Paula no pasó mucho tiempo en el hospital. Por suerte sus lesiones habían sido mínimas, un milagro, dadas las circunstancias. Pedro no había vuelto a visitarla y ella lo había agradecido porque no quería discutir con él. Había perdido su rumbo unas semanas, pero lo había recuperado. Le permitieron volver a casa, pero no al trabajo. Federico se había preocupado mucho por su accidente y había insistido en que alargara la baja cuanto considerase necesario. Ella lo agradeció pero, en el fondo, se preguntaba si podría seguir trabajando para él. Era el hermano de Pedro y eso crearía complicaciones. Pero decidió no pensar en ello hasta que no fuera imprescindible hacerlo. Su madre, que había retrasado la vuelta al rodaje para estar con ella, sugirió el plan perfecto. Tenía posibilidad de usar una casita en una isla escocesa y le ofreció a Aimi que fuera allí a recuperarse del todo. Para cuando salió del hospital, anhelaba la paz y el silencio de ese retiro. Había tenido pocos pensamientos agradables y, aunque sabía que hacía lo correcto, sus sueños estaban plagados de recuerdos de lo que había compartido con Jonas y de la intuición de lo que podría haber sido. Nunca antes se había sentido tan afectada por una decisión suya; necesitaba tranquilidad para ordenar su mente. El chófer de Alejandra las llevó a la estación y su madre esperó en la plataforma hasta que el tren desapareció de su vista. Entonces se recostó en el asiento, era un viaje largo. Horas después, descubrió que su madre había contratado a alguien para que la llevara de la estación al lago, donde un lugareño la esperaba para llevarla en barco a la isla. El mismo hombre la ayudó a llevar el equipaje a la casita.
—¿Cómo puedo ponerme en contacto con usted si quiero salir de la isla? —le preguntó, antes de que se marchara.
—Por teléfono. El número está en el tablero de la cocina. Disfrute de su estancia —sonrió y se marchó por el camino, volviendo a su barca.
Paula miró a su alrededor y suspiró con alivio. Era un lugar idílico, silencioso excepto por el piar de los pájaros y los distantes balidos de las ovejas. La isla, muy pequeña, estaba llena de árboles y arbustos y la casa rodeada de jardín. Alguien había dedicado mucho esfuerzo y atención al entorno. Era el lugar ideal para olvidar sus problemas. Deshizo el equipaje y descubrió que la casita estaba equipada con todos los utensilios habituales de la vida moderna, aunque no los necesitaría. Quería vivir con sencillez. Dió un paseo por el jardín y descubrió un cobertizo con un generador, por si se iba luz. Volvió a la casita y, hambrienta, se hizo un bocadillo y una taza de té. Después, el cansancio la rindió. Echó el cerrojo, apagó la luz y se fue a la cama. Se durmió en cuanto apoyó la cabeza en la almohada. El día amaneció soleado y a ella se le levantó el ánimo. Después de desayunar decidió explorar un poco. Agarró una manzana por si le entraba hambre y fue a explorar el sur de la isla. Le pareció oír el motor de un barco, pero como no vió ninguno, no volvió a pensar en el tema. Sentada al sol, en una roca, se comió la manzana y observó a los patos. Pero finalmente el hambre la llevó a emprender el regreso. Cuando llegó a la puerta trasera, se detuvo. La había dejado cerrada, pero estaba abierta y captó el belicoso aroma de algo cocinándose. Oyó ruidos de sartenes y cazos. Inquieta porque alguien hubiera irrumpido en la casa, la confundió aún más que ese alguien estuviera cocinando.
—Más vale que entres y te laves, el pescado estará listo enseguida —dijo la voz de Pedro.
La ansiedad dio paso al asombro, se preguntó qué diablos hacía Pedro allí. Entró en la casa y lo vió ante la cocina. Él se volvió y le sonrió. Paula no lo había visto desde que le pidió que se fuera, en el hospital; en ese momento comprendió cuánto lo había echado de menos. Por supuesto, tras pensarlo, se obligó a enterrar ese pensamiento y mantenerse firme.
—¿Cómo has llegado aquí?
—Tengo un barco en el muelle —dijo Pedro—. Alberto se ocupa de cuidarlo, y también pescó todo esto. No hay nada como el pescado fresco tras haber estado al aire libre.
Paula lo miró, incrédula y atónita.
—¿Cómo puedes tener un barco aquí?
—Porque ésta es mi casa. Es mi isla, de hecho. Pon la mesa. Los cubiertos están en ese cajón.
Ella estaba anonadada y era obvio.
—¿Tu casa? Pero yo pensaba... —no acabó. Comprendió que su madre y Pedro lo habían planeado todo—. ¡No me lo puedo creer! ¿Cómo ha podido hacerme esto? —clamó, dolida por la traición de su madre.
—Porque te quiere —Pedro apartó la sartén del fuego y cerró el gas. Sirvió el pescado y las verduras en dos platos y los llevó a la mesa.
—No tenía derecho a interferir. Sé lo que hago —afirmó ella.
Pedro la miró y le apartó una silla para que se sentara.
—¿Lo sabes? Hablaremos de eso después. Entretanto, el pescado se enfría y sería una lástima no tomarlo en su punto. Siéntate y come, Paula.
Ella se sentó porque estaba demasiado anonadada para hacer otra cosa. El pescado olía de maravilla y le rugió el estómago. Empezó a comer. Pedro la contempló un momento y luego se concentró en su plato.
martes, 27 de marzo de 2018
Desafío: Capítulo 39
—¿Qué dijo? —preguntó Alejandra, inquieta.
—Lo que siempre he sabido, que fue culpa mía que Sofía muriese.
—Pero Pau, nadie te culpó.
—Yo me culpé —Paula sonrió, no quería hacer más daño a su madre—. Pero no te preocupes, ahora todo está bien.
—Me alegro, cariño —dijo Alejandra con alivio—. Deja todo eso atrás. Últimamente te pareces más a la que eras; sabía que algo había cambiado. Es Pedro, ¿Verdad? Es un buen hombre, ha estado tan preocupado por tí que se negó a irse a casa.
—¿Está aquí? —Paula se quedó helada.
Ni siquiera se le había ocurrido esa posibilidad. Su cerebro aún no funcionaba con normalidad.
—Claro. Ha ido a traer café. Sentirá un gran alivio al ver que por fin te has despertado.
—Dile que se vaya. No quiero verlo —le ordenó Paula.
Sabía por qué había ido a casa de los padres de Sofía, y el encuentro le había recordado lo que la pasión había borrado de su mente. Pedro, y todo lo que representaba, no eran para ella. No podía tener la felicidad que le había negado a su amiga.
—¿Por qué? —preguntó su madre, confusa—. No lo entiendo. ¿Ha ocurrido algo?
Había ocurrido que Paula no quería seguir viviendo un sueño imposible.
—No nos hemos peleado, ni nada de eso. Pero no quiero verlo. Por favor, dile que se vaya a casa.
—De acuerdo, si es lo que quieres —accedió Alejandra con tristeza.
—Tranquila, Alejandra, Paula pude decírmelo ella misma —declaró Pedro con templanza. Ambas volvieron la cabeza y lo vieron en el umbral, con dos vasos de café en las manos. Los dejó en la mesita—. ¿Puedes dejarnos un momento? —le pidió a Alejandra.
Ella se puso en pie.
—Diez minutos —accedió ella.
Miró de uno a otro y, con un suspiro, salió de la habitación.
Pedro no ocupó la silla, se quedó de pie, con las manos en los bolsillos de los vaqueros.
—Me diste un susto de muerte. Primero me despierto y no estás, después recibo una llamada de tu madre, diciéndome que estás hospitalizada. ¿Cómo se te ocurrió cruzar la calle sin mirar?
Paula lo miró y vóo que parecía cansado y necesitaba afeitarse. Pero endureció su corazón.
—Tenía... muchas cosas en la cabeza. No me dí cuenta. ¿Cuánto tiempo llevabas ahí? ¿Qué has oído?
—Lo suficiente para saber que no quieres verme —dijo él—. ¿Cómo te encuentras?
—Me duele todo —contestó ella con una mueca.
—Eso es porque eres un gran cardenal —dijo él, con calma—. ¿Por qué no quieres verme, Paula? ¿Qué te llevó a salir del piso sin decir palabra?
—Salí porque necesitaba pensar —contestó ella, seca—. Y no quiero verte porque no tendría sentido. Nuestra relación no tiene futuro, así que lo mejor es ponerle fin.
—¿Cómo que no tiene futuro? —estrechó los ojos—. ¡Anoche dijiste que me querías! —protestó Jonas con incredulidad.
—Te mentí —Paula tragó saliva.
Él la miró con paciencia, intentando entender qué ocurría.
—¿Mentiste? —movió la cabeza y se pasó la mano por el pelo—. No, cielo. No lo creo. Es ahora cuando mientes.
—¿Por qué iba a hacer eso?
—No lo sé, ¡Pero pienso descubrirlo! —ladró él. —
Estoy cansada —Paula miró hacia la pared—. Quiero que te vayas. Por favor, no vuelvas —dijo. No podía verlo, pero oyó cómo tomaba aire.
—De acuerdo, me voy, pero esto no se ha terminado. No te dejaré sin más, Paula—prometió.
—Deberías —Paula cerró los ojos—. Aquí no hay nada para tí. No puedo darte lo que quieres.
—Entonces estoy condenado, cielo, porque tal y como yo lo veo, eres la única que puede —contestó él.
Después salió de la habitación. Paula sabía que había hecho lo correcto, pero no había creído que pudiera dolerle tanto. Era como si alguien le hubiera arrancado el corazón y lo hubiera rasgado en tiras.
Por suerte, su madre volvió y fue a sentarse a su lado. La miró con preocupación.
—He visto a Pedro. No parecía contento. ¿Por qué le has dicho que se fuera, Pau? Ese hombre te quiere, es obvio. Y tú lo quieres a él. ¿Por qué haces esto?
Paula suspiró con tristeza.
—Porque había olvidado una promesa que hice, ahora la he recordado y todo irá bien —agitó las pestañas y suspiró—. Estoy cansada. Creo que necesito dormir.
Alejandra se recostó en la silla y se estremeció como si alguien hubiera andado sobre su tumba. Temía saber a qué se refería su hija, y eso la horrorizaba. Había sentido júbilo la noche anterior, al verla radiante y feliz; haría cuanto pudiera para que eso no se perdiera. Tenía llamadas que hacer y gente a la que ver. Iba a luchar por su hija como nunca antes.
—Lo que siempre he sabido, que fue culpa mía que Sofía muriese.
—Pero Pau, nadie te culpó.
—Yo me culpé —Paula sonrió, no quería hacer más daño a su madre—. Pero no te preocupes, ahora todo está bien.
—Me alegro, cariño —dijo Alejandra con alivio—. Deja todo eso atrás. Últimamente te pareces más a la que eras; sabía que algo había cambiado. Es Pedro, ¿Verdad? Es un buen hombre, ha estado tan preocupado por tí que se negó a irse a casa.
—¿Está aquí? —Paula se quedó helada.
Ni siquiera se le había ocurrido esa posibilidad. Su cerebro aún no funcionaba con normalidad.
—Claro. Ha ido a traer café. Sentirá un gran alivio al ver que por fin te has despertado.
