martes, 27 de marzo de 2018

Desafío: Capítulo 40

Paula no pasó mucho tiempo en el hospital. Por suerte sus lesiones habían sido mínimas, un milagro, dadas las circunstancias. Pedro no había vuelto a visitarla y ella lo había agradecido porque no quería discutir con él. Había perdido su rumbo unas semanas, pero lo había recuperado. Le  permitieron  volver  a  casa,  pero  no  al  trabajo.  Federico se  había  preocupado  mucho por su accidente y había insistido en que alargara la baja cuanto considerase necesario.  Ella  lo  agradeció  pero,  en  el  fondo,  se  preguntaba  si  podría  seguir  trabajando  para  él.  Era  el  hermano  de  Pedro y  eso  crearía  complicaciones.  Pero  decidió no pensar en ello hasta que no fuera imprescindible hacerlo. Su madre, que había retrasado la vuelta al rodaje para estar con ella, sugirió el plan perfecto. Tenía posibilidad de usar una casita en una isla escocesa y le ofreció a Aimi que fuera allí a recuperarse del todo. Para cuando salió del hospital, anhelaba la paz y el silencio de ese retiro. Había  tenido  pocos  pensamientos  agradables  y,  aunque  sabía  que  hacía  lo  correcto,  sus sueños estaban plagados de recuerdos de lo que había compartido con Jonas y de la  intuición  de  lo  que  podría  haber  sido.  Nunca  antes  se  había  sentido  tan  afectada  por una decisión suya; necesitaba tranquilidad para ordenar su mente. El  chófer  de  Alejandra las  llevó  a  la  estación  y  su  madre  esperó  en  la  plataforma  hasta que el tren desapareció de su vista. Entonces se recostó en el asiento, era un viaje largo. Horas después, descubrió que su madre había contratado a alguien para que la llevara de la estación al lago, donde un lugareño la esperaba para llevarla en barco a la isla. El mismo hombre la ayudó a llevar el equipaje a la casita.

—¿Cómo puedo  ponerme  en  contacto  con  usted  si  quiero  salir  de  la  isla?  —le  preguntó, antes de que se marchara.

—Por teléfono. El número está en el tablero de la cocina. Disfrute de su estancia —sonrió y se marchó por el camino, volviendo a su barca.

Paula miró a su alrededor y suspiró con alivio. Era un lugar idílico, silencioso excepto por el piar de los pájaros y los distantes balidos  de  las  ovejas.  La  isla,  muy  pequeña,  estaba  llena  de  árboles  y  arbustos  y  la  casa  rodeada  de  jardín.  Alguien  había  dedicado  mucho  esfuerzo  y  atención  al  entorno. Era el lugar ideal para olvidar sus problemas. Deshizo  el  equipaje  y  descubrió  que  la  casita  estaba  equipada  con  todos  los  utensilios habituales de la vida moderna, aunque no los necesitaría. Quería vivir con sencillez. Dió un paseo por el jardín y descubrió un cobertizo con un generador, por si se iba luz. Volvió a la casita y, hambrienta, se hizo un bocadillo y una taza de té. Después, el cansancio la rindió. Echó  el  cerrojo,  apagó  la  luz  y  se  fue  a  la  cama.  Se  durmió  en  cuanto  apoyó  la  cabeza en la almohada. El día amaneció soleado y a ella se le levantó el ánimo. Después de desayunar decidió  explorar  un  poco.  Agarró  una  manzana  por  si  le  entraba  hambre  y  fue  a  explorar  el  sur  de  la  isla.  Le  pareció  oír  el  motor  de  un  barco,  pero  como  no  vió  ninguno, no volvió a pensar en el tema. Sentada  al  sol,  en  una  roca,  se  comió  la  manzana  y  observó  a  los  patos.  Pero  finalmente el hambre la llevó a emprender el regreso. Cuando  llegó  a  la  puerta  trasera,  se  detuvo.  La  había  dejado  cerrada,  pero  estaba abierta y captó el belicoso aroma de algo cocinándose. Oyó ruidos de sartenes y cazos. Inquieta porque alguien hubiera irrumpido en la casa, la confundió aún más que ese alguien estuviera cocinando.

—Más vale que entres y te laves, el pescado estará listo enseguida —dijo la voz de Pedro.

La ansiedad dio paso al asombro, se preguntó qué diablos hacía Pedro allí. Entró en la casa y lo vió ante la cocina. Él se volvió y le sonrió. Paula no lo había visto  desde  que  le  pidió  que  se  fuera,  en  el  hospital;  en  ese  momento  comprendió  cuánto  lo  había  echado  de  menos.  Por  supuesto,  tras  pensarlo,  se  obligó  a  enterrar  ese pensamiento y mantenerse firme.

—¿Cómo has llegado aquí?

—Tengo  un  barco  en  el  muelle  —dijo  Pedro—.  Alberto se  ocupa  de  cuidarlo,  y  también  pescó  todo  esto.  No  hay  nada  como  el  pescado  fresco  tras  haber  estado  al  aire libre.

 Paula lo miró, incrédula y atónita.

—¿Cómo puedes tener un barco aquí?

—Porque ésta es mi casa. Es mi isla, de hecho. Pon la mesa. Los cubiertos están en ese cajón.

Ella estaba anonadada y era obvio.

—¿Tu casa? Pero yo pensaba... —no acabó. Comprendió que su madre y Pedro lo habían planeado todo—. ¡No me lo puedo creer! ¿Cómo ha podido hacerme esto? —clamó, dolida por la traición de su madre.

—Porque te  quiere  —Pedro apartó  la  sartén  del  fuego  y  cerró  el  gas.  Sirvió  el  pescado y las verduras en dos platos y los llevó a la mesa.

—No tenía derecho a interferir. Sé lo que hago —afirmó ella.

Pedro la miró y le apartó una silla para que se sentara.

—¿Lo  sabes?  Hablaremos  de  eso  después.  Entretanto,  el  pescado  se  enfría  y  sería una lástima no tomarlo en su punto. Siéntate y come, Paula.

Ella  se  sentó  porque  estaba  demasiado  anonadada  para  hacer  otra  cosa.  El  pescado  olía  de  maravilla  y  le  rugió  el  estómago.  Empezó  a  comer.  Pedro la  contempló un momento y luego se concentró en su plato.

Desafío: Capítulo 39

—¿Qué dijo? —preguntó Alejandra, inquieta.

—Lo que siempre he sabido, que fue culpa mía que Sofía muriese.

—Pero Pau, nadie te culpó.

—Yo me culpé —Paula sonrió, no quería hacer más daño a su madre—. Pero no te preocupes, ahora todo está bien.

—Me alegro, cariño   —dijo  Alejandra con   alivio—.   Deja  todo eso  atrás.   Últimamente  te  pareces  más  a  la  que  eras;  sabía  que  algo  había  cambiado.  Es  Pedro,  ¿Verdad? Es un buen hombre, ha estado tan preocupado por tí que se negó a irse a casa.

—¿Está  aquí?  —Paula se  quedó  helada.

 Ni  siquiera  se  le  había  ocurrido  esa  posibilidad. Su cerebro aún no funcionaba con normalidad.

—Claro.  Ha  ido  a  traer  café.  Sentirá  un  gran  alivio  al  ver  que  por  fin  te  has  despertado.

—Dile que se vaya. No quiero verlo —le ordenó Paula.

Sabía por qué había ido a casa  de  los  padres  de  Sofía,  y  el  encuentro  le  había  recordado  lo  que  la  pasión  había  borrado de su mente. Pedro, y todo lo que representaba, no eran para ella. No podía tener la felicidad que le había negado a su amiga.

—¿Por  qué?  —preguntó  su  madre,  confusa—.  No  lo  entiendo.  ¿Ha ocurrido  algo?

Había ocurrido que Paula no quería seguir viviendo un sueño imposible.

—No nos hemos peleado, ni nada de eso. Pero no quiero verlo. Por favor, dile que se vaya a casa.

—De acuerdo, si es lo que quieres —accedió Alejandra con tristeza.

—Tranquila,  Alejandra, Paula pude  decírmelo  ella  misma  —declaró Pedro con  templanza.  Ambas  volvieron  la  cabeza  y  lo  vieron  en  el  umbral,  con  dos  vasos  de  café en las manos. Los dejó en la mesita—. ¿Puedes dejarnos un momento? —le pidió a Alejandra.

Ella se puso en pie.

—Diez minutos —accedió ella.

Miró de uno a otro y, con un suspiro, salió de la habitación.

Pedro no  ocupó  la  silla,  se  quedó  de  pie,  con  las  manos  en  los  bolsillos  de  los  vaqueros.

—Me diste un susto de muerte. Primero me despierto y no estás, después recibo una  llamada  de  tu  madre,  diciéndome  que  estás  hospitalizada.  ¿Cómo  se  te  ocurrió  cruzar la calle sin mirar?

Paula lo  miró  y  vóo  que  parecía  cansado  y  necesitaba  afeitarse.  Pero  endureció  su corazón.

—Tenía...  muchas  cosas  en  la  cabeza.  No  me  dí  cuenta.  ¿Cuánto  tiempo  llevabas ahí? ¿Qué has oído?

—Lo   suficiente  para  saber que no quieres verme —dijo   él—.   ¿Cómo  te encuentras?

—Me duele todo —contestó ella con una mueca.

—Eso  es  porque  eres  un  gran  cardenal  —dijo  él,  con  calma—.  ¿Por  qué  no  quieres verme, Paula? ¿Qué te llevó a salir del piso sin decir palabra?

—Salí  porque  necesitaba  pensar  —contestó  ella,  seca—.  Y  no  quiero  verte  porque  no  tendría  sentido.  Nuestra  relación  no  tiene  futuro,  así  que  lo  mejor  es  ponerle fin.

—¿Cómo que  no  tiene  futuro?  —estrechó  los  ojos—.  ¡Anoche  dijiste  que  me  querías! —protestó Jonas con incredulidad.

—Te mentí —Paula tragó saliva.

Él la miró con paciencia, intentando entender qué ocurría.

—¿Mentiste? —movió la cabeza y se pasó la mano por el pelo—. No, cielo. No lo creo. Es ahora cuando mientes.

—¿Por qué iba a hacer eso?

—No lo sé, ¡Pero pienso descubrirlo! —ladró él. —

Estoy cansada —Paula miró hacia la pared—. Quiero que te vayas. Por favor, no vuelvas —dijo. No podía verlo, pero oyó cómo tomaba aire.

—De acuerdo, me voy, pero esto no se ha terminado. No te dejaré sin más, Paula—prometió.

—Deberías —Paula cerró los ojos—. Aquí no  hay  nada  para  tí.  No  puedo  darte  lo que quieres.

