—¿Se refiere a mi sachertorte, señor Alfonso? Es una receta secreta que lleva años en la familia Chaves. Directamente desde Viena. Debería advertirte, es peligroso probar ese pastel.
—¿Peligroso? —sonrió Pedro, perdiendo todo interés por el contenido de la caja rosa.
—Oh, sí. Varios de mis clientes dicen haberse convertido en adictos y ya no les vale cualquier otro pastel de chocolate.
—¿En serio?
—Me caes bien y no quiero que te pase lo mismo. ¿Qué harías cuando volvieras a Nueva York?
—¿No haces envíos?
—Sólo en un radio de diez kilómetros.
—Bueno, entonces sí sería un problema. Aunque...
—¿Sí?
—Yo me dedico a aceptar riesgos para ganarme la vida. Parte de mi trabajo es buscar el siguiente reto... —Pedro se detuvo, mirándola a los ojos—. De modo que lo acepto.
Cuando ella sonrió, le pareció como si el resto del planeta hubiera dejado de existir. Estaban flotando en el espacio, sólo los dos, separados del mundo. Juntos.¿Qué demonios le estaba pasando? Pero una voz muy humana se cargó la ilusión:
—¡Pau, voy a subir a tu casa! ¡Nadia está en la tienda!
—Muy bien, Laura.
El hechizo se había roto.
—Lo siento, pero mi departamento estará ocupado durante una hora más o menos. Laura va a darse una ducha —Paula se levantó, suspirando—. ¿Te importaría enumerar los temas de la lista mientras yo hago otra bandeja de pasteles?
—No, claro.
Pedro giró la silla para mirar hacia el centro de la habitación... bueno, para seguir mirándola. Y estaba a punto de preguntarle cómo iban a ser los centros de mesa cuando oyeron un golpe en el techo. Él, que era constructor, se preguntó si el suelo aguantaría o si Laura iba a caer sobre sus cabezas en un segundo.
—¡Estoy bien! —oyeron un grito desde arriba.
Miró a Paula, que estaba sacudiendo la cabeza.
—¿Por qué se ducha en tu casa?
—Porque su ducha lleva semanas sin funcionar. El casero siempre encuentra alguna excusa para no arreglar las cosas que se estropean.
—Ah, ya. Es de los que nunca arreglan nada, pero no rebajan un céntimo del alquiler.
—Desde luego. El problema es que la madre de Laura está en una silla de ruedas y el suyo es uno de los pocos apartamentos de este barrio con rampas para discapacitados. O sea, que o se aguantan o se van a otro sitio. Y él sabe que no pueden hacerlo.
Suspirando, Paula empezó a golpear la masa que había extendido sobre la mesa como si quisiera asesinarla.
—¿Sabes que esa pobre chica tiene que lavar a su madre todos los días con una esponja? Necesitan una ducha y la necesitan ya. La pobre mujer sólo puede ducharse una vez a la semana, en la clínica. Laura ni siquiera puede ir a la universidad porque tiene que cuidar de su madre.
—¿No tiene ayuda de nadie?
—Ha pedido subvenciones a la Comunidad y a las asociaciones de incapacitados, pero no ha logrado nada. Y es demasiado independiente como para aceptar el dinero que yo le ofrezco. ¡Es que me pone furiosa!
Pedro señaló el tablero de la mesa, que prácticamente estaba dando saltos.
—No la mates, se rindió hace mucho tiempo.
Paula soltó una carcajada.
—Cuanta más energía pones, mejor queda el pan. ¿Lo has hecho alguna vez?
—No.
—Pues no sabes lo bueno que es para aliviar el estrés. Ven... tienes el ceño fruncido desde hace diez minutos. Y estás rechinando los dientes. Mala señal.
—No, déjalo. No voy vestido para la ocasión —sonrió Pedro.
Paula miró la camisa azul y los vaqueros y tuvo que contener un suspiro de admiración.
—Puedes usar un delantal. No te preocupes, es muy masculino —le dijo, limpiándose la harina de las manos para tomar un delantal azul marino que estaba colgado de un gancho en la pared.
—¿Lo dices en serio? ¿Quieres que le dé una paliza a esa masa de harina?
—Yo te enseñaré a hacerlo. Y no te preocupes, no se lo contaré a nadie. Será nuestro pequeño secreto.
—No, mejor no.
Paula puso el delantal delante de su cara.
—Cuanto antes se haga el pan, antes podremos ponernos a trabajar en la boda de Caro. Sólo me quedan un par de bandejas más y tengo la impresión de que te vendría mejor que a mí relajarte un poco. Simplemente imagina una persona que te caiga mal y dale fuerte.
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