—Dile que se vaya. No quiero verlo —le ordenó Paula.
Sabía por qué había ido a casa de los padres de Sofía, y el encuentro le había recordado lo que la pasión había borrado de su mente. Pedro, y todo lo que representaba, no eran para ella. No podía tener la felicidad que le había negado a su amiga.
—¿Por qué? —preguntó su madre, confusa—. No lo entiendo. ¿Ha ocurrido algo?
Había ocurrido que Paula no quería seguir viviendo un sueño imposible.
—No nos hemos peleado, ni nada de eso. Pero no quiero verlo. Por favor, dile que se vaya a casa.
—De acuerdo, si es lo que quieres —accedió Alejandra con tristeza.
—Tranquila, Alejandra, Paula pude decírmelo ella misma —declaró Pedro con templanza. Ambas volvieron la cabeza y lo vieron en el umbral, con dos vasos de café en las manos. Los dejó en la mesita—. ¿Puedes dejarnos un momento? —le pidió a Alejandra.
Ella se puso en pie.
—Diez minutos —accedió ella.
Miró de uno a otro y, con un suspiro, salió de la habitación.
Pedro no ocupó la silla, se quedó de pie, con las manos en los bolsillos de los vaqueros.
—Me diste un susto de muerte. Primero me despierto y no estás, después recibo una llamada de tu madre, diciéndome que estás hospitalizada. ¿Cómo se te ocurrió cruzar la calle sin mirar?
Paula lo miró y vóo que parecía cansado y necesitaba afeitarse. Pero endureció su corazón.
—Tenía... muchas cosas en la cabeza. No me dí cuenta. ¿Cuánto tiempo llevabas ahí? ¿Qué has oído?
—Lo suficiente para saber que no quieres verme —dijo él—. ¿Cómo te encuentras?
—Me duele todo —contestó ella con una mueca.
—Eso es porque eres un gran cardenal —dijo él, con calma—. ¿Por qué no quieres verme, Paula? ¿Qué te llevó a salir del piso sin decir palabra?
—Salí porque necesitaba pensar —contestó ella, seca—. Y no quiero verte porque no tendría sentido. Nuestra relación no tiene futuro, así que lo mejor es ponerle fin.
—¿Cómo que no tiene futuro? —estrechó los ojos—. ¡Anoche dijiste que me querías! —protestó Jonas con incredulidad.
—Te mentí —Paula tragó saliva.
Él la miró con paciencia, intentando entender qué ocurría.
—¿Mentiste? —movió la cabeza y se pasó la mano por el pelo—. No, cielo. No lo creo. Es ahora cuando mientes.
—¿Por qué iba a hacer eso?
—No lo sé, ¡Pero pienso descubrirlo! —ladró él. —
Estoy cansada —Paula miró hacia la pared—. Quiero que te vayas. Por favor, no vuelvas —dijo. No podía verlo, pero oyó cómo tomaba aire.
—De acuerdo, me voy, pero esto no se ha terminado. No te dejaré sin más, Paula—prometió.
—Deberías —Paula cerró los ojos—. Aquí no hay nada para tí. No puedo darte lo que quieres.
—Entonces estoy condenado, cielo, porque tal y como yo lo veo, eres la única que puede —contestó él.
Después salió de la habitación. Paula sabía que había hecho lo correcto, pero no había creído que pudiera dolerle tanto. Era como si alguien le hubiera arrancado el corazón y lo hubiera rasgado en tiras.
Por suerte, su madre volvió y fue a sentarse a su lado. La miró con preocupación.
—He visto a Pedro. No parecía contento. ¿Por qué le has dicho que se fuera, Pau? Ese hombre te quiere, es obvio. Y tú lo quieres a él. ¿Por qué haces esto?
Paula suspiró con tristeza.
—Porque había olvidado una promesa que hice, ahora la he recordado y todo irá bien —agitó las pestañas y suspiró—. Estoy cansada. Creo que necesito dormir.
Alejandra se recostó en la silla y se estremeció como si alguien hubiera andado sobre su tumba. Temía saber a qué se refería su hija, y eso la horrorizaba. Había sentido júbilo la noche anterior, al verla radiante y feliz; haría cuanto pudiera para que eso no se perdiera. Tenía llamadas que hacer y gente a la que ver. Iba a luchar por su hija como nunca antes.
Desafío: Capítulo 38
Perdida en un laberinto de acusaciones, Paula era inconsciente de lo que la rodeaba. Siguió caminando y ni siquiera el claxon de un coche logró sacarla de su ensimismamiento. Apenas notó el dolor del golpe del coche que había intentado evitarla sin éxito, lanzándola por los aires. Oyó un grito a través de la niebla, segundos después la envolvió la oscuridad. Parecía caminar entre neblina. Sabía que buscaba algo, pero no conseguía alcanzarlo. Gimió y una mano agarró la suya. Era fuerte, pero suave. La confortó y se relajó, dejando que la oscuridad se la tragara de nuevo. La siguiente vez que Paula se movió, la niebla se disipó y abrió los ojos al mundo real. Era de noche. No sabía dónde estaba ni por qué, y cuando intentó alzar el brazo sintió un intenso dolor en la muñeca y desistió. Alarmada, intentó mover la cabeza, pero eso le provocó intenso dolor. Comprendiendo que debía estar herida, probó sus miembros uno a uno.Descubrió que podía mover las piernas y el brazo derecho, pero no sin dolor. Intentó incorporarse y todo su cuerpo protestó, así que jadeó y se recostó en las almohadas. Tenía que estar en un hospital. Una cuidadosa mirada a ambos lados confirmó su sospecha. La pregunta era cuándo y cómo había llegado allí. No llegó a preguntar, pero oyó la respuesta.
—Tuviste un accidente. Un coche te golpeó —dijo una voz conocida.
Paula movió la cabeza y vió a su madre de pie.
—¿Sí? —su voz sonó rasposa.
Tenía la garganta seca como el desierto. No recordaba haber tenido un accidente, pero sí el vago sonido de un grito.
—Sí —afirmó Alejandra Schulz, volviendo a la silla que había ocupado durante horas—. Por lo visto, bajaste de la acera justo ante un coche. Tuviste suerte. Te has librado con contusiones en las costillas y una muñeca rota. Eso explicaba que no pudiera mover el brazo izquierdo. Probó de nuevo, pero el intenso dolor y un golpeteó en la cabeza le hicieron desistir.
—¿Está bien el conductor?
Alejandra se inclinó sobre la cama y agarró la mano de su hija.
—Está con un susto de muerte, como yo. Tienes que dejar de hacerme esto, Pau. Mi corazón ya no puede con estas cosas.
—Lo siento, mamá. No recuerdo nada. ¿Dónde ocurrió?
—En Chelsea, cerca del río —Alejandra contuvo la respiración, pero Paula se limitó a fruncir el ceño.
—¿Qué hacía yo allí?
—Bueno, cariño, fue muy cerca de donde vivía Sofía —respondió su madre con cautela.
Vió que la comprensión afloraba en el rostro amoratado de su hija.
—Fui a ver a sus padres —el nombre de Sofía hizo que Paula recordara todo—, pero sólo estaba su madre.
—¿Por qué fuiste, cariño?
—Quería hablarles de ella —Paula sonrió con cansancio—. Era... importante para mí. Tenía la esperanza de que, después de tanto tiempo, podrían perdonarme. Debería haber imaginado que nunca me perdonarán.
—Oh, Pau—los ojos de su madre se llenaron de lágrimas—. Siento que hayas tenido que revivir eso. Intenté hablar con ella varias veces, los primeros años, pero se negó a verme. Tal vez yo actuaría igual, si te perdiera. Intenta entender lo que siente, no la juzgues con demasiada dureza.
—No lo hago —Paula apretó la mano de su madre—. Sé que tiene razón en todo lo que dijo.
—Tuviste un accidente. Un coche te golpeó —dijo una voz conocida.
Paula movió la cabeza y vió a su madre de pie.
—¿Sí? —su voz sonó rasposa.
Tenía la garganta seca como el desierto. No recordaba haber tenido un accidente, pero sí el vago sonido de un grito.
—Sí —afirmó Alejandra Schulz, volviendo a la silla que había ocupado durante horas—. Por lo visto, bajaste de la acera justo ante un coche. Tuviste suerte. Te has librado con contusiones en las costillas y una muñeca rota. Eso explicaba que no pudiera mover el brazo izquierdo. Probó de nuevo, pero el intenso dolor y un golpeteó en la cabeza le hicieron desistir.
—¿Está bien el conductor?
Alejandra se inclinó sobre la cama y agarró la mano de su hija.
—Está con un susto de muerte, como yo. Tienes que dejar de hacerme esto, Pau. Mi corazón ya no puede con estas cosas.
—Lo siento, mamá. No recuerdo nada. ¿Dónde ocurrió?
—En Chelsea, cerca del río —Alejandra contuvo la respiración, pero Paula se limitó a fruncir el ceño.
—¿Qué hacía yo allí?
—Bueno, cariño, fue muy cerca de donde vivía Sofía —respondió su madre con cautela.
Vió que la comprensión afloraba en el rostro amoratado de su hija.
—Fui a ver a sus padres —el nombre de Sofía hizo que Paula recordara todo—, pero sólo estaba su madre.
—¿Por qué fuiste, cariño?
—Quería hablarles de ella —Paula sonrió con cansancio—. Era... importante para mí. Tenía la esperanza de que, después de tanto tiempo, podrían perdonarme. Debería haber imaginado que nunca me perdonarán.
—Oh, Pau—los ojos de su madre se llenaron de lágrimas—. Siento que hayas tenido que revivir eso. Intenté hablar con ella varias veces, los primeros años, pero se negó a verme. Tal vez yo actuaría igual, si te perdiera. Intenta entender lo que siente, no la juzgues con demasiada dureza.
—No lo hago —Paula apretó la mano de su madre—. Sé que tiene razón en todo lo que dijo.
Desafío: Capítulo 37
Tomó aire y se enderezó. Los padres de Sofía. La señora Ashurst había culpado a Paula tanto como se había culpado ella misma. Era obvio que seguía haciéndolo, a juzgar por la tarjeta que había enviado. Si pudiera hablar con ella, explicarle lo ocurrido, tal vez pudiera dejar el pasado atrás. Encontrar la paz que se le escapaba. Sabiendo qué debía hacer, paró a un taxi para ir a casa de los Ashurst. El corazón le golpeteaba en el pecho cuando llamó a la puerta. En el pasado, esa casa había sido casi su segundo hogar. Sin duda, la amistosa mujer que recordaba de la infancia la escucharía. La madre de Sofía abrió la puerta y al ver a Paula en el umbral su rostro se tensó.
—Eres tú —dijo, fría como el hielo.
A Paula se le encogió el corazón, pero decidió seguir adelante.
—¿Podría hablar con usted un momento, señora Ashurst? —pidió, con la voz áspera por lo seca que tenía la garganta.
—¿Qué podemos tener que decirnos? —la señora Ashurst alzó la cejas con desprecio.
—Por favor, señora Ashurst. Necesito hablar con usted sobre Sofía. Si pudiéramos... —no tuvo posibilidad de decir más.
—¡No te atrevas a decir su nombre! Sofi se ha ido. ¡Tú la mataste! —su ira y amargura eran tan intensas como el primer día y Paula tembló por dentro. Tragó saliva antes de hablar.