—Entonces  estoy  condenado,  cielo,  porque  tal  y  como  yo  lo  veo,  eres  la  única  que puede —contestó él.

Después salió de la habitación. Paula sabía  que  había  hecho  lo  correcto,  pero  no  había  creído  que  pudiera  dolerle  tanto.  Era  como  si  alguien  le  hubiera  arrancado  el  corazón  y  lo  hubiera  rasgado en tiras.

Por  suerte,   su  madre   volvió   y   fue   a   sentarse   a   su   lado.   La   miró   con   preocupación.

—He  visto  a  Pedro.  No  parecía  contento.  ¿Por  qué  le  has  dicho  que  se  fuera,  Pau? Ese hombre te quiere, es obvio. Y tú lo quieres a él. ¿Por qué haces esto?

 Paula suspiró con tristeza.

—Porque  había  olvidado  una  promesa  que  hice,  ahora  la  he  recordado  y  todo  irá bien —agitó las pestañas y suspiró—. Estoy cansada. Creo que necesito dormir.

Alejandra se  recostó  en  la  silla  y  se  estremeció  como  si  alguien  hubiera  andado  sobre  su  tumba.  Temía  saber  a  qué  se  refería  su  hija,  y  eso  la  horrorizaba.  Había  sentido  júbilo  la  noche  anterior,  al  verla radiante  y  feliz;  haría  cuanto  pudiera  para  que  eso  no  se  perdiera.  Tenía  llamadas  que  hacer  y  gente  a  la  que  ver.  Iba  a  luchar por su hija como nunca antes.

Desafío: Capítulo 38

Perdida  en  un  laberinto  de  acusaciones,  Paula era  inconsciente  de  lo  que  la  rodeaba.  Siguió  caminando  y  ni  siquiera  el  claxon  de  un  coche  logró  sacarla  de  su  ensimismamiento.  Apenas  notó  el  dolor  del  golpe  del  coche  que  había  intentado  evitarla  sin  éxito,  lanzándola  por  los  aires.  Oyó  un  grito  a  través  de  la  niebla,  segundos después la envolvió la oscuridad. Parecía  caminar  entre  neblina.  Sabía  que  buscaba  algo,  pero  no  conseguía  alcanzarlo. Gimió y una mano agarró la suya. Era fuerte, pero suave. La confortó y se relajó, dejando que la oscuridad se la tragara de nuevo. La  siguiente  vez  que  Paula  se  movió,  la  niebla  se  disipó  y  abrió  los  ojos  al  mundo real. Era de noche. No sabía dónde estaba ni por qué, y cuando intentó alzar el brazo sintió un intenso dolor en la muñeca y desistió. Alarmada,   intentó   mover   la  cabeza, pero eso le   provocó   intenso   dolor. Comprendiendo  que  debía  estar  herida,  probó  sus  miembros  uno  a  uno.Descubrió que podía mover las piernas y el brazo derecho, pero no sin dolor. Intentó incorporarse y todo su cuerpo protestó, así que jadeó y se recostó en las almohadas. Tenía que estar en un hospital. Una cuidadosa mirada a ambos lados confirmó su sospecha. La pregunta era cuándo y cómo había llegado allí. No llegó a preguntar, pero oyó la respuesta.

—Tuviste  un  accidente.  Un  coche  te  golpeó  —dijo  una  voz  conocida.

Paula movió la cabeza y vió a su madre de pie.

—¿Sí?  —su  voz  sonó  rasposa.

 Tenía  la  garganta seca como el desierto. No recordaba haber tenido un accidente, pero sí el vago sonido de un grito.

—Sí —afirmó Alejandra Schulz, volviendo a la silla que había ocupado durante horas—.  Por  lo  visto,  bajaste  de  la  acera  justo  ante  un  coche.  Tuviste  suerte.  Te  has  librado con contusiones en las costillas y una muñeca rota. Eso  explicaba  que  no  pudiera  mover  el  brazo  izquierdo.  Probó  de  nuevo,  pero  el intenso dolor y un golpeteó en la cabeza le hicieron desistir.

—¿Está bien el conductor?

Alejandra se inclinó sobre la cama y agarró la mano de su hija.

—Está  con  un  susto  de  muerte,  como  yo.  Tienes  que  dejar  de  hacerme  esto,  Pau. Mi corazón ya no puede con estas cosas.

—Lo siento, mamá. No recuerdo nada. ¿Dónde ocurrió?

—En Chelsea, cerca del río —Alejandra contuvo la respiración, pero Paula se limitó a fruncir el ceño.

—¿Qué hacía yo allí?

 —Bueno, cariño, fue muy cerca de donde vivía Sofía —respondió su madre con cautela.

 Vió que la comprensión afloraba en el rostro amoratado de su hija.

—Fui  a  ver  a  sus  padres  —el  nombre  de  Sofía hizo  que  Paula recordara  todo—,  pero sólo estaba su madre.

—¿Por qué fuiste, cariño?

—Quería  hablarles  de  ella  —Paula sonrió  con  cansancio—.  Era...  importante  para  mí.  Tenía  la  esperanza  de  que,  después  de  tanto  tiempo,  podrían  perdonarme.  Debería haber imaginado que nunca me perdonarán.

—Oh, Pau—los ojos de su madre se llenaron de lágrimas—. Siento que hayas tenido que revivir eso. Intenté hablar con ella varias veces, los primeros años, pero se negó a verme. Tal vez yo actuaría igual, si te perdiera. Intenta entender lo que siente, no la juzgues con demasiada dureza.

—No lo hago —Paula apretó la mano de su madre—. Sé que tiene razón en todo lo que dijo.

Desafío: Capítulo 37

Tomó aire y se enderezó. Los padres de Sofía. La señora Ashurst había culpado a Paula tanto  como  se  había  culpado  ella  misma.  Era  obvio  que  seguía  haciéndolo,  a  juzgar  por  la  tarjeta  que  había  enviado.  Si  pudiera  hablar  con  ella,  explicarle  lo  ocurrido, tal vez pudiera dejar el pasado atrás. Encontrar la paz que se le escapaba. Sabiendo qué debía hacer, paró a un taxi para ir a casa de los Ashurst. El corazón  le  golpeteaba  en  el  pecho  cuando  llamó  a  la  puerta.  En  el  pasado,  esa  casa  había  sido  casi  su  segundo  hogar.  Sin  duda,  la  amistosa  mujer  que  recordaba  de  la  infancia la escucharía. La madre de Sofía abrió la puerta y al ver a Paula en el umbral su rostro se tensó.

—Eres  tú  —dijo,  fría  como  el  hielo.

 A  Paula se  le  encogió  el  corazón,  pero  decidió seguir adelante.

—¿Podría  hablar  con  usted  un  momento,  señora  Ashurst?  —pidió,  con  la  voz  áspera por lo seca que tenía la garganta.

—¿Qué  podemos  tener  que  decirnos?  —la  señora  Ashurst  alzó  la  cejas  con  desprecio.

—Por  favor, señora   Ashurst.   Necesito hablar  con   usted  sobre Sofía.   Si   pudiéramos... —no tuvo posibilidad de decir más.

—¡No  te  atrevas  a  decir  su  nombre!  Sofi se  ha  ido.  ¡Tú  la  mataste!  —su  ira  y  amargura  eran  tan  intensas  como  el  primer  día  y  Paula tembló  por  dentro.  Tragó  saliva antes de hablar.

—Sé  que  cometí  un  error  y  lo  lamento  mucho,  pero  han  pasado  nueve  años,  pensé que tal vez podríamos hablar de aquel día.

—¡Sé  lo  que  pensaste,  Paula Chaves!  —la  madre  de  Sofía soltó  una  risa  desdeñosa—.  Pensaste  que  podías  venir  aquí,  decir  que  lo  sentías  y  que  yo  ¡Te  perdonaría!  ¡Pues  no!  ¡Nunca  te  perdonaré!  Mataste  a  mi  hija.  Te  seguía  como  una  esclava  y  hacía  cuanto  le  exigías.  Me  enferma  verte  paseando  libre  como  un  pájaro  mientras  ella  está...  —la  mujer  tomó  aire,  pero  fue  incapaz  de  decir  dónde  estaba  Sofía.

Su rostro se transfiguró por el odio.

—Me da igual cuánto lo sientas. Eso no me devolverá a mi hija. Vete. Fuera. ¡No quiero verte nunca más! —le cerró la puerta en las narices.

Dolida y anonadada, Paula se dió la vuelta y bajó los escalones. Sentir el veneno de  la  otra  mujer  había  sido  horrible,  le  había  rasgado  el  corazón,  robándole  toda  calidez  y  esperanza  de  poder  ser  perdonada.  Sin  saber  dónde  iba,  abrió  la  verja  del  jardín y empezó a andar. Su sensación de culpabilidad se hinchó como un globo que empezó a ahogarla, casi tanto como el primer día. No  había  salida,  y  no  debía  haberla.  Era  culpable.  Nada  podría  borrar  eso.  Había  cambiado  su  vida,  se  había  convertido  en  una  persona  mejor,  pero  eso  no  eliminaba  su  culpa.  No  podía  pensar  en  un  futuro  feliz  con  la  muerte  de  Sofía en  la  conciencia.  La  madre  de  su amiga acababa  de  demostrárselo.  No  se  merecía  tener  lo  que  Sofía no podría tener nunca.

jueves, 22 de marzo de 2018

Desafío: Capítulo 36

Paula desvió  la  mirada  y  se  secó  el  rostro  con  una  toalla.  No  quería  pensar  en  eso.  No  quería  admitir  lo  que  decía  su  conciencia.  Quería  estar  con  Pedro.  Sentir  su  calor y saberse viva. Sin volver a mirarse, apagó la luz y volvió al dormitorio. Se metió en la cama y lo abrazó  a   con  fuerza.  Algo  sorprendido,  él,  instintivamente,  la  rodeó  con  los  brazos.

—¿Estás bien? —le preguntó, cauto.

—Lo estaré. Abrázame, por favor —le pidió con voz débil.

Él sintió un pinchazo en el corazón.

—Siempre —prometió—. Siempre.

Paula suspiró  profundamente  y  rezó  porque  sus  palabras  se  llevaran  la  gélida  sensación de que se le estaba acabando el tiempo. Lentamente, empezó a relajarse y a respirar  más  despacio.  Para  Pedro fue  una  señal  de  que  él  también  podía  relajarse.  Entonces oyó las palabras que había tenido la esperanza de escuchar.

—Te quiero, Pepe—murmuró Paula, ya casi durmiendose.

—Yo  también  te  quiero,  Pau—Pedro acarició  su  sedoso  cabello—.  Ahora,  duerme.

