los dientes. Mala señal.

—No, déjalo. No voy vestido para la ocasión —sonrió Pedro.

Paula miró  la  camisa  azul  y  los  vaqueros  y  tuvo  que  contener  un  suspiro  de  admiración.

—Puedes  usar  un  delantal.  No  te  preocupes,  es  muy  masculino  —le  dijo,  limpiándose  la  harina  de  las  manos  para  tomar  un  delantal  azul  marino  que  estaba  colgado de un gancho en la pared.

—¿Lo dices en serio? ¿Quieres que le dé una paliza a esa masa de harina?

—Yo  te  enseñaré  a  hacerlo.  Y  no  te  preocupes,  no  se  lo  contaré  a  nadie.  Será  nuestro pequeño secreto.

—No, mejor no.

Paula puso el delantal delante de su cara.

—Cuanto antes se haga el pan, antes podremos ponernos a trabajar en la boda de Caro.  Sólo  me  quedan  un  par  de  bandejas  más  y  tengo  la  impresión  de  que  te  vendría  mejor  que  a  mí  relajarte  un  poco. Simplemente  imagina  una  persona  que  te  caiga mal y dale fuerte.

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