—Sé que cometí un error y lo lamento mucho, pero han pasado nueve años, pensé que tal vez podríamos hablar de aquel día.
—¡Sé lo que pensaste, Paula Chaves! —la madre de Sofía soltó una risa desdeñosa—. Pensaste que podías venir aquí, decir que lo sentías y que yo ¡Te perdonaría! ¡Pues no! ¡Nunca te perdonaré! Mataste a mi hija. Te seguía como una esclava y hacía cuanto le exigías. Me enferma verte paseando libre como un pájaro mientras ella está... —la mujer tomó aire, pero fue incapaz de decir dónde estaba Sofía.
Su rostro se transfiguró por el odio.
—Me da igual cuánto lo sientas. Eso no me devolverá a mi hija. Vete. Fuera. ¡No quiero verte nunca más! —le cerró la puerta en las narices.
Dolida y anonadada, Paula se dió la vuelta y bajó los escalones. Sentir el veneno de la otra mujer había sido horrible, le había rasgado el corazón, robándole toda calidez y esperanza de poder ser perdonada. Sin saber dónde iba, abrió la verja del jardín y empezó a andar. Su sensación de culpabilidad se hinchó como un globo que empezó a ahogarla, casi tanto como el primer día. No había salida, y no debía haberla. Era culpable. Nada podría borrar eso. Había cambiado su vida, se había convertido en una persona mejor, pero eso no eliminaba su culpa. No podía pensar en un futuro feliz con la muerte de Sofía en la conciencia. La madre de su amiga acababa de demostrárselo. No se merecía tener lo que Sofía no podría tener nunca.
—Eres tú —dijo, fría como el hielo.
A Paula se le encogió el corazón, pero decidió seguir adelante.
—¿Podría hablar con usted un momento, señora Ashurst? —pidió, con la voz áspera por lo seca que tenía la garganta.
—¿Qué podemos tener que decirnos? —la señora Ashurst alzó la cejas con desprecio.
—Por favor, señora Ashurst. Necesito hablar con usted sobre Sofía. Si pudiéramos... —no tuvo posibilidad de decir más.
—¡No te atrevas a decir su nombre! Sofi se ha ido. ¡Tú la mataste! —su ira y amargura eran tan intensas como el primer día y Paula tembló por dentro. Tragó saliva antes de hablar.
—Sé que cometí un error y lo lamento mucho, pero han pasado nueve años, pensé que tal vez podríamos hablar de aquel día.
—¡Sé lo que pensaste, Paula Chaves! —la madre de Sofía soltó una risa desdeñosa—. Pensaste que podías venir aquí, decir que lo sentías y que yo ¡Te perdonaría! ¡Pues no! ¡Nunca te perdonaré! Mataste a mi hija. Te seguía como una esclava y hacía cuanto le exigías. Me enferma verte paseando libre como un pájaro mientras ella está... —la mujer tomó aire, pero fue incapaz de decir dónde estaba Sofía.
Su rostro se transfiguró por el odio.
—Me da igual cuánto lo sientas. Eso no me devolverá a mi hija. Vete. Fuera. ¡No quiero verte nunca más! —le cerró la puerta en las narices.
Dolida y anonadada, Paula se dió la vuelta y bajó los escalones. Sentir el veneno de la otra mujer había sido horrible, le había rasgado el corazón, robándole toda calidez y esperanza de poder ser perdonada. Sin saber dónde iba, abrió la verja del jardín y empezó a andar. Su sensación de culpabilidad se hinchó como un globo que empezó a ahogarla, casi tanto como el primer día. No había salida, y no debía haberla. Era culpable. Nada podría borrar eso. Había cambiado su vida, se había convertido en una persona mejor, pero eso no eliminaba su culpa. No podía pensar en un futuro feliz con la muerte de Sofía en la conciencia. La madre de su amiga acababa de demostrárselo. No se merecía tener lo que Sofía no podría tener nunca.
jueves, 22 de marzo de 2018
Desafío: Capítulo 36
Paula desvió la mirada y se secó el rostro con una toalla. No quería pensar en eso. No quería admitir lo que decía su conciencia. Quería estar con Pedro. Sentir su calor y saberse viva. Sin volver a mirarse, apagó la luz y volvió al dormitorio. Se metió en la cama y lo abrazó a con fuerza. Algo sorprendido, él, instintivamente, la rodeó con los brazos.
—¿Estás bien? —le preguntó, cauto.
—Lo estaré. Abrázame, por favor —le pidió con voz débil.
Él sintió un pinchazo en el corazón.
—Siempre —prometió—. Siempre.
Paula suspiró profundamente y rezó porque sus palabras se llevaran la gélida sensación de que se le estaba acabando el tiempo. Lentamente, empezó a relajarse y a respirar más despacio. Para Pedro fue una señal de que él también podía relajarse. Entonces oyó las palabras que había tenido la esperanza de escuchar.
—Te quiero, Pepe—murmuró Paula, ya casi durmiendose.
—Yo también te quiero, Pau—Pedro acarició su sedoso cabello—. Ahora, duerme.
Ella emitió un leve suspiro y se perdió en el sueño. La mañana siguiente, se despertó antes que Pedro y, en cuanto abrió los ojos, recordó todo lo ocurrido. Deseó sentirse feliz porque él le hubiera dicho que la amaba, pero se estremeció. No podía evitar pensar que no estaba bien. Era malo ser tan feliz cuando su mejor amiga no tenía la posibilidad de serlo. Salió de la cama y fue a ducharse. Se sentía desgarrada. Por un lado, deseaba lo que podía tener con Pedro, por otro, estaba convencida de que no se merecía tanto bien. Los remordimientos por la muerte de su mejor amiga volvieron a atenazarle el corazón, transformando el día cálido y soleado en algo frío y oscuro. Tiritando, cerró el grifo y salió de la ducha para secarse. Volvió al dormitorio, se puso unos vaqueros y una blusa ligera de manga larga y fue a la cocina a hacer café.
Mientras sorbía el humeante café, vió el montoncito de correo que había dejado en la encimera el día anterior. Un par de facturas y un sobre escrito a mano. Reconoció la letra. Dejó la taza, agarró el sobre y lo abrió con dedos temblorosos. Dentro había una tarjeta de cumpleaños que suponía un crudo recordatorio. Decía:
" A nuestra querida Sofía. Feliz cumpleaños, con todo nuestro amor, Mamá y papá".
Paula comprendió que había olvidado la fecha que era. Todos los años la madre de Sofía le enviaba a ella la tarjeta que no podía enviar a su hija. Y seguía devastándola como la primera vez.
—¡Oh, Dios! —Paula se llevó la mano al estómago, luchando contra las náuseas.
El momento era terrible, pues se unía al regreso de la conciencia. Estaba siendo asaltada por todos los flancos y decidió que necesitaba aire fresco para pensar. Dejó la tarjeta en la encimera y fue hacia la puerta. Hizo una pausa en el umbral del dormitorio, para contemplar a Pedro dormido. La había tranquilizado durante la noche, alejando a los fantasmas de su pasado. Una parte de ella quería que volviera a abrazarla, otra sabía que no podía ayudarla. Tenía que hacerlo ella misma. Así que siguió hacia la puerta, recogiendo su bolso de camino. Al principio caminó sin rumbo, con la única idea de alejarse de la fuente de su dilema. Después se sentó en un banco, en un parque cercano, para organizar sus ideas. Sabía lo que necesitaba oír. Necesitaba que le dijeran que tenía derecho a estar con Pedro. Pero Sofía era la única que podía darle ese permiso, y no podía hacerlo. Tal vez no estuviera siendo racional, pero nunca lo sería con respecto a lo que había hecho. Si ella estuviera allí... No lo estaba, sólo quedaban sus padres.
—¿Estás bien? —le preguntó, cauto.
—Lo estaré. Abrázame, por favor —le pidió con voz débil.
Él sintió un pinchazo en el corazón.
—Siempre —prometió—. Siempre.
Paula suspiró profundamente y rezó porque sus palabras se llevaran la gélida sensación de que se le estaba acabando el tiempo. Lentamente, empezó a relajarse y a respirar más despacio. Para Pedro fue una señal de que él también podía relajarse. Entonces oyó las palabras que había tenido la esperanza de escuchar.
—Te quiero, Pepe—murmuró Paula, ya casi durmiendose.
—Yo también te quiero, Pau—Pedro acarició su sedoso cabello—. Ahora, duerme.
Ella emitió un leve suspiro y se perdió en el sueño. La mañana siguiente, se despertó antes que Pedro y, en cuanto abrió los ojos, recordó todo lo ocurrido. Deseó sentirse feliz porque él le hubiera dicho que la amaba, pero se estremeció. No podía evitar pensar que no estaba bien. Era malo ser tan feliz cuando su mejor amiga no tenía la posibilidad de serlo. Salió de la cama y fue a ducharse. Se sentía desgarrada. Por un lado, deseaba lo que podía tener con Pedro, por otro, estaba convencida de que no se merecía tanto bien. Los remordimientos por la muerte de su mejor amiga volvieron a atenazarle el corazón, transformando el día cálido y soleado en algo frío y oscuro. Tiritando, cerró el grifo y salió de la ducha para secarse. Volvió al dormitorio, se puso unos vaqueros y una blusa ligera de manga larga y fue a la cocina a hacer café.
Mientras sorbía el humeante café, vió el montoncito de correo que había dejado en la encimera el día anterior. Un par de facturas y un sobre escrito a mano. Reconoció la letra. Dejó la taza, agarró el sobre y lo abrió con dedos temblorosos. Dentro había una tarjeta de cumpleaños que suponía un crudo recordatorio. Decía:
" A nuestra querida Sofía. Feliz cumpleaños, con todo nuestro amor, Mamá y papá".
Paula comprendió que había olvidado la fecha que era. Todos los años la madre de Sofía le enviaba a ella la tarjeta que no podía enviar a su hija. Y seguía devastándola como la primera vez.
—¡Oh, Dios! —Paula se llevó la mano al estómago, luchando contra las náuseas.
El momento era terrible, pues se unía al regreso de la conciencia. Estaba siendo asaltada por todos los flancos y decidió que necesitaba aire fresco para pensar. Dejó la tarjeta en la encimera y fue hacia la puerta. Hizo una pausa en el umbral del dormitorio, para contemplar a Pedro dormido. La había tranquilizado durante la noche, alejando a los fantasmas de su pasado. Una parte de ella quería que volviera a abrazarla, otra sabía que no podía ayudarla. Tenía que hacerlo ella misma. Así que siguió hacia la puerta, recogiendo su bolso de camino. Al principio caminó sin rumbo, con la única idea de alejarse de la fuente de su dilema. Después se sentó en un banco, en un parque cercano, para organizar sus ideas. Sabía lo que necesitaba oír. Necesitaba que le dijeran que tenía derecho a estar con Pedro. Pero Sofía era la única que podía darle ese permiso, y no podía hacerlo. Tal vez no estuviera siendo racional, pero nunca lo sería con respecto a lo que había hecho. Si ella estuviera allí... No lo estaba, sólo quedaban sus padres.