Ella emitió un leve suspiro y se perdió en el sueño. La  mañana  siguiente,  se  despertó  antes  que  Pedro y,  en  cuanto  abrió  los  ojos, recordó todo lo ocurrido. Deseó sentirse feliz porque él le hubiera dicho que la  amaba,  pero  se  estremeció.  No  podía  evitar  pensar  que  no  estaba  bien.  Era  malo  ser tan feliz cuando su mejor amiga no tenía la posibilidad de serlo. Salió de la cama y fue a ducharse. Se sentía desgarrada. Por un lado, deseaba lo que  podía  tener  con  Pedro,  por  otro,  estaba  convencida  de  que  no  se  merecía  tanto  bien. Los remordimientos por la muerte de su mejor amiga volvieron a atenazarle el corazón, transformando el día cálido y soleado en algo frío y oscuro. Tiritando,  cerró  el  grifo  y  salió  de  la  ducha  para  secarse.  Volvió  al  dormitorio,  se  puso  unos  vaqueros  y  una  blusa  ligera  de  manga  larga  y  fue  a  la  cocina  a  hacer  café.

Mientras  sorbía  el  humeante  café,  vió  el  montoncito  de  correo  que había dejado en la encimera el día anterior. Un par de facturas y un sobre escrito a mano. Reconoció la letra. Dejó la taza,  agarró  el  sobre  y  lo  abrió  con  dedos  temblorosos. Dentro  había  una  tarjeta  de  cumpleaños  que  suponía  un  crudo  recordatorio. Decía:

 " A nuestra querida Sofía. Feliz cumpleaños, con todo nuestro amor, Mamá y papá".

Paula  comprendió que había olvidado la fecha que era. Todos los años la madre de  Sofía le  enviaba  a  ella la  tarjeta  que  no  podía  enviar  a  su  hija.  Y  seguía  devastándola como la primera vez.

—¡Oh, Dios! —Paula se llevó la mano al estómago, luchando contra las náuseas.

El momento era terrible, pues se unía al regreso de la conciencia. Estaba siendo asaltada por todos los flancos y decidió que necesitaba aire fresco para pensar. Dejó la tarjeta en la encimera y fue hacia la puerta. Hizo una pausa en el umbral del dormitorio, para contemplar a Pedro dormido. La había tranquilizado durante la noche, alejando a los fantasmas de su pasado. Una parte de ella quería que volviera a abrazarla, otra sabía que no podía ayudarla. Tenía que hacerlo ella misma. Así  que  siguió  hacia  la  puerta,  recogiendo  su  bolso  de  camino.  Al  principio  caminó sin rumbo, con la única idea de alejarse de la fuente de su dilema. Después se sentó en un banco, en un parque cercano, para organizar sus ideas. Sabía lo que necesitaba oír. Necesitaba que le dijeran que tenía derecho a estar  con  Pedro.  Pero  Sofía era  la  única  que  podía  darle  ese  permiso,  y  no  podía  hacerlo.  Tal  vez  no  estuviera  siendo  racional,  pero  nunca  lo  sería  con  respecto  a  lo  que había hecho. Si ella estuviera allí... No lo estaba, sólo quedaban sus padres.

Desafío: Capítulo 35

Empezó como siempre, sintiendo la vibración en todo el cuerpo. Después llegó el  horrible  momento  en  que  giraba la  cabeza  y veía  la  enorme  masa  de  nieve  descendiendo  por  la  montaña,  hacia  ella.  No  podía  moverse,  por  más  que  lo  intentaba. Tenía el corazón desbocado y, cuando creía que iba a explotar, cambiaba la escena   y   estaba   junto   a   los   árboles.   Contemplando   a   Sofía tomar   el   camino   equivocado,  intentando  escapar  de  la  destrucción.  Intentaba  gritarle  que  se  diera  prisa.  «¡Corre!».  Pero  el  horrible  estruendo  apagaba  su  voz.  Veía  cómo  su amiga era  alzada por los aires y zarandeada como una muñeca de trapo, hasta que desaparecía de  la  vista.  Luego  se  hacía  el  silencio  y  donde  había  estado  Sofía sólo  se  veían  montones  de  nieve  y  arenisca.  El  horror  la  atenazaba  al  comprender  que  su  amiga  había desaparecido y gritaba: «¡No, no!».

—¡No!

Paula intentaba avanzar por encima de la nieve, pero no podía, y agitaba brazos y piernas. Una voz penetró lentamente en su sueño.

—Despierta, Pau, despierta. No luches conmigo. Calla. Calla.

Lentamente,  la  nieve  que  la  había  retenido  se  transformaba  en  unos  fuertes  brazos  masculinos  y  la  voz  se  volvía  familiar.  Temblorosa,  dejó  de  debatirse  y  abrió  los ojos.

—¿Pedro?

Él asintió y la  abrazó  con  más   fuerza,   acariciando   su   espalda   para   tranquilizarla.

—Estoy aquí. Contigo.

 Paula comprendió que  estaba  sentada en  la  cama,  con Pedro  al   lado,   confortándola.

—¿Qué ha ocurrido? —su voz sonó cascada, le dolía la garganta.

—Te  has  despertado  gritando  —el  corazón  de  Pedro empezó  a  volver  a  la  normalidad—.  Intenté  sujetarte  y  empezaste  a  forcejear.  Debes  de  haber  tenido  un  mal sueño.

Un  mal  sueño.  Paula cerró  los  ojos,  consciente  de  lo  ocurrido.  Había  vuelto  a  sufrir la pesadilla. Solía tenerla cerca de la fecha del aniversario de la muerte de Sofía, pero para eso faltaban meses.

—¿Te  he  hecho  daño?  ¿Mientras  forcejeaba?  —preguntó  con  remordimiento,  estudiando su rostro en busca de alguna señal.

 —No  —los  labios  de  él  se  curvaron  con  una  sonrisa—.  Conseguí  placarte.  Temía que te hicieses daño.

—Estoy  bien  —Paula suspiró  y  se  apoyó  en  él.  En  realidad,  seguía  temblando.  La pesadilla seguía con ella horas después de tenerla—. Siento haberte despertado.

—Me  preocupas  más  tú  que  perder  sueño  —Pedro besó  su  sien—.  ¿Sobre  qué  era el sueño?

—No  lo  recuerdo.  Está  todo  borroso  y  mezclado  —mintió  de  nuevo. 

Nunca  había hablado de las pesadillas. Eran demasiado crudas. Privadas.

 —Últimamente tienes muchos malos sueños. ¿Te preocupa algo?

 —No,  debe  ser  algo  aleatorio   —la  pregunta  hizo  que  se  le  encogiera   el   estómago—. Tengo que ir al baño —le dijo, escapando de sus brazos y de la cama—. No tardaré.

Una vez  en  el  baño, encendió  la  luz  y  se  miró  al  espejo.  Tenía sombras  bajo los ojos y  sabía por qué.   Esa   noche   habían   ocurrido   dos   cosas.   Había comprendido  que  estaba  enamorada  de  Pedro y  él  le  había  confesado  su  amor.  Debería sentirse feliz, sin embargo la pesadilla había vuelto. Gruñendo para sí, dejo correr el agua fría y se inclinó para mojarse la cara. El frío  le  resultó  agradable  en  la  piel.  Pero  no  pudo  borrar  la  verdad:  las  noches  inquietas  y  los  malos  sueños  eran  cada  vez  más  frecuentes.  Era  como  si  el  ser  más  feliz  empeorase  los  sueños.  Hasta  esa  noche,  en  que  la  pesadilla  había  vuelto  completa, haciéndole revivir toda la escena. Tras  haber  sido  ignorada  durante  semanas,  su conciencia  alzaba  la  cabeza  por  detrás  de  la  barricada.  No  iba  a  seguir  ocupando  un  segundo  plano.  En  cuanto  había  comprendido  que  estaba  enamorada,  se  había  erguido  para  intentar  decirle  algo.  No  sabía  qué.  Tal  vez  que  estaba  dando  demasiado  por  hecho,  que  se  había  esperanzado  en  exceso.  Se  preguntó  qué  sería.  Su  reflejo  le  dio  la  respuesta:  «Tú ya lo sabes».

Desafío: Capítulo 34

—Cariño  —Alejandra se  rió  con  deleite  y  tomó  el  rostro  de  su  hija  entre  las  manos—,  me  da  igual  lo  que  seáis  o  no  seáis,  sólo  quiero  que  seas  feliz.  Me  encantaría  poder  quedarme  a  charlar  con  vosotros,  pero  debo  irme.  Ven  a  verme.  Estaré  aquí  hasta  finales  de  la  semana  que  viene.  Trae  a  Pedro.  ¡Insisto  en  ello!  —añadió con otra risita tintineante.

Besó a su hija, sonrió a Pedro y volvió al interior de la sala.

—Tu  madre  es  una  persona  encantadora  —comentó  Pedro. 

Paula lo  miró  y  sonrió.

—Eso pienso yo.

—Y tiene razón sobre tí. Estás resplandeciente, pero yo no tengo nada que ver.

—Te  equivocas  —Paula sabía  cuánto  tenía  Pedro que  ver  con  su  cambio—.  No  habría comprado un vestido como éste si no fuera por tí, y ella lo sabe.

—¿Y eres feliz? —preguntó Pedro, abrazándola.

Paula titubeó  un  momento,  no  porque  no  fuera  feliz  sino  porque  le  costaba  mucho decirlo. Admitirlo sería como darle aún más la espalda a su amiga. Pero, por primera vez en mucho tiempo, era feliz y no podía ocultarlo.

—Sí —musitó—. Soy feliz.

—Me alegro —sonrió él—. Ya somos dos —la besó con gentileza exquisita.

Paula apoyó  la  cabeza  en  su  hombro,  sin  poder  contener  otra  oleada  de  remordimientos.  Se  esforzó  por  rechazarla,  no  quería  pensar  en  eso.  Quería  vivir  el  momento y nada más. Estuvieron  abrazados  una  eternidad,  hasta  que  salió  otra  pareja  y  rompió  su  intimidad.

—Será mejor que volvamos con los demás. Estarán preguntándose qué ha sido de  nosotros  —propuso  Pedro, soltándola. 

Ella,  de  inmediato,  echó  en  falta  su  calor,  que la ayudaba a apartar pensamientos indeseados. Volvieron de la mano, pero sentía el frío del pasado aletear a su alrededor. En cuanto llegaron a la mesa, Federico se levantó.

—¿Puedo  hablar  un  momento  contigo?  —le  preguntó  a  su  hermano,  con  voz  áspera. 