Desafío: Capítulo 35
Empezó como siempre, sintiendo la vibración en todo el cuerpo. Después llegó el horrible momento en que giraba la cabeza y veía la enorme masa de nieve descendiendo por la montaña, hacia ella. No podía moverse, por más que lo intentaba. Tenía el corazón desbocado y, cuando creía que iba a explotar, cambiaba la escena y estaba junto a los árboles. Contemplando a Sofía tomar el camino equivocado, intentando escapar de la destrucción. Intentaba gritarle que se diera prisa. «¡Corre!». Pero el horrible estruendo apagaba su voz. Veía cómo su amiga era alzada por los aires y zarandeada como una muñeca de trapo, hasta que desaparecía de la vista. Luego se hacía el silencio y donde había estado Sofía sólo se veían montones de nieve y arenisca. El horror la atenazaba al comprender que su amiga había desaparecido y gritaba: «¡No, no!».
—¡No!
Paula intentaba avanzar por encima de la nieve, pero no podía, y agitaba brazos y piernas. Una voz penetró lentamente en su sueño.
—Despierta, Pau, despierta. No luches conmigo. Calla. Calla.
Lentamente, la nieve que la había retenido se transformaba en unos fuertes brazos masculinos y la voz se volvía familiar. Temblorosa, dejó de debatirse y abrió los ojos.
—¿Pedro?
Él asintió y la abrazó con más fuerza, acariciando su espalda para tranquilizarla.
—Estoy aquí. Contigo.
Paula comprendió que estaba sentada en la cama, con Pedro al lado, confortándola.
—¿Qué ha ocurrido? —su voz sonó cascada, le dolía la garganta.
—Te has despertado gritando —el corazón de Pedro empezó a volver a la normalidad—. Intenté sujetarte y empezaste a forcejear. Debes de haber tenido un mal sueño.
Un mal sueño. Paula cerró los ojos, consciente de lo ocurrido. Había vuelto a sufrir la pesadilla. Solía tenerla cerca de la fecha del aniversario de la muerte de Sofía, pero para eso faltaban meses.
—¿Te he hecho daño? ¿Mientras forcejeaba? —preguntó con remordimiento, estudiando su rostro en busca de alguna señal.
—No —los labios de él se curvaron con una sonrisa—. Conseguí placarte. Temía que te hicieses daño.
—Estoy bien —Paula suspiró y se apoyó en él. En realidad, seguía temblando. La pesadilla seguía con ella horas después de tenerla—. Siento haberte despertado.
—Me preocupas más tú que perder sueño —Pedro besó su sien—. ¿Sobre qué era el sueño?
—No lo recuerdo. Está todo borroso y mezclado —mintió de nuevo.
Nunca había hablado de las pesadillas. Eran demasiado crudas. Privadas.
—Últimamente tienes muchos malos sueños. ¿Te preocupa algo?
—No, debe ser algo aleatorio —la pregunta hizo que se le encogiera el estómago—. Tengo que ir al baño —le dijo, escapando de sus brazos y de la cama—. No tardaré.
Una vez en el baño, encendió la luz y se miró al espejo. Tenía sombras bajo los ojos y sabía por qué. Esa noche habían ocurrido dos cosas. Había comprendido que estaba enamorada de Pedro y él le había confesado su amor. Debería sentirse feliz, sin embargo la pesadilla había vuelto. Gruñendo para sí, dejo correr el agua fría y se inclinó para mojarse la cara. El frío le resultó agradable en la piel. Pero no pudo borrar la verdad: las noches inquietas y los malos sueños eran cada vez más frecuentes. Era como si el ser más feliz empeorase los sueños. Hasta esa noche, en que la pesadilla había vuelto completa, haciéndole revivir toda la escena. Tras haber sido ignorada durante semanas, su conciencia alzaba la cabeza por detrás de la barricada. No iba a seguir ocupando un segundo plano. En cuanto había comprendido que estaba enamorada, se había erguido para intentar decirle algo. No sabía qué. Tal vez que estaba dando demasiado por hecho, que se había esperanzado en exceso. Se preguntó qué sería. Su reflejo le dio la respuesta: «Tú ya lo sabes».
—¡No!
Paula intentaba avanzar por encima de la nieve, pero no podía, y agitaba brazos y piernas. Una voz penetró lentamente en su sueño.
—Despierta, Pau, despierta. No luches conmigo. Calla. Calla.
Lentamente, la nieve que la había retenido se transformaba en unos fuertes brazos masculinos y la voz se volvía familiar. Temblorosa, dejó de debatirse y abrió los ojos.
—¿Pedro?
Él asintió y la abrazó con más fuerza, acariciando su espalda para tranquilizarla.
—Estoy aquí. Contigo.
Paula comprendió que estaba sentada en la cama, con Pedro al lado, confortándola.
—¿Qué ha ocurrido? —su voz sonó cascada, le dolía la garganta.
—Te has despertado gritando —el corazón de Pedro empezó a volver a la normalidad—. Intenté sujetarte y empezaste a forcejear. Debes de haber tenido un mal sueño.
Un mal sueño. Paula cerró los ojos, consciente de lo ocurrido. Había vuelto a sufrir la pesadilla. Solía tenerla cerca de la fecha del aniversario de la muerte de Sofía, pero para eso faltaban meses.
—¿Te he hecho daño? ¿Mientras forcejeaba? —preguntó con remordimiento, estudiando su rostro en busca de alguna señal.
—No —los labios de él se curvaron con una sonrisa—. Conseguí placarte. Temía que te hicieses daño.
—Estoy bien —Paula suspiró y se apoyó en él. En realidad, seguía temblando. La pesadilla seguía con ella horas después de tenerla—. Siento haberte despertado.
—Me preocupas más tú que perder sueño —Pedro besó su sien—. ¿Sobre qué era el sueño?
—No lo recuerdo. Está todo borroso y mezclado —mintió de nuevo.
Nunca había hablado de las pesadillas. Eran demasiado crudas. Privadas.
—Últimamente tienes muchos malos sueños. ¿Te preocupa algo?
—No, debe ser algo aleatorio —la pregunta hizo que se le encogiera el estómago—. Tengo que ir al baño —le dijo, escapando de sus brazos y de la cama—. No tardaré.
Una vez en el baño, encendió la luz y se miró al espejo. Tenía sombras bajo los ojos y sabía por qué. Esa noche habían ocurrido dos cosas. Había comprendido que estaba enamorada de Pedro y él le había confesado su amor. Debería sentirse feliz, sin embargo la pesadilla había vuelto. Gruñendo para sí, dejo correr el agua fría y se inclinó para mojarse la cara. El frío le resultó agradable en la piel. Pero no pudo borrar la verdad: las noches inquietas y los malos sueños eran cada vez más frecuentes. Era como si el ser más feliz empeorase los sueños. Hasta esa noche, en que la pesadilla había vuelto completa, haciéndole revivir toda la escena. Tras haber sido ignorada durante semanas, su conciencia alzaba la cabeza por detrás de la barricada. No iba a seguir ocupando un segundo plano. En cuanto había comprendido que estaba enamorada, se había erguido para intentar decirle algo. No sabía qué. Tal vez que estaba dando demasiado por hecho, que se había esperanzado en exceso. Se preguntó qué sería. Su reflejo le dio la respuesta: «Tú ya lo sabes».
Desafío: Capítulo 34
—Cariño —Alejandra se rió con deleite y tomó el rostro de su hija entre las manos—, me da igual lo que seáis o no seáis, sólo quiero que seas feliz. Me encantaría poder quedarme a charlar con vosotros, pero debo irme. Ven a verme. Estaré aquí hasta finales de la semana que viene. Trae a Pedro. ¡Insisto en ello! —añadió con otra risita tintineante.
Besó a su hija, sonrió a Pedro y volvió al interior de la sala.
—Tu madre es una persona encantadora —comentó Pedro.
Paula lo miró y sonrió.
—Eso pienso yo.
—Y tiene razón sobre tí. Estás resplandeciente, pero yo no tengo nada que ver.
—Te equivocas —Paula sabía cuánto tenía Pedro que ver con su cambio—. No habría comprado un vestido como éste si no fuera por tí, y ella lo sabe.
—¿Y eres feliz? —preguntó Pedro, abrazándola.
Paula titubeó un momento, no porque no fuera feliz sino porque le costaba mucho decirlo. Admitirlo sería como darle aún más la espalda a su amiga. Pero, por primera vez en mucho tiempo, era feliz y no podía ocultarlo.
—Sí —musitó—. Soy feliz.
—Me alegro —sonrió él—. Ya somos dos —la besó con gentileza exquisita.
Paula apoyó la cabeza en su hombro, sin poder contener otra oleada de remordimientos. Se esforzó por rechazarla, no quería pensar en eso. Quería vivir el momento y nada más. Estuvieron abrazados una eternidad, hasta que salió otra pareja y rompió su intimidad.
—Será mejor que volvamos con los demás. Estarán preguntándose qué ha sido de nosotros —propuso Pedro, soltándola.
Ella, de inmediato, echó en falta su calor, que la ayudaba a apartar pensamientos indeseados. Volvieron de la mano, pero sentía el frío del pasado aletear a su alrededor. En cuanto llegaron a la mesa, Federico se levantó.
—¿Puedo hablar un momento contigo? —le preguntó a su hermano, con voz áspera.
Pedro alzó las cejas y ayudó a Paula a sentarse. Le dió un apretoncito en los hombros, miró a Federico y asintió.
—Claro. No tardaremos —dijo a todos los demás.
Siguió a su hermano hacia un lateral de la sala. Intrigados, todos observaron el intercambio a distancia, con tanto interés como Paula. Era obvio que Federico estaba muy enfadado y gesticulaba con violencia, arengando a su hermano. Sin embargo, cuando Federico hizo una pausa para tomar aire, Pedro alzó la mano y empezó a hablar. Dijera lo que dijera, el cambio que se produjo en Federico fue muy intenso. Relajó los hombros y, escuchando, se pasó una mano por el pelo. Después hizo un par de preguntas y cuando Pedro asintió le ofreció la mano. Éste se la estrechó y se dieron un abrazo. Segundos después iban juntos hacia el bar.
—¡Vaya! —exclamó Luciana, mirando de su marido a Paula—. Interesante. ¿Qué creéis que ha ocurrido?
—Ni idea —dijo Paula, arrugando la frente.
—Sé que a Fede no le gustó que Pepe y tú tardaran tanto en volver. ¿Sería una falta de delicadeza preguntar qué hacían? —la expresión de Luciana era una mezcla de mueca e interés.
—¡Desde luego, Lu! —gruñó su marido con frustración.
Paula soltó una carcajada.
—Tranquilo —dijo Paula—. La verdad es que estábamos hablando con mi madre.
—¡Tu madre! —eso era lo último que Luciana había esperado oír.
—Alejandra Schulz es mi madre —confesó Paula.
La expresión de Luciana era digna de verse.
—¡Oh! ¿En serio? ¿He dicho algo malo sobre ella? Seguro que sí, ¿No? Me gustaría morirme aquí mismo —exclamó Luciana, cubriéndose el rostro con las manos.
—Tranquila, Luciana—Paula sonrió comprensiva—. Fuiste muy correcta. A mi madre le encantará saber que cuenta con otra admiradora.
—Y la admiro. ¡De verdad! —afirmó la joven—. Ahora, cuéntanos cómo es crecer siendo hija de una diva de la gran pantalla.
Paula, divertida, le contó algunos de los episodios más graciosos de su infancia, hasta que volvieron Federico y Pedro.
—¿De qué hablaban Fede y tú? —le preguntó a Pedro, cuando volvió a sentarse a su lado.
—Quería decirme lo que me haría si te hacía el más mínimo daño —le aclaró Pedro con una sonrisa irónica.
—Espero que le dijeses que se ocupe de sus asuntos —replicó Paula, cortante.
Por muy jefe suyo que fuera no tenía derecho a inmiscuirse en su vida privada.
—De hecho, le dije que si alguna vez te hacía daño, yo mismo me castigaría.
—¿En serio? —Paula lo miró con asombro.
—En serio —Pedro asintió—. Me he dado cuenta de que sólo hay una persona en el mundo a quien no desearía herir nunca, y eres tú. La verdad es que me he enamorado de tí, Paula Chaves.
Besó a su hija, sonrió a Pedro y volvió al interior de la sala.
—Tu madre es una persona encantadora —comentó Pedro.
Paula lo miró y sonrió.
—Eso pienso yo.
—Y tiene razón sobre tí. Estás resplandeciente, pero yo no tengo nada que ver.
—Te equivocas —Paula sabía cuánto tenía Pedro que ver con su cambio—. No habría comprado un vestido como éste si no fuera por tí, y ella lo sabe.
—¿Y eres feliz? —preguntó Pedro, abrazándola.
Paula titubeó un momento, no porque no fuera feliz sino porque le costaba mucho decirlo. Admitirlo sería como darle aún más la espalda a su amiga. Pero, por primera vez en mucho tiempo, era feliz y no podía ocultarlo.
—Sí —musitó—. Soy feliz.
—Me alegro —sonrió él—. Ya somos dos —la besó con gentileza exquisita.
Paula apoyó la cabeza en su hombro, sin poder contener otra oleada de remordimientos. Se esforzó por rechazarla, no quería pensar en eso. Quería vivir el momento y nada más. Estuvieron abrazados una eternidad, hasta que salió otra pareja y rompió su intimidad.
—Será mejor que volvamos con los demás. Estarán preguntándose qué ha sido de nosotros —propuso Pedro, soltándola.
Ella, de inmediato, echó en falta su calor, que la ayudaba a apartar pensamientos indeseados. Volvieron de la mano, pero sentía el frío del pasado aletear a su alrededor. En cuanto llegaron a la mesa, Federico se levantó.
—¿Puedo hablar un momento contigo? —le preguntó a su hermano, con voz áspera.
Pedro alzó las cejas y ayudó a Paula a sentarse. Le dió un apretoncito en los hombros, miró a Federico y asintió.
—Claro. No tardaremos —dijo a todos los demás.
Siguió a su hermano hacia un lateral de la sala. Intrigados, todos observaron el intercambio a distancia, con tanto interés como Paula. Era obvio que Federico estaba muy enfadado y gesticulaba con violencia, arengando a su hermano. Sin embargo, cuando Federico hizo una pausa para tomar aire, Pedro alzó la mano y empezó a hablar. Dijera lo que dijera, el cambio que se produjo en Federico fue muy intenso. Relajó los hombros y, escuchando, se pasó una mano por el pelo. Después hizo un par de preguntas y cuando Pedro asintió le ofreció la mano. Éste se la estrechó y se dieron un abrazo. Segundos después iban juntos hacia el bar.
—¡Vaya! —exclamó Luciana, mirando de su marido a Paula—. Interesante. ¿Qué creéis que ha ocurrido?
—Ni idea —dijo Paula, arrugando la frente.
—Sé que a Fede no le gustó que Pepe y tú tardaran tanto en volver. ¿Sería una falta de delicadeza preguntar qué hacían? —la expresión de Luciana era una mezcla de mueca e interés.
—¡Desde luego, Lu! —gruñó su marido con frustración.
Paula soltó una carcajada.
—Tranquilo —dijo Paula—. La verdad es que estábamos hablando con mi madre.
—¡Tu madre! —eso era lo último que Luciana había esperado oír.
—Alejandra Schulz es mi madre —confesó Paula.
La expresión de Luciana era digna de verse.
—¡Oh! ¿En serio? ¿He dicho algo malo sobre ella? Seguro que sí, ¿No? Me gustaría morirme aquí mismo —exclamó Luciana, cubriéndose el rostro con las manos.
—Tranquila, Luciana—Paula sonrió comprensiva—. Fuiste muy correcta. A mi madre le encantará saber que cuenta con otra admiradora.
—Y la admiro. ¡De verdad! —afirmó la joven—. Ahora, cuéntanos cómo es crecer siendo hija de una diva de la gran pantalla.
Paula, divertida, le contó algunos de los episodios más graciosos de su infancia, hasta que volvieron Federico y Pedro.
—¿De qué hablaban Fede y tú? —le preguntó a Pedro, cuando volvió a sentarse a su lado.
—Quería decirme lo que me haría si te hacía el más mínimo daño —le aclaró Pedro con una sonrisa irónica.
—Espero que le dijeses que se ocupe de sus asuntos —replicó Paula, cortante.
Por muy jefe suyo que fuera no tenía derecho a inmiscuirse en su vida privada.
—De hecho, le dije que si alguna vez te hacía daño, yo mismo me castigaría.
—¿En serio? —Paula lo miró con asombro.
—En serio —Pedro asintió—. Me he dado cuenta de que sólo hay una persona en el mundo a quien no desearía herir nunca, y eres tú. La verdad es que me he enamorado de tí, Paula Chaves.
Desafío: Capítulo 33
—¡Tal vez no me conozcas tan bien como crees! —protestó ella, explorando su cuello y hombros con los dedos.
Pedro acercó su mejilla a la de ella.
—Sé que mentiste sobre no saber a quién te parecías —dijo en su oído, Paula aguantó la respiración—. ¿Por qué no querías que supiera que tu madre es Alejandra Schulz?
Paula cerró los ojos un momento, luego habló.
—No es un vínculo del que suela alardear, sencillamente porque mi madre nunca quiso condenarme a vivir en la pecera en la que tiene que vivir ella —no dijo que eso no había funcionado, porque había creado su propia notoriedad. Cruzó los dedos, esperando que él no supiera nada de su pasado.
—Eso lo entiendo. Y ahora sé de dónde provienen tus dotes de actriz —dijo Pedro.
Paula rió con alivio.
—Soy incapaz de actuar. He salido a mi padre. Era un académico. Mi amor por la historia se lo debo a él.
—Belleza y cerebro. Una combinación irresistible —dijo él con su diabólico encanto habitual—. ¿Vas a ir a saludarla?
—Más tarde —confirmó ella, que prefería hacerlo con un poco más de privacidad.
—Bien, estoy deseando conocerla. Quiero preguntarle algunas cosas sobre tí.
A Paula le dió un vuelco el corazón.
—¿Qué clase de cosas? —preguntó, con voz más aguda de lo habitual.
—No te preocupes —rió él—. Sólo quiero saber cómo consiguió crear una hija tan bella y llena de talento —alzó la mano que agarraba la de ella, se la llevó a los labios y besó sus dedos.
—¡No hagas eso! —ordenó ella con voz grave; hasta ese leve contacto le quitaba el aliento y alentaba su deseo.
—No puedo evitarlo —admitió él, conduciéndola hacia el otro extremo de la pista—. Siempre que estoy contigo siento la necesidad de tocarte. Me has hechizado, Pau. Cada minuto del día estás en mis pensamientos, y en mis sueños... —su voz se apagó, sabiendo que era innecesario seguir.
—¡Eres un diablo! —lo regañó ella. Pero lo miró con ojos nublados por la pasión.
—Ya te he advertido sobre lo que ocurre cuando me miras así —gruñó Pedro, ella le contestó con una sonrisa seductora.
—¿Qué vas a hacer al respecto? —lo retó.
—Nada ante toda esta gente —dejó de bailar, miró a su alrededor y encontró lo que buscaba—. Ven conmigo —ordenó.
Agarrándola del brazo la llevó hacia las puertas de cristal que daban salida a la terraza. A ella se le aceleró el pulso un poco. Sólo habían dado unos pasos afuera cuando una voz detuvo su avance.
—¿Pau? —la voz era una mezcla de esperanza e incertidumbre.
Paula se detuvo y giró en redondo hacia su madre que, parpadeó y esbozó una gran sonrisa.
—¡Me pareció que eras tú! —exclamó.
Un instante después envolvía a su hija en un fuerte abrazo. Paula se lo devolvió, encantada de verla, como siempre.
—Creía que seguías en el rodaje. ¿Cuándo has vuelto?
—La verdad, cariño, es que en realidad no he vuelto —Alejandra Schulz se rió—. Adrián se ha roto una pierna y no puede seguir rodando, así que he vuelto unos días, mientras encuentran a un sustituto. Es frustrante, pero al menos así podré verte. Deja que te mire —dio un paso atrás para contemplarla. Sus ojos se ensancharon con asombro—. ¡Oh, Dios mío! —soltó las manos de su hija y se las llevó al rostro. Las lágrimas surcaron sus mejillas—. ¡No sabes cuánto he esperado verte así! ¡Ay, cariño, gracias a Dios! He estado tan preocupada... pero, mírate. Tu pelo, tu ropa... ¡Es maravilloso! —Alejandra empezó a sollozar.
Atónita al comprender, por su reacción, lo preocupada que había estado su madre, Paula se apresuró a abrazarla.
—No llores. Por favor, no llores —suplicó, sintiéndose fatal.
—Estoy bien, cielo —Alejandra se apartó y se sorbió la nariz—. Ya sabes lo emocional que soy. Debe de haber un pañuelo de papel por aquí —dijo, rebuscando en su bolso.
—Use éste —sugirió Pedro, ofreciéndole un pañuelo inmaculado.
Alejandra lo aceptó, se secó los ojos y miró al hombre que había acudido en su rescate. Arqueó las cejas y sonrió.
—Ahora lo entiendo —miró de Pedro a su hija—. Quienquiera que seas, ¡Encantada de conocerte!
—Pedro Alfonso, señorita Schulz, es un gran honor para mí —se presentó Pedro, sonriente, ofreciendo a la madre de Paula una buena dosis de su devastador encanto.
—Alejandra, por favor —rectificó ella—. Nada de ceremonias. Cuando estoy con mi hija soy su madre, no una actriz. Y si eres el responsable de esta transformación, estoy en deuda contigo.
—¡Mamá! —exclamó Paula, desazonada. Pero su madre esbozó una sonrisa tan rebosante de amor que se le hizo un nudo en la garganta.
—Cariño, he esperado ver este día mucho tiempo, no me impidas que lo disfrute.
Paula se mordió el labio. Sabía lo que estaba pensando su madre y tenía que aclarar las cosas. Aunque ella estuviera enamorada de Pedro, dudaba que él sintiera lo mismo por ella.
—Mamá, Pedro y yo... no somos...
Pedro acercó su mejilla a la de ella.
—Sé que mentiste sobre no saber a quién te parecías —dijo en su oído, Paula aguantó la respiración—. ¿Por qué no querías que supiera que tu madre es Alejandra Schulz?
Paula cerró los ojos un momento, luego habló.
—No es un vínculo del que suela alardear, sencillamente porque mi madre nunca quiso condenarme a vivir en la pecera en la que tiene que vivir ella —no dijo que eso no había funcionado, porque había creado su propia notoriedad. Cruzó los dedos, esperando que él no supiera nada de su pasado.