Pedro alzó  las  cejas  y  ayudó  a  Paula a  sentarse.  Le  dió  un  apretoncito  en  los  hombros, miró a Federico y asintió.

—Claro. No tardaremos —dijo a todos los demás.

Siguió a su hermano hacia un lateral de la sala. Intrigados, todos observaron el intercambio a distancia, con tanto interés como Paula.   Era obvio que  Federico estaba  muy  enfadado   y   gesticulaba   con   violencia,   arengando a su hermano. Sin embargo, cuando Federico hizo una pausa para tomar aire, Pedro alzó la mano y empezó a hablar. Dijera lo que dijera, el cambio que se produjo en Federico fue muy intenso. Relajó los hombros y, escuchando, se pasó una mano por el pelo.  Después  hizo  un  par  de  preguntas  y  cuando  Pedro asintió  le  ofreció  la  mano.  Éste se la estrechó y se dieron un abrazo. Segundos después iban juntos hacia el bar.

—¡Vaya!  —exclamó  Luciana,  mirando  de  su  marido  a  Paula—.  Interesante.  ¿Qué  creéis que ha ocurrido?

—Ni idea —dijo Paula, arrugando la frente.

—Sé que a Fede no le gustó que Pepe y tú tardaran tanto en volver. ¿Sería una falta de delicadeza preguntar qué hacían? —la expresión de Luciana era una mezcla de mueca e interés.

—¡Desde luego, Lu! —gruñó su marido con frustración.

Paula soltó una carcajada.

—Tranquilo  —dijo  Paula—.  La  verdad  es  que  estábamos  hablando  con  mi  madre.

—¡Tu madre! —eso era lo último que Luciana había esperado oír.

—Alejandra Schulz es  mi  madre  —confesó  Paula. 

La  expresión  de  Luciana era  digna de verse.

—¡Oh!  ¿En  serio?  ¿He  dicho  algo  malo  sobre  ella?  Seguro  que  sí,  ¿No?  Me  gustaría morirme aquí mismo —exclamó Luciana, cubriéndose el rostro con las manos.

—Tranquila, Luciana—Paula sonrió  comprensiva—.  Fuiste  muy  correcta.  A  mi  madre le encantará saber que cuenta con otra admiradora.

—Y  la  admiro.  ¡De  verdad!  —afirmó  la  joven—.  Ahora,  cuéntanos  cómo  es  crecer siendo hija de una diva de la gran pantalla.

Paula, divertida, le contó algunos de los episodios más graciosos de su infancia, hasta que volvieron Federico y Pedro.

—¿De qué hablaban Fede y tú? —le preguntó a Pedro, cuando volvió a sentarse a su lado.

—Quería  decirme  lo  que me  haría  si  te  hacía  el  más  mínimo  daño  —le  aclaró  Pedro con una sonrisa irónica.

—Espero  que  le  dijeses  que  se  ocupe  de  sus  asuntos  —replicó  Paula,  cortante. 

Por muy jefe suyo que fuera no tenía derecho a inmiscuirse en su vida privada.

 —De hecho, le dije que si alguna vez te hacía daño, yo mismo me castigaría.

—¿En serio? —Paula lo miró con asombro.

—En  serio  —Pedro asintió—.  Me  he  dado  cuenta  de  que  sólo  hay  una  persona  en el mundo a quien no desearía herir nunca, y eres tú. La verdad es que me he enamorado de tí, Paula Chaves.

Desafío: Capítulo 33

—¡Tal  vez  no  me  conozcas  tan  bien  como  crees!  —protestó  ella,  explorando  su  cuello y hombros con los dedos.

Pedro acercó su mejilla a la de ella.

—Sé  que  mentiste  sobre  no  saber  a  quién  te  parecías  —dijo  en  su  oído,  Paula aguantó  la  respiración—.  ¿Por  qué  no  querías  que  supiera  que  tu  madre  es  Alejandra Schulz?

Paula cerró los ojos un momento, luego habló.

—No  es  un  vínculo  del  que  suela  alardear,  sencillamente  porque  mi  madre  nunca quiso condenarme a vivir en la pecera en la que tiene que vivir ella —no dijo que eso no había funcionado, porque había creado su propia notoriedad. Cruzó los dedos, esperando que él no supiera nada de su pasado.

—Eso  lo  entiendo.  Y  ahora  sé  de  dónde  provienen  tus  dotes  de  actriz  —dijo Pedro.

Paula rió con alivio.

—Soy incapaz de actuar. He salido a mi padre. Era un académico. Mi amor por la historia se lo debo a él.

—Belleza  y cerebro.  Una  combinación  irresistible  —dijo  él  con  su  diabólico  encanto habitual—. ¿Vas a ir a saludarla?

—Más tarde  —confirmó   ella, que prefería  hacerlo  con un  poco  más de privacidad.

—Bien, estoy deseando conocerla. Quiero preguntarle algunas cosas sobre tí.

A Paula le dió un vuelco el corazón.

—¿Qué clase de cosas? —preguntó, con voz más aguda de lo habitual.

—No  te  preocupes  —rió  él—.  Sólo  quiero  saber  cómo  consiguió  crear  una  hija  tan  bella  y  llena  de  talento  —alzó  la  mano  que  agarraba  la  de  ella,  se  la  llevó  a  los  labios y besó sus dedos.

—¡No hagas eso! —ordenó ella con voz grave; hasta ese leve contacto le quitaba el aliento y alentaba su deseo.

—No  puedo  evitarlo  —admitió  él,  conduciéndola  hacia  el  otro  extremo  de  la  pista—. Siempre que estoy contigo siento la necesidad de tocarte. Me has hechizado, Pau. Cada minuto del día estás en mis pensamientos, y en mis sueños... —su voz se apagó, sabiendo que era innecesario seguir.

—¡Eres  un  diablo!  —lo  regañó  ella.  Pero  lo  miró  con  ojos  nublados  por  la  pasión.

—Ya  te  he  advertido  sobre  lo  que  ocurre  cuando  me  miras  así  —gruñó  Pedro,  ella le contestó con una sonrisa seductora.

—¿Qué vas a hacer al respecto? —lo retó.

—Nada ante toda esta gente —dejó de bailar, miró a su alrededor y encontró lo que  buscaba—.  Ven  conmigo  —ordenó. 

Agarrándola  del  brazo  la  llevó  hacia  las  puertas de cristal que daban salida a la terraza. A ella se le aceleró el pulso un poco.  Sólo habían dado unos pasos afuera cuando una voz detuvo su avance.

—¿Pau? —la voz era una mezcla de esperanza e incertidumbre.

Paula se detuvo y giró en redondo hacia su madre que, parpadeó y esbozó una gran sonrisa.

—¡Me pareció que eras tú! —exclamó.

Un instante después envolvía a su hija en un fuerte abrazo. Paula se lo devolvió, encantada de verla, como siempre.

—Creía que seguías en el rodaje. ¿Cuándo has vuelto?

—La verdad, cariño, es que en realidad no he vuelto —Alejandra Schulz se rió—.  Adrián  se  ha  roto  una  pierna  y  no  puede  seguir  rodando,  así  que  he  vuelto  unos  días, mientras encuentran a un sustituto. Es frustrante, pero al menos así podré verte. Deja que te mire —dio un paso atrás para contemplarla. Sus ojos se ensancharon con asombro—.  ¡Oh,  Dios  mío!  —soltó  las  manos  de  su  hija  y  se  las  llevó  al  rostro.  Las  lágrimas surcaron sus mejillas—. ¡No sabes cuánto he esperado verte así! ¡Ay, cariño, gracias  a  Dios!  He  estado  tan  preocupada...  pero,  mírate.  Tu  pelo,  tu  ropa...  ¡Es  maravilloso! —Alejandra empezó a sollozar.

 Atónita  al  comprender,  por  su  reacción,  lo  preocupada  que  había  estado  su  madre, Paula se apresuró a abrazarla.

—No llores. Por favor, no llores —suplicó, sintiéndose fatal.

—Estoy  bien,  cielo  —Alejandra se  apartó  y  se  sorbió  la  nariz—.  Ya  sabes  lo  emocional que soy. Debe de haber un pañuelo de papel por aquí —dijo, rebuscando en su bolso.

—Use éste —sugirió Pedro, ofreciéndole un pañuelo inmaculado.

 Alejandra lo  aceptó,  se  secó  los  ojos  y  miró  al  hombre  que  había  acudido  en  su  rescate. Arqueó las cejas y sonrió.

—Ahora  lo  entiendo  —miró  de  Pedro a  su  hija—.  Quienquiera  que  seas,  ¡Encantada de conocerte!

—Pedro Alfonso, señorita Schulz, es un gran honor para mí —se presentó Pedro,  sonriente,  ofreciendo  a  la  madre  de  Paula una  buena  dosis  de  su  devastador  encanto.

—Alejandra,  por  favor  —rectificó  ella—.  Nada  de  ceremonias.  Cuando  estoy  con  mi hija soy su madre, no una actriz. Y si eres el responsable de esta transformación, estoy en deuda contigo.

—¡Mamá! —exclamó Paula, desazonada. Pero su madre esbozó una sonrisa tan rebosante de amor que se le hizo un nudo en la garganta.

—Cariño,  he  esperado  ver  este  día  mucho  tiempo,  no  me  impidas  que  lo  disfrute.

Paula se  mordió  el  labio.  Sabía  lo  que  estaba  pensando  su  madre  y  tenía  que  aclarar  las  cosas.  Aunque  ella  estuviera  enamorada  de  Pedro,  dudaba  que  él  sintiera  lo mismo por ella.

—Mamá, Pedro y yo... no somos...

martes, 20 de marzo de 2018

Desafío: Capítulo 32

Él sonrió y siguieron al camarero que los guiaba a su mesa. Luciana ya  estaba  sonriendo  cuando  Paula y  Pedro llegaron.  Era  una  sonrisa  tan  cálida y acogedora que ella olvidó su vergüenza.

—Cielos,  Paula,  ¡Estás  preciosa!  —exclamó  Luciana,  levantándose  y  rodeando  la  mesa  para  besar  su  mejilla—.  Ay,  eso  no  ha  sonado  bien,  disculpa,  ¡Sabes  lo  que  quería decir!

—Sí —Paula se rió—. Gracias, Luciana. Me encanta tu vestido.

Siguió una ronda de saludos y nadie, excepto Paula, pareció notar que Federico fue brusco  con  Pedro.  Ella  había  creído  que  Federico empezaba  a  aceptar  su  relación  y  la  entristeció ver que seguía enfadado con su hermano. Cuando todos estuvieron sentados de nuevo, Luciana se inclinó hacia delante, con expresión aún más animada de lo habitual.