—Eso lo entiendo. Y ahora sé de dónde provienen tus dotes de actriz —dijo Pedro.
Paula rió con alivio.
—Soy incapaz de actuar. He salido a mi padre. Era un académico. Mi amor por la historia se lo debo a él.
—Belleza y cerebro. Una combinación irresistible —dijo él con su diabólico encanto habitual—. ¿Vas a ir a saludarla?
—Más tarde —confirmó ella, que prefería hacerlo con un poco más de privacidad.
—Bien, estoy deseando conocerla. Quiero preguntarle algunas cosas sobre tí.
A Paula le dió un vuelco el corazón.
—¿Qué clase de cosas? —preguntó, con voz más aguda de lo habitual.
—No te preocupes —rió él—. Sólo quiero saber cómo consiguió crear una hija tan bella y llena de talento —alzó la mano que agarraba la de ella, se la llevó a los labios y besó sus dedos.
—¡No hagas eso! —ordenó ella con voz grave; hasta ese leve contacto le quitaba el aliento y alentaba su deseo.
—No puedo evitarlo —admitió él, conduciéndola hacia el otro extremo de la pista—. Siempre que estoy contigo siento la necesidad de tocarte. Me has hechizado, Pau. Cada minuto del día estás en mis pensamientos, y en mis sueños... —su voz se apagó, sabiendo que era innecesario seguir.
—¡Eres un diablo! —lo regañó ella. Pero lo miró con ojos nublados por la pasión.
—Ya te he advertido sobre lo que ocurre cuando me miras así —gruñó Pedro, ella le contestó con una sonrisa seductora.
—¿Qué vas a hacer al respecto? —lo retó.
—Nada ante toda esta gente —dejó de bailar, miró a su alrededor y encontró lo que buscaba—. Ven conmigo —ordenó.
Agarrándola del brazo la llevó hacia las puertas de cristal que daban salida a la terraza. A ella se le aceleró el pulso un poco. Sólo habían dado unos pasos afuera cuando una voz detuvo su avance.
—¿Pau? —la voz era una mezcla de esperanza e incertidumbre.
Paula se detuvo y giró en redondo hacia su madre que, parpadeó y esbozó una gran sonrisa.
—¡Me pareció que eras tú! —exclamó.
Un instante después envolvía a su hija en un fuerte abrazo. Paula se lo devolvió, encantada de verla, como siempre.
—Creía que seguías en el rodaje. ¿Cuándo has vuelto?
—La verdad, cariño, es que en realidad no he vuelto —Alejandra Schulz se rió—. Adrián se ha roto una pierna y no puede seguir rodando, así que he vuelto unos días, mientras encuentran a un sustituto. Es frustrante, pero al menos así podré verte. Deja que te mire —dio un paso atrás para contemplarla. Sus ojos se ensancharon con asombro—. ¡Oh, Dios mío! —soltó las manos de su hija y se las llevó al rostro. Las lágrimas surcaron sus mejillas—. ¡No sabes cuánto he esperado verte así! ¡Ay, cariño, gracias a Dios! He estado tan preocupada... pero, mírate. Tu pelo, tu ropa... ¡Es maravilloso! —Alejandra empezó a sollozar.
Atónita al comprender, por su reacción, lo preocupada que había estado su madre, Paula se apresuró a abrazarla.
—No llores. Por favor, no llores —suplicó, sintiéndose fatal.
—Estoy bien, cielo —Alejandra se apartó y se sorbió la nariz—. Ya sabes lo emocional que soy. Debe de haber un pañuelo de papel por aquí —dijo, rebuscando en su bolso.
—Use éste —sugirió Pedro, ofreciéndole un pañuelo inmaculado.
Alejandra lo aceptó, se secó los ojos y miró al hombre que había acudido en su rescate. Arqueó las cejas y sonrió.
—Ahora lo entiendo —miró de Pedro a su hija—. Quienquiera que seas, ¡Encantada de conocerte!
—Pedro Alfonso, señorita Schulz, es un gran honor para mí —se presentó Pedro, sonriente, ofreciendo a la madre de Paula una buena dosis de su devastador encanto.
—Alejandra, por favor —rectificó ella—. Nada de ceremonias. Cuando estoy con mi hija soy su madre, no una actriz. Y si eres el responsable de esta transformación, estoy en deuda contigo.
—¡Mamá! —exclamó Paula, desazonada. Pero su madre esbozó una sonrisa tan rebosante de amor que se le hizo un nudo en la garganta.
—Cariño, he esperado ver este día mucho tiempo, no me impidas que lo disfrute.
Paula se mordió el labio. Sabía lo que estaba pensando su madre y tenía que aclarar las cosas. Aunque ella estuviera enamorada de Pedro, dudaba que él sintiera lo mismo por ella.
—Mamá, Pedro y yo... no somos...
martes, 20 de marzo de 2018
Desafío: Capítulo 32
Él sonrió y siguieron al camarero que los guiaba a su mesa. Luciana ya estaba sonriendo cuando Paula y Pedro llegaron. Era una sonrisa tan cálida y acogedora que ella olvidó su vergüenza.
—Cielos, Paula, ¡Estás preciosa! —exclamó Luciana, levantándose y rodeando la mesa para besar su mejilla—. Ay, eso no ha sonado bien, disculpa, ¡Sabes lo que quería decir!
—Sí —Paula se rió—. Gracias, Luciana. Me encanta tu vestido.
Siguió una ronda de saludos y nadie, excepto Paula, pareció notar que Federico fue brusco con Pedro. Ella había creído que Federico empezaba a aceptar su relación y la entristeció ver que seguía enfadado con su hermano. Cuando todos estuvieron sentados de nuevo, Luciana se inclinó hacia delante, con expresión aún más animada de lo habitual.
—¿No es un sitio maravilloso? Hemos estado a la caza de famosos y la cabeza me da vueltas. Les diré a quiénes hemos visto... —empezó la lista, contando con los dedos mientras los nombraba.
—¿Has conseguido algún autógrafo? —se mofó Pedro.
Ella hizo una mueca.
—No, pensé hacerlo, pero Santiago no me dejó —lanzó a su marido una mirada burlona. Alguien captó su atención y se enderezó—. Ay, Dios, ¡Nunca adivinarán quién acaba de entrar!
—No me lo digas, el Papa —bromeó Pedro con indulgencia; recibió una patada en la espinilla.
—No seas tonto, está en Roma. No, es esa actriz famosa. ¡Ésa..., ya saben!
—No tengo ni la más remota idea —dijo Pedro.
—Tengo el nombre en la punta de la lengua. Siempre hace esos papelones que me hacen llorar a lágrima viva. ¡Ya lo sé! Alejandra. ¡Alejandra Schulz! —encantada por haberlo recordado, sonrió de oreja a oreja.
Paula volvió la cabeza, intentando ver a su madre, pero había demasiada gente en la sala.
—¿Dónde?
—Ha desaparecido —contestó Luciana con decepción—. No, allí está, al otro lado de la sala.
Todos miraron y esa vez Paula captó la familiar figura de su madre. Sonrió, sintiendo una oleada de placer. Su madre llevaba tres meses rodando en Nueva Zelanda y la había echado de menos. Muchas cabezas se volvían a su paso; Alejandra Schulz era una especie de tesoro nacional y siempre ocurría lo mismo. Su madre saludó con la mano, amistosa, antes de sentarse.
En ese momento, Pedro se volvió para mirar a Paula atentamente. Ella captó el brillo de comprensión en sus fascinantes ojos azules y supo que había descubierto a quién le recordaba. Antes de que él pudiera decir nada, el camarero se acercó a tomar nota de qué querían beber.
Paula abrió la carta, consciente de que era cuestión de tiempo el que Pedro sacara el tema de su madre. Sabía que debería habérselo dicho, pero no había querido que realizara la conexión. Su madre había abandonado un rodaje para reunirse con ella tras la tragedia. No quería que él pensara mal de ella, pero ya sería inevitable. La carta se nubló ante sus ojos cuando se hizo una inquietante pregunta. «¿Por qué te preocupa tanto lo que él piense?». La respuesta llegó alta y clara. Una mujer quería que el hombre de quien se había enamorado pensara lo mejor de ella. Los labios de Paula se entreabrieron al comprender sus verdaderos sentimientos. Estaba enamorada de él. Debería haberlo sabido antes, pero no había esperado que ocurriera. Se suponía que su aventura con Jonas sería superficial, sin nada que ver con el amor. Sin embargo, su relación estaba siendo todo menos intrascendente. En ese momento, oyó que Paula se reía y alzó la vista. Todos la miraban.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—El camarero quiere saber qué deseas comer —contestó Luciana, sonriente.
Paula se sonrojó.
—Ah, perdón —se disculpó.
Miró la carta y eligió el primer plato que vió. El camarero tomó nota, esbozó una sonrisa amigable y se marchó. Ella se preguntaba qué decir cuando Pedro la sacó del apuro.
—Vamos a bailar —le urgió, agarrando su mano.
Dando por sentado que aceptaría, se puso en pie. Ella lo siguió porque, si iba a comentarle algo, prefería que lo hiciera en privado. La pista de baile estaba llena de parejas y Paula no tuvo más remedio que apretarse contra Pedro. Él puso una mano en su espalda, y se llevó la de ella al corazón con la otra. Paula apoyó la mano libre en su hombro. Con las cabezas juntas, empezaron a moverse. Era la primera vez que bailaban juntos y a ella le pareció el baile más sensual que había experimentado en su vida. Sus cuerpos se tocaban de hombro a muslo y con cada paso sentía el roce de su cuerpo musculoso y firme. No dejaba de pensar que estaba enamorada de ese hombre y por eso permitió que su mente registrara cada detalle, cada sensación. Su cuerpo parecía hacerse fluido, amoldarse al de él como una segunda piel.
— Es una locura, ¿Verdad? —le murmuró Pedro al oído—. Dos personas supuestamente inteligentes no pueden controlar la atracción que sienten el uno por el otro, ni siquiera en una pista de baile.
Ella echó la cabeza hacia atrás para mirarlo, sonriendo ante el provocativo comentario.
—Habla por tí. ¡Yo no tengo problemas de autocontrol! —dijo con voz coqueta.
—Mentirosa —susurró él con ojos chispeantes.
Paula controló un gemido al sentir el calor de su mano en la espalda. Bailar así con él, sabiendo que lo amaba, era una dulce tortura.
—Cielos, Paula, ¡Estás preciosa! —exclamó Luciana, levantándose y rodeando la mesa para besar su mejilla—. Ay, eso no ha sonado bien, disculpa, ¡Sabes lo que quería decir!
—Sí —Paula se rió—. Gracias, Luciana. Me encanta tu vestido.
Siguió una ronda de saludos y nadie, excepto Paula, pareció notar que Federico fue brusco con Pedro. Ella había creído que Federico empezaba a aceptar su relación y la entristeció ver que seguía enfadado con su hermano. Cuando todos estuvieron sentados de nuevo, Luciana se inclinó hacia delante, con expresión aún más animada de lo habitual.
—¿No es un sitio maravilloso? Hemos estado a la caza de famosos y la cabeza me da vueltas. Les diré a quiénes hemos visto... —empezó la lista, contando con los dedos mientras los nombraba.
—¿Has conseguido algún autógrafo? —se mofó Pedro.