 —¿No  es  un  sitio  maravilloso?  Hemos  estado  a  la  caza  de  famosos  y  la  cabeza  me da vueltas. Les diré a quiénes hemos visto... —empezó la lista, contando con los dedos mientras los nombraba.

—¿Has conseguido algún autógrafo? —se mofó Pedro.

Ella hizo una mueca.

—No,  pensé  hacerlo,  pero  Santiago no  me  dejó  —lanzó  a  su  marido  una  mirada  burlona.  Alguien  captó  su  atención  y  se  enderezó—.  Ay,  Dios,  ¡Nunca  adivinarán  quién acaba de entrar!

 —No me lo digas, el Papa —bromeó Pedro  con indulgencia; recibió una patada en la espinilla.

—No seas tonto, está en Roma. No, es esa actriz famosa. ¡Ésa..., ya saben!

—No tengo ni la más remota idea —dijo Pedro.

—Tengo el nombre en la punta de la lengua. Siempre hace esos papelones que me hacen llorar a lágrima viva. ¡Ya lo sé! Alejandra. ¡Alejandra Schulz! —encantada por haberlo recordado, sonrió de oreja a oreja.

 Paula volvió la cabeza, intentando ver a su madre, pero había demasiada gente en la sala.

 —¿Dónde?

—Ha desaparecido —contestó Luciana con decepción—. No, allí está, al otro lado de la sala.

Todos  miraron  y  esa  vez  Paula captó  la  familiar  figura  de  su  madre.  Sonrió,  sintiendo  una  oleada  de  placer.  Su  madre  llevaba  tres  meses  rodando  en  Nueva  Zelanda  y  la  había  echado  de  menos.  Muchas  cabezas  se  volvían  a  su  paso;  Alejandra Schulz era  una  especie  de  tesoro  nacional  y  siempre  ocurría  lo  mismo.  Su  madre  saludó con la mano, amistosa, antes de sentarse.

En  ese  momento,  Pedro se  volvió  para  mirar  a  Paula atentamente.  Ella  captó  el  brillo de comprensión en sus fascinantes ojos azules y supo que había descubierto a quién le recordaba. Antes de que él pudiera decir nada, el camarero se acercó a tomar nota de qué querían beber.

Paula abrió la carta, consciente de que era cuestión de tiempo el que Pedro sacara el  tema  de  su  madre.  Sabía  que  debería  habérselo  dicho,  pero  no  había  querido  que  realizara  la  conexión.  Su  madre había  abandonado  un  rodaje  para  reunirse  con  ella  tras la tragedia. No quería que él pensara mal de ella, pero ya sería inevitable. La carta se nubló ante sus ojos cuando se hizo una inquietante pregunta. «¿Por qué  te  preocupa  tanto  lo  que  él  piense?».  La  respuesta  llegó  alta  y  clara.  Una  mujer  quería que el hombre de quien se había enamorado pensara lo mejor de ella. Los labios de Paula se entreabrieron    al  comprender  sus  verdaderos    sentimientos.  Estaba  enamorada  de  él.  Debería  haberlo  sabido  antes,  pero  no  había  esperado  que  ocurriera.  Se  suponía  que  su  aventura  con  Jonas  sería  superficial,  sin  nada que ver con el amor. Sin embargo, su relación estaba siendo todo menos intrascendente. En ese momento, oyó que Paula se reía y alzó la vista. Todos la miraban.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—El camarero quiere saber qué deseas comer —contestó Luciana, sonriente.

 Paula se sonrojó.

—Ah,  perdón  —se  disculpó.

 Miró  la  carta  y  eligió  el  primer  plato  que  vió.  El  camarero  tomó  nota,  esbozó  una  sonrisa  amigable  y  se  marchó.  Ella  se  preguntaba  qué decir cuando Pedro la sacó del apuro.

—Vamos  a  bailar  —le  urgió,  agarrando  su  mano. 

Dando  por  sentado  que  aceptaría, se puso en pie. Ella lo siguió porque, si iba a comentarle algo, prefería que lo hiciera en privado. La  pista  de  baile  estaba  llena  de  parejas  y  Paula no  tuvo  más  remedio  que  apretarse  contra  Pedro.  Él  puso  una  mano  en  su  espalda,  y  se  llevó  la  de  ella  al  corazón con la otra. Paula apoyó la mano libre en su hombro. Con las cabezas juntas, empezaron a moverse. Era  la  primera  vez  que  bailaban  juntos  y  a  ella  le  pareció  el  baile  más  sensual  que  había  experimentado  en  su  vida.  Sus  cuerpos  se  tocaban  de  hombro  a  muslo  y  con  cada  paso  sentía  el  roce  de  su  cuerpo  musculoso  y  firme.  No  dejaba  de  pensar  que  estaba  enamorada  de  ese  hombre  y  por  eso  permitió  que  su  mente  registrara  cada  detalle,  cada  sensación.  Su  cuerpo  parecía  hacerse  fluido,  amoldarse  al  de  él  como una segunda piel.

— Es una locura,  ¿Verdad?   —le  murmuró Pedro al   oído—.   Dos   personas   supuestamente  inteligentes no pueden controlar la atracción que sienten el uno por el otro, ni siquiera en una pista de baile.

Ella  echó  la  cabeza  hacia  atrás  para  mirarlo,  sonriendo  ante  el  provocativo  comentario.

 —Habla por tí. ¡Yo no tengo problemas de autocontrol! —dijo con voz coqueta.

—Mentirosa —susurró él con ojos chispeantes.

 Paula  controló un gemido al sentir el calor de su mano en la espalda. Bailar así con él, sabiendo que lo amaba, era una dulce tortura.

Desafío: Capítulo 31

—Iré de compras en la hora de la comida  —prometió. 

Riendo,  se  escabulló  de  sus brazos y corrió al dormitorio. Si  embargo,  cuando  se  sentó  en  la  cama  para  secarse  el  pelo,  su  sonrisa  se  apagó.  Tenía  la  sensación  de  que  una  sombra  había  caído  sobre  su  rinconcito  de  felicidad.  Se  dijo  que  era  una  tontería.  Aunque  habría  preferido  que  la  familia  de  Jonas no estuviera al tanto de lo que había entre ellos, ya no tenía remedio. De hecho, era casi increíble que hubieran mantenido el secreto tanto tiempo. Sin embargo, en el fondo de su mente, presentía que iba a ocurrir algo malo. Cuando  llegó  el  sábado,  Paula se  puso  el  vestido  que  había  comprado  para  la  ocasión.  También  estrenó  sandalias  y  bolso  a  juego.  El  azul  intenso  del  vestido  complementaba el color dorado de su cabello, que había dejado suelto. Al  mirarse  en  el  espejo,  se  asombró.  La  mujer  que  veía  era  una  desconocida.  Atractiva y guapa, no le recordaba a sí misma. Estaba acostumbrada a ver la persona fría  y  controlada  que  había  sido  durante  nueve  años.  Lo  cierto  era  que  tampoco  parecía  la  Paula de  antes;  y  no  era  sólo  cuestión  de  edad,  sino  de  pose,  seguridad  y  madurez. No  pudo  evitar  una  sonrisa.  Había  estado  tan  ocupada  que  no  se  había  dado  cuenta  del  cambio.  Además,  la  imagen  cuadraba  con  cómo  se  sentía:  feliz.  Gracias  a  Jonas.  Siempre  se  sentía  así  con  él,  pero  las  pesadillas  empezaban  a  agobiarla, sobre todo las noches que no dormían juntos. Un vistazo al reloj le confirmó que él debía estar a punto de llegar. Mientras lo pensaba, sonó el timbre. Nerviosa, se secó las manos en la falda antes de abrir. Pero sus  nervios  se  desvanecieron  al  ver  a  Pedro.  Estaba  guapísimo  con  un  traje  de  seda  cruda; su corazón sufrió un bombardeo de emociones que la dejaron sin habla. Jonas, en cambio, no tuvo ese problema.

—¡Deslumbrante!   —exclamó, mirándola—.  Seré  la   envidia  de   todos  los  hombres.

—Y yo la envidia de todas las mujeres —respondió Paula, recuperando la voz.

—Me  alegro  de  que  te  hayas  dejado  el  pelo  suelto  —comentó  Pedro,  entrando.  La  rodeó  con  los  brazos  y  la  besó.  Como  por  arte  de  magia,  Paula olvidó  sus  miedos—. ¿Nerviosa? —preguntó él. 

—Un poco —Paula se llevaba bien con Luciana y con Federico, pero tenía la sensación de que no les alegraría que tuviera una relación con su hermano.

—Pues olvida los nervios; estás conmigo, puedes relajarte y disfrutar.

Paula lo miró con solemnidad y asintió.

—Haré  lo  que  pueda.  Debo  parecerte  ridícula  por  preocuparme  de  lo  que  pensarán —añadió.

—En absoluto. Yo también he tenido mis momentos de ansiedad —confesó él.

—¿Tú? —lo miró con escepticismo.

—No es fácil pensar seriamente en una mujer cuando se sabe que la mayoría te busca porque eres rico —Pedro encogió los hombros—. Al final acabas preguntándote si te ven a tí o si sólo ven tu cartera.

—No habíapensadoen eso.  Debe de ser desagradable   —contestó ella,  compasiva.

—Lo  era, hasta  que  llegaste  tú  y  me  dí  cuenta  de  que  mi  riqueza  te  molestaba  más que agradarte. Como es natural, eso me intrigó —le dijo él.

—He conocido a muchos hombres ricos y no tardé en darme cuenta de que no es  indicativo  de  decencia  —afirmó  Paula,  pensando  en  el  mundo  de  ricos  y  famosos  en el que había habitado.

—¿Y dónde conociste a esas hordas de hombres ricos? —preguntó él.


Paula bajó la vista y se apartó de él para recoger el bolso que había en la mesita de café.

—En otra vida —contestó, incómoda. No quería hablar de eso. Se volvió hacia Pedro y le sonrió—. ¿Nos vamos? No quiero llegar tarde.

 Pedro se quedó inmóvil, estudiando su rostro.

—Un día me lo contarás —dijo con voz suave.

 A ella le dió un bote el corazón; hacía bastante que él no hacía referencia a sus demonios.

—No  hay nada que contar  y,  si lo  hubiera,  no  sería  asunto  tuyo  —le  dijo,  tajante.

—Tengo la esperanza de que un día confíes en mí lo suficiente para que dejes que sea asunto mío —se hizo a un lado para dejarla salir.

—¿Por qué iba a hacer eso? —Paula arrugó la frente y observó cómo cerraba la puerta.

—Cariño,  la  respuesta  será  obvia  cuando  llegue  el  momento  —dijo  él  con  voz  ligera.