Ella hizo una mueca.
—No, pensé hacerlo, pero Santiago no me dejó —lanzó a su marido una mirada burlona. Alguien captó su atención y se enderezó—. Ay, Dios, ¡Nunca adivinarán quién acaba de entrar!
—No me lo digas, el Papa —bromeó Pedro con indulgencia; recibió una patada en la espinilla.
—No seas tonto, está en Roma. No, es esa actriz famosa. ¡Ésa..., ya saben!
—No tengo ni la más remota idea —dijo Pedro.
—Tengo el nombre en la punta de la lengua. Siempre hace esos papelones que me hacen llorar a lágrima viva. ¡Ya lo sé! Alejandra. ¡Alejandra Schulz! —encantada por haberlo recordado, sonrió de oreja a oreja.
Paula volvió la cabeza, intentando ver a su madre, pero había demasiada gente en la sala.
—¿Dónde?
—Ha desaparecido —contestó Luciana con decepción—. No, allí está, al otro lado de la sala.
Todos miraron y esa vez Paula captó la familiar figura de su madre. Sonrió, sintiendo una oleada de placer. Su madre llevaba tres meses rodando en Nueva Zelanda y la había echado de menos. Muchas cabezas se volvían a su paso; Alejandra Schulz era una especie de tesoro nacional y siempre ocurría lo mismo. Su madre saludó con la mano, amistosa, antes de sentarse.
En ese momento, Pedro se volvió para mirar a Paula atentamente. Ella captó el brillo de comprensión en sus fascinantes ojos azules y supo que había descubierto a quién le recordaba. Antes de que él pudiera decir nada, el camarero se acercó a tomar nota de qué querían beber.
Paula abrió la carta, consciente de que era cuestión de tiempo el que Pedro sacara el tema de su madre. Sabía que debería habérselo dicho, pero no había querido que realizara la conexión. Su madre había abandonado un rodaje para reunirse con ella tras la tragedia. No quería que él pensara mal de ella, pero ya sería inevitable. La carta se nubló ante sus ojos cuando se hizo una inquietante pregunta. «¿Por qué te preocupa tanto lo que él piense?». La respuesta llegó alta y clara. Una mujer quería que el hombre de quien se había enamorado pensara lo mejor de ella. Los labios de Paula se entreabrieron al comprender sus verdaderos sentimientos. Estaba enamorada de él. Debería haberlo sabido antes, pero no había esperado que ocurriera. Se suponía que su aventura con Jonas sería superficial, sin nada que ver con el amor. Sin embargo, su relación estaba siendo todo menos intrascendente. En ese momento, oyó que Paula se reía y alzó la vista. Todos la miraban.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—El camarero quiere saber qué deseas comer —contestó Luciana, sonriente.
Paula se sonrojó.
—Ah, perdón —se disculpó.
Miró la carta y eligió el primer plato que vió. El camarero tomó nota, esbozó una sonrisa amigable y se marchó. Ella se preguntaba qué decir cuando Pedro la sacó del apuro.
—Vamos a bailar —le urgió, agarrando su mano.
Dando por sentado que aceptaría, se puso en pie. Ella lo siguió porque, si iba a comentarle algo, prefería que lo hiciera en privado. La pista de baile estaba llena de parejas y Paula no tuvo más remedio que apretarse contra Pedro. Él puso una mano en su espalda, y se llevó la de ella al corazón con la otra. Paula apoyó la mano libre en su hombro. Con las cabezas juntas, empezaron a moverse. Era la primera vez que bailaban juntos y a ella le pareció el baile más sensual que había experimentado en su vida. Sus cuerpos se tocaban de hombro a muslo y con cada paso sentía el roce de su cuerpo musculoso y firme. No dejaba de pensar que estaba enamorada de ese hombre y por eso permitió que su mente registrara cada detalle, cada sensación. Su cuerpo parecía hacerse fluido, amoldarse al de él como una segunda piel.
— Es una locura, ¿Verdad? —le murmuró Pedro al oído—. Dos personas supuestamente inteligentes no pueden controlar la atracción que sienten el uno por el otro, ni siquiera en una pista de baile.
Ella echó la cabeza hacia atrás para mirarlo, sonriendo ante el provocativo comentario.
—Habla por tí. ¡Yo no tengo problemas de autocontrol! —dijo con voz coqueta.
—Mentirosa —susurró él con ojos chispeantes.
Paula controló un gemido al sentir el calor de su mano en la espalda. Bailar así con él, sabiendo que lo amaba, era una dulce tortura.
Desafío: Capítulo 31
—Iré de compras en la hora de la comida —prometió.
Riendo, se escabulló de sus brazos y corrió al dormitorio. Si embargo, cuando se sentó en la cama para secarse el pelo, su sonrisa se apagó. Tenía la sensación de que una sombra había caído sobre su rinconcito de felicidad. Se dijo que era una tontería. Aunque habría preferido que la familia de Jonas no estuviera al tanto de lo que había entre ellos, ya no tenía remedio. De hecho, era casi increíble que hubieran mantenido el secreto tanto tiempo. Sin embargo, en el fondo de su mente, presentía que iba a ocurrir algo malo. Cuando llegó el sábado, Paula se puso el vestido que había comprado para la ocasión. También estrenó sandalias y bolso a juego. El azul intenso del vestido complementaba el color dorado de su cabello, que había dejado suelto. Al mirarse en el espejo, se asombró. La mujer que veía era una desconocida. Atractiva y guapa, no le recordaba a sí misma. Estaba acostumbrada a ver la persona fría y controlada que había sido durante nueve años. Lo cierto era que tampoco parecía la Paula de antes; y no era sólo cuestión de edad, sino de pose, seguridad y madurez. No pudo evitar una sonrisa. Había estado tan ocupada que no se había dado cuenta del cambio. Además, la imagen cuadraba con cómo se sentía: feliz. Gracias a Jonas. Siempre se sentía así con él, pero las pesadillas empezaban a agobiarla, sobre todo las noches que no dormían juntos. Un vistazo al reloj le confirmó que él debía estar a punto de llegar. Mientras lo pensaba, sonó el timbre. Nerviosa, se secó las manos en la falda antes de abrir. Pero sus nervios se desvanecieron al ver a Pedro. Estaba guapísimo con un traje de seda cruda; su corazón sufrió un bombardeo de emociones que la dejaron sin habla. Jonas, en cambio, no tuvo ese problema.
—¡Deslumbrante! —exclamó, mirándola—. Seré la envidia de todos los hombres.
—Y yo la envidia de todas las mujeres —respondió Paula, recuperando la voz.
—Me alegro de que te hayas dejado el pelo suelto —comentó Pedro, entrando. La rodeó con los brazos y la besó. Como por arte de magia, Paula olvidó sus miedos—. ¿Nerviosa? —preguntó él.
—Un poco —Paula se llevaba bien con Luciana y con Federico, pero tenía la sensación de que no les alegraría que tuviera una relación con su hermano.
—Pues olvida los nervios; estás conmigo, puedes relajarte y disfrutar.
Paula lo miró con solemnidad y asintió.
—Haré lo que pueda. Debo parecerte ridícula por preocuparme de lo que pensarán —añadió.
—En absoluto. Yo también he tenido mis momentos de ansiedad —confesó él.
—¿Tú? —lo miró con escepticismo.
—No es fácil pensar seriamente en una mujer cuando se sabe que la mayoría te busca porque eres rico —Pedro encogió los hombros—. Al final acabas preguntándote si te ven a tí o si sólo ven tu cartera.
—No habíapensadoen eso. Debe de ser desagradable —contestó ella, compasiva.
—Lo era, hasta que llegaste tú y me dí cuenta de que mi riqueza te molestaba más que agradarte. Como es natural, eso me intrigó —le dijo él.
—He conocido a muchos hombres ricos y no tardé en darme cuenta de que no es indicativo de decencia —afirmó Paula, pensando en el mundo de ricos y famosos en el que había habitado.
—¿Y dónde conociste a esas hordas de hombres ricos? —preguntó él.
Paula bajó la vista y se apartó de él para recoger el bolso que había en la mesita de café.
—En otra vida —contestó, incómoda. No quería hablar de eso. Se volvió hacia Pedro y le sonrió—. ¿Nos vamos? No quiero llegar tarde.
Pedro se quedó inmóvil, estudiando su rostro.
—Un día me lo contarás —dijo con voz suave.
A ella le dió un bote el corazón; hacía bastante que él no hacía referencia a sus demonios.
—No hay nada que contar y, si lo hubiera, no sería asunto tuyo —le dijo, tajante.
—Tengo la esperanza de que un día confíes en mí lo suficiente para que dejes que sea asunto mío —se hizo a un lado para dejarla salir.
—¿Por qué iba a hacer eso? —Paula arrugó la frente y observó cómo cerraba la puerta.
—Cariño, la respuesta será obvia cuando llegue el momento —dijo él con voz ligera.
A ella eso no le aclaró nada. Seguía dándole vueltas al críptico comentario cuando salieron del edificio. Había un taxi esperándolos. Paula volvió a pensar en lo que ocurriría cuando llegaran al club. Sintió mariposas en el estómago. Todos los ojos estarían en ella, por llegar con Pedro, y ya no estaba acostumbrada a ser el centro de atención. No le apetecía lo más mínimo. Sin embargo, cuando entró al club del brazo de él, se sintió sorprendentemente tranquila. Algunas personas los miraron, puede que incluso lo reconocieran, pero duró sólo un momento. Pedro miró a su alrededor y puso la mano libre sobre la de ella.
—¿Estás bien? —preguntó, ella sonrió.
—Sí, ¡Sí que lo estoy! —exclamó ella.
Riendo, se escabulló de sus brazos y corrió al dormitorio. Si embargo, cuando se sentó en la cama para secarse el pelo, su sonrisa se apagó. Tenía la sensación de que una sombra había caído sobre su rinconcito de felicidad. Se dijo que era una tontería. Aunque habría preferido que la familia de Jonas no estuviera al tanto de lo que había entre ellos, ya no tenía remedio. De hecho, era casi increíble que hubieran mantenido el secreto tanto tiempo. Sin embargo, en el fondo de su mente, presentía que iba a ocurrir algo malo. Cuando llegó el sábado, Paula se puso el vestido que había comprado para la ocasión. También estrenó sandalias y bolso a juego. El azul intenso del vestido complementaba el color dorado de su cabello, que había dejado suelto. Al mirarse en el espejo, se asombró. La mujer que veía era una desconocida. Atractiva y guapa, no le recordaba a sí misma. Estaba acostumbrada a ver la persona fría y controlada que había sido durante nueve años. Lo cierto era que tampoco parecía la Paula de antes; y no era sólo cuestión de edad, sino de pose, seguridad y madurez. No pudo evitar una sonrisa. Había estado tan ocupada que no se había dado cuenta del cambio. Además, la imagen cuadraba con cómo se sentía: feliz. Gracias a Jonas. Siempre se sentía así con él, pero las pesadillas empezaban a agobiarla, sobre todo las noches que no dormían juntos. Un vistazo al reloj le confirmó que él debía estar a punto de llegar. Mientras lo pensaba, sonó el timbre. Nerviosa, se secó las manos en la falda antes de abrir. Pero sus nervios se desvanecieron al ver a Pedro. Estaba guapísimo con un traje de seda cruda; su corazón sufrió un bombardeo de emociones que la dejaron sin habla. Jonas, en cambio, no tuvo ese problema.