A ella eso no le aclaró nada. Seguía  dándole  vueltas  al  críptico  comentario  cuando  salieron  del  edificio.  Había un taxi esperándolos. Paula volvió a pensar en lo que ocurriría cuando llegaran al  club.  Sintió  mariposas  en  el  estómago.  Todos  los  ojos  estarían  en  ella,  por  llegar  con Pedro, y ya no estaba acostumbrada a ser el centro de atención. No le apetecía lo más mínimo. Sin embargo,  cuando entró al  club del  brazo de  él,  se sintió    sorprendentemente  tranquila.  Algunas  personas  los  miraron,  puede  que  incluso  lo reconocieran, pero duró sólo un momento. Pedro miró a su alrededor y puso la mano libre sobre la de ella.

—¿Estás bien? —preguntó, ella sonrió.

—Sí, ¡Sí que lo estoy! —exclamó ella.

Desafío: Capítulo 30

Las  semanas   siguientes   fueron   mágicas   para   Paula,   que no se   permitía   cuestionarse  lo  que  hacía,  simplemente  vivía  el  momento.  Cuando  su  conciencia  intentaba  alzar  la  cabeza,  la  aplastaba,  haciendo  oídos  sordos.  Pero,  a  pesar  de  que  disfrutaba con la relación, no podía evitar la sensación de que vivía en un castillo de naipes que pronto se desmoronaría a su alrededor. Había supuesto que Pedro querría cenar fuera todas las noches y ser visto en los lugares  más  elegantes,  pero  se  equivocó  de  plano.  A  veces  cenaban  fuera,  pero  lo  habitual  era  que  cenaran  en  casa,  en  la  suya  o  en  la  de  él,  disfrutando  a  solas.  Los  fines  de  semanas  salían  al  campo,  a  encantadores  hoteles  rurales  desde  donde  emprendían largos y deliciosos paseos. A veces tenía la sensación de estar soñando, porque lo pasaba demasiado bien. Sin embargo, con Pedro era imposible evitarlo. Con él se relajaba. Era fantástico poder ser ella misma. Sin embargo, a veces, cuando se miraba al espejo, sentía asco de sí misma. Esas noches dormía fatal y se despertaba sabiendo que había tenido pesadillas. Le costaba un gran esfuerzo simular que no había ocurrido nada. Jonas nunca hacía preguntas, pero era obvio que lo sabía. Esperaba que ella diera el primer paso, pero no lo hacía. Con  el  tiempo  quedaba  olvidado,  hasta  la  siguiente  vez.  Lo  que  preocupaba  a  Aimi  era que los malos sueños aumentaban en frecuencia. En ese momento, con la cabeza apoyada en el hombro de Jonas, no pensaba en eso.  Hacía  calor,  pero  las  elevadas  temperaturas  de  semanas  antes  habían  llegado  a  su  fin,  tras  una  serie  de  espectaculares  tormentas  de  verano.  Estaban  en  la  cama  de  Jonas y, por la ventana, veía a los pájaros volar de árbol en árbol. Oyó  un  suspiro  y  volvió  la  cabeza.  Sus  ojos  verdes  se  encontraron  con  unos  azules y somnolientos.

—Buenos días —adoraba verlo adormilado.

—¿Qué hora es? —preguntó Pedro, pasándose una mano por el pelo.

—Las nueve y media —contestó ella.

—¿Tan tarde? ¿Por qué no me has despertado?

 Ella movió la cabeza.

—Me gusta verte dormir —confesó.

—¿Ah,   sí?   ¿Y ocurre a  menudo?   —preguntó  él,   moviéndose   para   poder   acariciar su cadera.

—De vez en cuando —admitió ella, estremeciéndose bajo su mano.

—Pues la próxima vez, despiértame. Así los dos disfrutaremos del momento —sugirió él.

Después, capturó sus labios con un beso largo y sensual. Una  cosa  llevó  a  otra  y  pasó  un  buen  rato  antes  de  que  pudieran  volver  a  pensar  de  forma  racional.  Compartieron  el  cuarto  de  baño,  Puala se  duchó  mientras  Jonas se afeitaba. Ella estaba aclarándose cuando le pareció oírle decir algo. Cerró el grifo y abrió la mampara un poco. —

¿Has dicho algo?

—Luciana me  llamó  ayer  para  invitarnos  a  cenar  —contestó  él,  mirándola  en  el  espejo—.  Iba  a  decírtelo  anoche,  pero  me  distrajiste  —añadió,  con  una  sonrisita  traviesa.

—¿Has dicho «invitarnos»? —repitió ella, envolviéndose en una toalla.

 —¿Te  parece  mal?  —Pedro enarcó  las  cejas  al  oír  el  tono  de  su  voz—.  Por  lo  visto  te  llamó  a  casa  y,  al  no  encontrarte,  llamó  a  Fede.  Él  le  dijo  que  hablara  conmigo.

—Oh, no —a Paula se le encogió el corazón—. ¿Por qué tuvo que decirle eso?

—¿Por qué  no iba  a  hacerlo?  —Pedro bajó  la  mano  con  la  que  se  afeitaba  y  la  miró.

—Porque Luciana no es tonta. ¡Supondrá que tú y yo nos vemos! —exclamó Paula con  frustración,  sin  captar  la  extraña  mirada  de  Pedro. 

Ella  había  pretendido  ocultar  su aventura al resto de la familia. Si se hacía pública adquiriría un toque de realidad que no podría ignorar.

—¿Te  avergüenza estar conmigo,  Paula?  —preguntó  él  con   voz   fría. 

 Ella   comprendió cómo debía sentirse por su comentario.

—¡No!  ¡No  es  eso!  —clamó,  acercándose  y  tocando  su  brazo.  No  sabía  cómo  explicarle que había iniciado esa relación arriesgando algo muy personal. Había roto su promesa a Sofía para estar con él—. Sólo quería que fuera nuestro secreto.

 —Pues Fede lo sabe, y eso no te ha sorprendido —la miró dubitativo—, así que supongo que se lo has dicho.

—No se lo dije, lo adivinó —suspiró ella—. Me advirtió que no me involucrara contigo desde el primer día y lo descubrió cuando me enviaste la rosa e intenté darle largas —explicó Paula.

—Pues  has  acertado  respecto  a  Luciana—Pedro dejó  de  afeitarse  y  la  rodeó  con  los  brazos—;  deber  tener  claro  lo  que  hay.  Así  que  tienes  dos  opciones:  o  te  quedas  en casa reconcomiéndote o te enfrentas a ella. ¿Cuál vas a elegir?

Si Luciana sabía la verdad, ocultar la aventura ya no tenía ningún sentido. El daño estaba hecho.

—¿A qué hora? ¿Tengo que ir elegante? —fue su respuesta.

La sonrisa traviesa de Jonas reapareció por arte de magia.

—El sábado, a las ocho y media. No conozco el local pero, tal y como es Luciana, será caro y con pista de baile. Un vestido elegante es de rigor.

Paula le sonrió, se puso de puntillas y le besó la nariz.

Desafío: Capítulo 29

Paula imaginaba lo que podía haber en la caja, así que levantó la tapa sonriendo. Sobre un lecho de papel de seda blanco había una rosa casi roja. Era tan perfecta que se le  humedecieron  los  ojos.  Alzó  la  rosa  e  inhaló  su  cremoso  e  intenso  perfume.  Entonces vió la tarjeta. Se le paró el corazón un instante al leer el sencillo mensaje, con caligrafía masculina.

"Echo de menos no estar contigo. Jonas".

Se  le  cerró  la  garganta,  ella  también  lo  echaba  de  menos.  La  rosa  hizo  que  se  sintiera  mejor;  fue  a  la  cocina  a  buscar  un  jarrón.  Luego  la  colocó  en  el  escritorio,  de  modo  que  la  brisa  que  entraba  por  la  ventana  le  llevara  su  aroma.  Quince  minutos  después,  cuando  volvía  a  estar  concentrada  en  su  trabajo,  sonó  el  teléfono.

—¿Me has echado de menos? —preguntó Pedro.

—Sí —le contestó con sinceridad. Como siempre la voz de él le había provocado un cosquilleo—. Gracias por la rosa. Es una preciosidad.

—La florista me dijo que era de la variedad Amy, así que supe que era perfecta para tí.

—Huele de maravilla —dijo Paula, sonriente.

—Como tú —replicó Pedro.

—No hace falta que me piropees, ¿Sabes? —Paula movió la cabeza, aunque él no la veía.

—Lo sé.  Pero me gusta  hacerlo.  Creo  que  no  has  recibido  suficientes  piropos  últimamente.

—¿Por qué lo dices? —Paula frunció el ceño.

—Porque te  incomoda  recibirlos.    Sin  embargo, haré que eso cambie piropeándote a diestro y siniestro, arriba y abajo —bromeó él.

—¡No seas bobo!  —protestó Paula,  sintiéndose  rara—.  No he hecho nada  para  merecerlo.

—Cariño,  existes  y  eres  bellísima  —le  confió  Pedro con  voz  grave  e  íntima—.  Tienes buena cabeza y buen corazón, todo eso es merecedor de halagos. Y merece... —de detuvo un segundo— mucho más.

Paula no  supo  qué  había  estado  a  punto  de  decir,  sólo  que  había  callado.  Sin  embargo,  lo  dicho  era  más  que  suficiente  para  un  espíritu  que  se  había  sentido  golpeado durante años.

—¿Para eso has llamado? ¿Para halagarme?

 —En  parte.  La  otra  razón  era  para  informarte  de  que  he  reservado  una  mesa  para  esta  noche.  Espera  un  segundo  —siguió  un  breve  silencio—.  Disculpa,  pero  tengo una llamada importante en la otra línea. Te recogeré a las siete, si te viene bien.

—Muy  bien  —confirmó  ella—.  Hasta  luego,  pedro—él  colgó  y  ella  hizo  lo  propio, con la mente hecha un torbellino.

Sería  muy  fácil  enamorarse  de  un  hombre  como  Pedro,  pero  no  iba  a  hacerlo.  Era demasiado sensata para confundir una poderosa atracción sexual con amor. Pero, habiendo llegado a ese punto, disfrutaría lo que tenían mientras durase. Por primera vez en mucho tiempo, Paula se saltó la comida para ir de compras. No pensaba ir a cenar con ropa de trabajo, por elegante que fuese. Afortunadamente había buenas tiendas cerca de casa de Federico y no le costó encontrar lo que buscaba. De hecho,  le  costó  tanto  elegir  que  compró  varias  prendas  y  volvió  a  la  casa  con  una  sensación burbujeante en el estómago. Federico regresó del hospital a media tarde y lo primero que notó, cuando entró al despacho, fue la rosa que adornaba el escritorio. —Veo que tienes un admirador —la pinchó. Paula se sonrojó. Federico había dejado muy claro que no quería que se involucrara con su hermano, y eso la ponía en una situación difícil.

—No es nada  —murmuró,  esperando  que  cambiara  de  tema,  pero  Federico estaba  intrigado.

—¿Quién es? ¿Alguien a quién conozca?

 Las mejillas de Paula subieron de tono; fue incapaz de mirarlo a los ojos.

—¡Oh, no! Yo..., creo que no.

La sonrisa de Federico se borró por completo al estudiar el intenso rubor de su rostro.

—Pau,  ¡No  puedes  haber  picado  con  Pepe!  —exclamó,  incrédulo—.  Es  él,  ¿Verdad?  ¡Después  de  todo  lo  que  te  dije!  —se  alejó  unos  pasos  y  luego  se  volvió  bruscamente—.  Lo  ví  venir.  Ví  cómo  te  miraba,  pero  pensé  que  tenías  más  sentido  común. ¡Podría matarlo!

—Ya no soy una niña, Fede—Paula se levantó, asombrada al verlo tan molesto por  lo  que  creía  que  había  hecho  su  hermano—.  Pedro no  hizo  nada  que  yo  no  deseara. Elegí con libertad.

—¿No lo ves, Pau? —se mesó el cabello, impotente—. Se le da muy bien hacer que  una  mujer  crea  que  ha  elegido.  ¡Pensé  que  al  menos  contigo  se  controlaría!  Cuando lo vea...

—No  harás  nada  —afirmó  Paula,  tajante—.  Gracias  por  preocuparte  por  mí,  Fede,  pero  esto  no  tiene  nada  que  ver  contigo.  Elegí  tener  una  relación  con  Pedro,  y  no me arrepiento. Por favor, no te enfades con él.

 —No quiero verte sufrir —suspiró Federico.

—No lo verás —esbozó una sonrisa destinada a tranquilizarlo—. Tengo los ojos muy abiertos.

—De acuerdo —aceptó él, nada convencido—. Como dices, es asunto tuyo. Pero prométeme que tendrás cuidado.

—Lo  tendré  —afirmó  Paula,  aliviada  al  ver  que  se  calmaba—.  Siento  haberte  decepcionado.

—No  es  el  caso  —dijo  Federico,  contrito—.  Soy  demasiado  protector  contigo,  lo  admito. El mundo de afuera es grande, y no siempre es seguro.

Ella se preguntó qué pensaría si supiera cuánto había vivido ella de ese mundo y  de  sus  inseguridades.  Pedro,  por  poco  que  estuviese  en  su  vida,  hacía  que  se  sintiera segura y salvo. Era  extraño,  teniendo en  cuenta  su  reputación, pero  confiaba en  él    instintivamente. Cuando tuviera tiempo, intentaría analizar el porqué.

viernes, 16 de marzo de 2018

Desafío: Capítulo 28

—Algunos  demonios  son  más  difíciles  de  dominar  que  otros.  Hay  cosas  imperdonables —dijo con voz queda, hablando desde el corazón.

—Cierto.  Pero  no  somos  quiénes  para  perdonar  en  ciertos  casos.  Compete  a  seres superiores. ¿Quieres hablar de ello? —la azuzó con cariño.

Ella supo que había dicho demasiado.

—No hay nada de  que hablar  —movió  la  cabeza  negativamente  y  liberó  su  mano.

 —Pau... —empezó Pedro.

Calló al ver la fiereza de su mirada.

—¡No!  —clamó,  autoritaria—.  De  vez  en  cuando  tengo  pesadillas.  No  tienen  por qué preocuparte. Deja el tema, por favor.

Él  dió  la  impresión  de  que  querer  discutir  pero,  finalmente,  se  encogió  de  hombros con fatalismo.

—Muy bien —aceptó—. Pero recuerda que si quieres hablar de algo, estoy aquí para escucharte.

Paula tomó  aire;  había  estado  a  punto  de  perder  la  calma.  Aunque  no  había  revelado  nada,  Pedro había  captado  que  tenía  secretos.  Tendría  más  cuidado  en  el  futuro.

—Gracias por el ofrecimiento, pero dudo que vaya a hacer uso de él.

—Seguirá en pie, en cualquier caso —dijo Pedro.

Cambiaron  de  tema,  y  Paula consiguió  relajarse  mientras  él  hablaba  de  su  reunión en clave de humor. Sin embargo, poco a poco el cansancio la dominó.

—Disculpa —dijo, tras el tercer bostezo.

 Pedro soltó una carcajada.

—Será mejor que me vaya, así podrás acostarte —dijo, poniéndose en pie.

—¿Te  vas?  —preguntó  ella,  atónita. 

Había  supuesto  que  querría  quedarse  a  dormir.

 —Sé  lo  que  estás  pensando,  pero  vine  a  cenar  contigo.  Mi  intención  no  era  acabar  en  la  cama  —la  miró  a  los  ojos—.  No  me  malinterpretes.  Me  encantaría  hacerlo, pero quiero demostrarte que esta relación no se limita al sexo.

—¿Qué es, entonces? —Paula sentía que el corazón botaba en su pecho.

Pedro la rodeó con los brazos y la besó profundamente. Ella vió la pasión en sus ojos.

—Se trata de que nos conozcamos. Ya sé lo que hace que tu cuerpo reaccione al mío, y el mío al tuyo. Ahora quiero saber qué te motiva.

—¿Por qué?

—El  por  qué  llegará  después  —dijo  él,  soltándola—.  Ahora,  acompáñame  a  la  puerta —le ofreció la mano y ella obedeció—. Gracias por la cena. Estaba deliciosa.

—¿Estás  seguro  de  que  no  puedo  tentarte  para  que  te  quedes?  —preguntó  Paula, sonriéndole.

—Cielo,  podrías  tentarme  para  que  hiciera  cualquier  cosa  —gruñó  Pedro,  cerrando los ojos—. Pero me prometí que haría esto. Buenas noches, Pau. Te llamaré mañana.

Paula contempló cómo salía e iba hacia la escalera. Él alzó la mano en despedida y se marchó. Ella cerró la puerta y reflexionó sobre el inesperado fin de la velada. La había impactado que Pedro le dijera que había gritado en sueños. Y también que  no  hubiera  insistido  en  el  tema.  Sabía  que  él  pretendía  ayudarla,  pero  no  podía  hablar del pasado porque no quería rememorarlo. Si lo hacía no podría aferrarse a la felicidad que sentía. No había esperado que la velada acabara así, pero se sentía muy complacida. Y eso importaba mucho. Era como si él la entendiera mejor que ella misma. Volvió al comedor y empezó a recoger la mesa. En vez de llenar el lavavajillas, decidió entregarse a la labor de fregar y secar los cacharros. Le pareció relajante. Cuando  acabó,  ya  tarde,  se  fue a la  cama.  Se  puso  el  camisón  y  se  abrazó  a  la  almohada. Cerró los ojos y deseó soñar con Pedro, sin pesadillas.

Al  día  siguiente, se  aseguró  de  recogerse  el  pelo  antes  de  ir  a  trabajar.  Fede tenía  una  operación  y  estaría  en  el  hospital,  así  que  Paula entró  en  la  casa  y  se  sentó ante el escritorio con intención de clasificar montones de papeles. Sin embargo, muy pronto su mente divagó hacia Pedro. La noche anterior había sido diferente, y no sabía cómo interpretarla. Se puso en pie y fue a la ventana, para mirar el jardín. El   hombre   era   un   misterio;   no   era   el   donjuán   que   había   creído.   Había   apaciguado sus pesadillas sin que ella se diera cuenta, sin despertarla. Y después se había quedado. Muchos hombres habrían huido tras enfrentarse a, como él decía, sus  demonios.  Sin  embargo,  había  ofrecido  ayudarla,  si  podía.  Además,  había  dicho  que  quería  conocerla  mejor.  No  sabía  por  qué,  ni  tampoco  por  qué  eso  la  reconfortaba. Suspiró y volvió al escritorio. Tenía más preguntas que respuestas y poco tiempo para darles vueltas. Acababa de sentarse cuando sonó el timbre de la puerta. Oyó  al  ama  de  llaves  de  Federico abrir;  poco  después,  la  mujer  entró  al  despacho,  tras  unos discretos golpecitos en la puerta.

—Acaban  de  traer  esto  para  tí,  Paula—declaró  con  una  sonrisa,  ofreciéndole  una caja alargada.

—¿Para mí? —Paula la aceptó con sorpresa.

—Lleva  tu  nombre  —contestó  la  mujer  con  una  risita. 

Salió  del  despacho,  cerrando la puerta.

Desafío: Capítulo 27

Pedro, inconsciente del tumulto que había desatado en ella, sonrió y se sentó.

—Dicen que todos tenemos un doble en alguna parte.

—Creo  que  una  como  yo  es  más  que  suficiente  —respondió  ella,  sintiendo  un  escalofrío.

—¿Siempre has llevado el pelo recogido? —se interesó Pedro.

Paula gruñó para sí.

—Cuando era más  joven  lo  llevaba  suelto  —admitió,  intentando  mantenerse  serena  a  pesar  de  los  recuerdos.  Comprendió  que  si  daba  medias  respuestas  él  empezaría  a  preguntarse  por  qué.  Tenía  que  decirle  la  verdad,  al  menos  en  parte—.  Empecé a recogérmelo en la universidad.

—¡Yo  habría  pensado  que  ése  era  el  momento  de  soltarse  el  pelo!  —bromeó  Pedro. 

Paula sonrió,  pero  se  sentía  helada  por  dentro.  Cuando  llegó  a  la  universidad  ya se lo había soltado demasiado.

—Supongo  —se  encogió  de  hombros—,  pero  me  tomaba  mis  estudios  muy  en  serio.  Necesitaba  trabajar  duro.  No  quería  distracciones  —no  dijo  que  se  había  enterrado en el trabajo para conseguir sobrevivir.

—Te refieres a distracciones masculinas —Pedro apoyó la barbilla en la mano y examinó su rostro—. Muchos hombres se interesarían por tí.

—Sí,  bueno,  yo  no  estaba  interesada  —Paula removió  su  café—.  Sólo quería  trabajar —quería olvidar, pero no había sido posible.

—Así  que  empezaste  a  hacerte  moño  —musitó  él.  Arrugó  la  frente—.  Tal  y  como yo lo veo, eso no funcionaría. Llevabas el pelo recogido cuando te conocí y eso no me paró los pies —comentó con una sonrisa.

—También llevaba gafas —admitió ella.

—¿Necesitas gafas?

—No,  pero  es verdad  lo  que  dicen.  Los  hombres  no  coquetean  con  las  mujeres  que  llevan  gafas  —la  habían  dejado  en  paz  y  ella  se  había  concentrado  en  sus  estudios.

—También podías haberte divertido —apunto Pedro.

 Ella lo miró con fijeza.

—Ya  te  he  dicho  que  estaba  allí  para  estudiar.  Además,  había  hecho  una  promesa  a  alguien,  y  no  estaba  dispuesta  a  olvidarla  —añadió  con  solemnidad.  Después,  sintiendo  el  peso  de  esa  promesa,  intentó  aligerar  el  tono—.  Las  rubias  tienen sus problemas, ya lo sabes. Si no nos consideran tontas...

—Se ven  como objeto  sexual  —concluyó  Pedro—.  Entiendo  tu  postura.  Las  mujeres bellas a veces tienen problemas para que las tomen en serio.

—Yo no soy bella —arguyó Paula, negándose a que la encasillara.

Pudo haberlo pensado  en  la  vanidad  de  su  juventud,  pero  esa  Aimi  había  desaparecido  hacía  mucho.

 —Para mí lo eres, incluso con el pelo recogido.

Paula sonrió,  tal  y  como  se  esperaba  de  ella.  Luego  movió  la  cabeza  de  lado  a  lado.

—Puede que no quiera que me consideren bella.

—La belleza la deciden los ojos de quien mira —rió suavemente—. En cuanto te ví,  llegaste  a  partes  de mí  que  había  olvidado existían.  Aunque  te vistieras  con  un  saco, la reacción sería la misma.

Ella  suspiró;  sus  palabras  le  llegaban  al  corazón.  Era  un  buen  hombre,  en  un  mundo  en  el  que  era  difícil  encontrar  uno.  Ocurriera  lo  que  ocurriera,  no  se  arrepentiría de haberlo conocido.

—No hace falta que digas esas cosas. Me alegro de estar aquí contigo —le dijo.

Una  vez  hecha  la  elección,  viviría  con  ella,  fuera  cual  fuera  el  resultado.  Pero  no  se  atrevía a analizar lo que estaba viviendo, por miedo.

—Sólo  digo  la  verdad,  Pau—Pedro estiró el brazo por encima de la mesa y agarró su mano—. No hay intenciones ulteriores. Excepto que quiero convencerte de que puedes confiar en mí.

—¿Confiar en tí? Ya lo hago —arrugó la frente.

Si no confiara en él no estarían allí juntos. Él suspiró y atrapó su mano entre las suyas.

—Intento  decirte  que  también  puedes  confiarme  tus  demonios,  ésos que te devoran por dentro.

—¿Mis demonios? —sus   nervios  empezaron  a  bailotear,   alarmados.  Se  preguntó qué sabía él—. ¿Por qué dices eso?

—Porque anoche gemiste y murmuraste en sueños —le dijo él.

—¡Eso  es  ridículo!  —protestó  ella,  con  un  nudo  en  la  garganta. 

Sabía  que  era  muy  posible,  había  ocurrido  con  frecuencia  en  el  pasado.  Por  lo  visto,  las  pesadillas  habían vuelto.

—¿Lo es? —Pedro enarcó las cejas. Aferró su mano para impedir que se soltara—. No me lo pareció, mientras te calmaba hasta que te volviste a dormir.

—Siento haberte molestado —se disculpó ella, asombrada de no recordar nada de eso.

—No me molestaste. Me preocupé por tí. Parecías muy infeliz —sus sollozos le habían helado el corazón—. Sé cuánto dolor pueden causar los demonios internos.

—¿Tú? —la confesión la sorprendió.

—Yo  —afirmó  él  con  una  mueca  irónica—.  Una  vez  le  dí  a  un  hombre  mi  palabra  de  que  salvaría  la  empresa  que  era  su  orgullo  y  su  vida.  Pensé  que  podría  hacerlo,  por  desgracia  no  fue  así.  Tuve  pesadillas  durante  mucho  tiempo;  al  final  apacigüé a los demonios ayudando a otros.

 Ella  lo  miró  a  los  ojos,  y  luego  miró  sus  manos  unidas,  emocionada  por  sus  palabras.

Desafío: Capítulo 26

Paula llegó  a  casa  excitada,  pero  también  nerviosa.  Hacía  mucho  que  no  cocinaba  para  nadie  y  no  tenía  ni  idea  de  qué  le  gustaba  a  Pedro.  Decidió  que  hacía  demasiado  calor  para  comer  algo  pesado  y  optó  por  un  arroz  con  verduras,  buen  vino y pan fresco. Era un plato fácil de hacer, una suerte, dado su nerviosismo. Preparó todos los ingredientes  y  luego  se  dio  un  baño  y  se  lavó  el  pelo.  Tras  secarse,  se  puso  ropa  interior de seda, color borgoña, y fue a examinar el armario. No  había  en  él  nada  que  pudiera  inspirarla.  Ni  siquiera  tenía  un  vestido  elegante. Toda  su  ropa  de  trabajo  era  funcional,  diseñada  para  decir  al  mundo  que  era  seria y eficaz; el resto era demasiado informal  para  cenar.  Tendría  que  haber  ido  de  compras, pero ya era demasiado tarde. Al final se decidió por unos pantalones grises y una blusa de seda color crema, sin mangas. Al mirarse al espejo lamentó, por primera vez, no tener nada más femenino que ponerse. Su lencería era muy sensual porque, en teoría, nadie la vería nunca. Suspiró y   se   recogió   el   pelo.   Podría   habérselo   dejado   suelto,   pero   le   resultaba   difícil   abandonar todos sus viejos hábitos a la vez. Quizá algún día, pero aún no. Volvió  al  comedor  y  puso  la  mesa  con  su  mejor  mantelería  y  vajilla  de  porcelana.  Le  gustaban  las  cosas  de  calidad  y  las  copas  de  cristal  que  sacó  del  armario  eran  elegantes  y  bellas.  Satisfecha  con  la  mesa,  fue  a  la  cocina,  se  puso  un  delantal y empezó a preparar la tarta de queso que serviría de postre. El timbre de la puerta sonó quince minutos después. Miró el reloj; sólo eran las siete  y  cuarto.  Demasiado  pronto  para  Jonas,  así  que  supuso  que  sería  su  vecina,  Ruth, que a veces iba a pedirle leche o azúcar. Se limpió las manos en un paño y fue a abrir. La sorprendió ver que sí era Pedro.

—¡Llegas pronto! —exclamó, como una tonta.

Él hizo una mueca.

—Lo sé. He esperado tanto como he podido, pero la necesidad de verte ganó la partida y aquí estoy —confesó con una sonrisa de chico malo.

Paula volvió a sentir un burbujeo interior y no pudo evitar devolverle la sonrisa.

—Ya lo veo.  Será mejor  que  entres  —dió  un  paso  atrás.

  Él  entró  y  cerró  la  puerta a su espalda. Puso la mano en sus hombros y la atrajo. Inclinó  la  cabeza y  la besó,  larga  y  deliberadamente.  Paula se  deshizo  contra  él  con  un  suspiro  de  placer;  llevaba  todo  el  día  deseando  eso.  Cuando Pedro alzó  la  cabeza de nuevo, lo miró con los ojos nublados y él sonrió.

 —Cuando  me  miras  así,  sólo  deseo  alzarte  en  brazos  y  llevarte  a  la  cama  —confesó él, ronco.

—No puedes.   Estoy  preparando  la  cena  —señaló  ella.

  Él  suspiró  con  resignación.

—Supongo  que  entonces  tendré  que  esperar.  Pero  hay  una  cosa...  —antes  de  que  pudiera  detenerlo,  Pedro le  quitó  las  horquillas  del  moño,  dejándole  el  cabello  suelto—. Así está mejor. Ahora pareces la mujer que se durmió en mis brazos anoche.

 La  sonrisa  de  Paula se  apagó  un  poco.  No  había  estado  preparada  para  que  hiciera  eso.  Se  sentía  incómoda  con  el  súbito  cambio  de  imagen.  Sin  embargo,  la  forma en que la miraba le hizo controlar el impulso de restaurar el orden.

—Me molestará para guisar —protestó sin mucho convencimiento.

—¿Pero te lo dejarás así? —acarició la rubia melena.

—Sí  —aceptó,  sabiendo que  si  no  lo  hacía  él  insistiría  en  saber  por  qué.

  Seguramente  creía  que  era  un  peinado  de  trabajo,  pero  era  más  que  eso.  Aunque  había dado un paso de gigante dejándolo entrar en su vida, aún había muchas cosas de las que no podía hablar.

—Llévame a la cocina y te ayudaré —sonrió él.

—¿Sabes guisar?

—Pronto lo descubriremos.

Resultó  que  Pedro se  manejaba  muy  bien  en  la  cocina.  Se  quitó  la  chaqueta,  la  dejó en una silla y se arremangó la camisa. Divertida, Paula le encargó algunas tareas y charlaron mientras ella terminaba de preparar la tarta de queso. El ambiente doméstico la agradó. Como viejos amigos, llevaron la comida al comedor y se sentaron a cenar disfrutando de la brisa que entraba por la ventana. Ella no  recordaba  la  última  vez  que  se  había  sentido  tan  relajada;  según  avanzó  la  velada,  bajó  la  guardia  hasta  que  casi  desapareció.  Estaba  casi  eufórica,  como  si  se  hubiera  quitado  un  enorme  peso  de  encima.  Sabía  que  era  feliz  y  le  gustaba  la  sensación. Jonas insistió en preparar el café y cuando volvió, ella alzó la cabeza sonriente y echó el pelo hacia atrás. Él se quedó inmóvil, mirándola.

 —Haz eso otra vez —pidió.

—¿Hacer qué? —preguntó ella, intrigada.

—Echa el pelo hacia atrás,  como  acabas de hacer  —aclaró él. 

Paula arrugó  la  frente.

—¿Por qué? —Porque  me  has  recordado  a  alguien,  y  no se  a quién  —musitó.  Estudió  su  rostro  un  momento  y  movió  la  cabeza—.  No,  no  lo  recuerdo.  ¿Te  han  dicho  alguna vez que te pareces a alguien?

 A Paula se le encogió el estómago. Si le decía que se parecía a su madre, cabía la posibilidad  de  que  recordara  la  noticia  sobre  la  hija  de  la  famosa  actriz,  que  había  saltado a los periódicos internacionales. No quería eso. No quería que preguntara por su pasado ni que supiera el tipo de persona que había sido.

 —No  —negó  con  tanta  serenidad  como  pudo—.  Nadie.  No  creo  ser  una  mujer  que se parezca a ninguna otra —añadió, con una risita inquieta.