—¡Deslumbrante! —exclamó, mirándola—. Seré la envidia de todos los hombres.
—Y yo la envidia de todas las mujeres —respondió Paula, recuperando la voz.
—Me alegro de que te hayas dejado el pelo suelto —comentó Pedro, entrando. La rodeó con los brazos y la besó. Como por arte de magia, Paula olvidó sus miedos—. ¿Nerviosa? —preguntó él.
—Un poco —Paula se llevaba bien con Luciana y con Federico, pero tenía la sensación de que no les alegraría que tuviera una relación con su hermano.
—Pues olvida los nervios; estás conmigo, puedes relajarte y disfrutar.
Paula lo miró con solemnidad y asintió.
—Haré lo que pueda. Debo parecerte ridícula por preocuparme de lo que pensarán —añadió.
—En absoluto. Yo también he tenido mis momentos de ansiedad —confesó él.
—¿Tú? —lo miró con escepticismo.
—No es fácil pensar seriamente en una mujer cuando se sabe que la mayoría te busca porque eres rico —Pedro encogió los hombros—. Al final acabas preguntándote si te ven a tí o si sólo ven tu cartera.
—No habíapensadoen eso. Debe de ser desagradable —contestó ella, compasiva.
—Lo era, hasta que llegaste tú y me dí cuenta de que mi riqueza te molestaba más que agradarte. Como es natural, eso me intrigó —le dijo él.
—He conocido a muchos hombres ricos y no tardé en darme cuenta de que no es indicativo de decencia —afirmó Paula, pensando en el mundo de ricos y famosos en el que había habitado.
—¿Y dónde conociste a esas hordas de hombres ricos? —preguntó él.
Paula bajó la vista y se apartó de él para recoger el bolso que había en la mesita de café.
—En otra vida —contestó, incómoda. No quería hablar de eso. Se volvió hacia Pedro y le sonrió—. ¿Nos vamos? No quiero llegar tarde.
Pedro se quedó inmóvil, estudiando su rostro.
—Un día me lo contarás —dijo con voz suave.
A ella le dió un bote el corazón; hacía bastante que él no hacía referencia a sus demonios.
—No hay nada que contar y, si lo hubiera, no sería asunto tuyo —le dijo, tajante.
—Tengo la esperanza de que un día confíes en mí lo suficiente para que dejes que sea asunto mío —se hizo a un lado para dejarla salir.
—¿Por qué iba a hacer eso? —Paula arrugó la frente y observó cómo cerraba la puerta.
—Cariño, la respuesta será obvia cuando llegue el momento —dijo él con voz ligera.
A ella eso no le aclaró nada. Seguía dándole vueltas al críptico comentario cuando salieron del edificio. Había un taxi esperándolos. Paula volvió a pensar en lo que ocurriría cuando llegaran al club. Sintió mariposas en el estómago. Todos los ojos estarían en ella, por llegar con Pedro, y ya no estaba acostumbrada a ser el centro de atención. No le apetecía lo más mínimo. Sin embargo, cuando entró al club del brazo de él, se sintió sorprendentemente tranquila. Algunas personas los miraron, puede que incluso lo reconocieran, pero duró sólo un momento. Pedro miró a su alrededor y puso la mano libre sobre la de ella.
—¿Estás bien? —preguntó, ella sonrió.
—Sí, ¡Sí que lo estoy! —exclamó ella.
Desafío: Capítulo 30
Las semanas siguientes fueron mágicas para Paula, que no se permitía cuestionarse lo que hacía, simplemente vivía el momento. Cuando su conciencia intentaba alzar la cabeza, la aplastaba, haciendo oídos sordos. Pero, a pesar de que disfrutaba con la relación, no podía evitar la sensación de que vivía en un castillo de naipes que pronto se desmoronaría a su alrededor. Había supuesto que Pedro querría cenar fuera todas las noches y ser visto en los lugares más elegantes, pero se equivocó de plano. A veces cenaban fuera, pero lo habitual era que cenaran en casa, en la suya o en la de él, disfrutando a solas. Los fines de semanas salían al campo, a encantadores hoteles rurales desde donde emprendían largos y deliciosos paseos. A veces tenía la sensación de estar soñando, porque lo pasaba demasiado bien. Sin embargo, con Pedro era imposible evitarlo. Con él se relajaba. Era fantástico poder ser ella misma. Sin embargo, a veces, cuando se miraba al espejo, sentía asco de sí misma. Esas noches dormía fatal y se despertaba sabiendo que había tenido pesadillas. Le costaba un gran esfuerzo simular que no había ocurrido nada. Jonas nunca hacía preguntas, pero era obvio que lo sabía. Esperaba que ella diera el primer paso, pero no lo hacía. Con el tiempo quedaba olvidado, hasta la siguiente vez. Lo que preocupaba a Aimi era que los malos sueños aumentaban en frecuencia. En ese momento, con la cabeza apoyada en el hombro de Jonas, no pensaba en eso. Hacía calor, pero las elevadas temperaturas de semanas antes habían llegado a su fin, tras una serie de espectaculares tormentas de verano. Estaban en la cama de Jonas y, por la ventana, veía a los pájaros volar de árbol en árbol. Oyó un suspiro y volvió la cabeza. Sus ojos verdes se encontraron con unos azules y somnolientos.
—Buenos días —adoraba verlo adormilado.
—¿Qué hora es? —preguntó Pedro, pasándose una mano por el pelo.
—Las nueve y media —contestó ella.
—¿Tan tarde? ¿Por qué no me has despertado?
Ella movió la cabeza.
—Me gusta verte dormir —confesó.
—¿Ah, sí? ¿Y ocurre a menudo? —preguntó él, moviéndose para poder acariciar su cadera.
—De vez en cuando —admitió ella, estremeciéndose bajo su mano.
—Pues la próxima vez, despiértame. Así los dos disfrutaremos del momento —sugirió él.
Después, capturó sus labios con un beso largo y sensual. Una cosa llevó a otra y pasó un buen rato antes de que pudieran volver a pensar de forma racional. Compartieron el cuarto de baño, Puala se duchó mientras Jonas se afeitaba. Ella estaba aclarándose cuando le pareció oírle decir algo. Cerró el grifo y abrió la mampara un poco. —
¿Has dicho algo?
—Luciana me llamó ayer para invitarnos a cenar —contestó él, mirándola en el espejo—. Iba a decírtelo anoche, pero me distrajiste —añadió, con una sonrisita traviesa.
—¿Has dicho «invitarnos»? —repitió ella, envolviéndose en una toalla.
—¿Te parece mal? —Pedro enarcó las cejas al oír el tono de su voz—. Por lo visto te llamó a casa y, al no encontrarte, llamó a Fede. Él le dijo que hablara conmigo.
—Oh, no —a Paula se le encogió el corazón—. ¿Por qué tuvo que decirle eso?
—¿Por qué no iba a hacerlo? —Pedro bajó la mano con la que se afeitaba y la miró.
—Porque Luciana no es tonta. ¡Supondrá que tú y yo nos vemos! —exclamó Paula con frustración, sin captar la extraña mirada de Pedro.
Ella había pretendido ocultar su aventura al resto de la familia. Si se hacía pública adquiriría un toque de realidad que no podría ignorar.
—¿Te avergüenza estar conmigo, Paula? —preguntó él con voz fría.
Ella comprendió cómo debía sentirse por su comentario.
—¡No! ¡No es eso! —clamó, acercándose y tocando su brazo. No sabía cómo explicarle que había iniciado esa relación arriesgando algo muy personal. Había roto su promesa a Sofía para estar con él—. Sólo quería que fuera nuestro secreto.
—Pues Fede lo sabe, y eso no te ha sorprendido —la miró dubitativo—, así que supongo que se lo has dicho.
—No se lo dije, lo adivinó —suspiró ella—. Me advirtió que no me involucrara contigo desde el primer día y lo descubrió cuando me enviaste la rosa e intenté darle largas —explicó Paula.
—Pues has acertado respecto a Luciana—Pedro dejó de afeitarse y la rodeó con los brazos—; deber tener claro lo que hay. Así que tienes dos opciones: o te quedas en casa reconcomiéndote o te enfrentas a ella. ¿Cuál vas a elegir?
Si Luciana sabía la verdad, ocultar la aventura ya no tenía ningún sentido. El daño estaba hecho.
—¿A qué hora? ¿Tengo que ir elegante? —fue su respuesta.
La sonrisa traviesa de Jonas reapareció por arte de magia.
—El sábado, a las ocho y media. No conozco el local pero, tal y como es Luciana, será caro y con pista de baile. Un vestido elegante es de rigor.
Paula le sonrió, se puso de puntillas y le besó la nariz.
—Buenos días —adoraba verlo adormilado.
—¿Qué hora es? —preguntó Pedro, pasándose una mano por el pelo.
—Las nueve y media —contestó ella.
—¿Tan tarde? ¿Por qué no me has despertado?
Ella movió la cabeza.
—Me gusta verte dormir —confesó.
—¿Ah, sí? ¿Y ocurre a menudo? —preguntó él, moviéndose para poder acariciar su cadera.
—De vez en cuando —admitió ella, estremeciéndose bajo su mano.
—Pues la próxima vez, despiértame. Así los dos disfrutaremos del momento —sugirió él.
Después, capturó sus labios con un beso largo y sensual. Una cosa llevó a otra y pasó un buen rato antes de que pudieran volver a pensar de forma racional. Compartieron el cuarto de baño, Puala se duchó mientras Jonas se afeitaba. Ella estaba aclarándose cuando le pareció oírle decir algo. Cerró el grifo y abrió la mampara un poco. —
¿Has dicho algo?
—Luciana me llamó ayer para invitarnos a cenar —contestó él, mirándola en el espejo—. Iba a decírtelo anoche, pero me distrajiste —añadió, con una sonrisita traviesa.
—¿Has dicho «invitarnos»? —repitió ella, envolviéndose en una toalla.
—¿Te parece mal? —Pedro enarcó las cejas al oír el tono de su voz—. Por lo visto te llamó a casa y, al no encontrarte, llamó a Fede. Él le dijo que hablara conmigo.
—Oh, no —a Paula se le encogió el corazón—. ¿Por qué tuvo que decirle eso?
—¿Por qué no iba a hacerlo? —Pedro bajó la mano con la que se afeitaba y la miró.
—Porque Luciana no es tonta. ¡Supondrá que tú y yo nos vemos! —exclamó Paula con frustración, sin captar la extraña mirada de Pedro.
Ella había pretendido ocultar su aventura al resto de la familia. Si se hacía pública adquiriría un toque de realidad que no podría ignorar.
—¿Te avergüenza estar conmigo, Paula? —preguntó él con voz fría.
Ella comprendió cómo debía sentirse por su comentario.
—¡No! ¡No es eso! —clamó, acercándose y tocando su brazo. No sabía cómo explicarle que había iniciado esa relación arriesgando algo muy personal. Había roto su promesa a Sofía para estar con él—. Sólo quería que fuera nuestro secreto.
—Pues Fede lo sabe, y eso no te ha sorprendido —la miró dubitativo—, así que supongo que se lo has dicho.
—No se lo dije, lo adivinó —suspiró ella—. Me advirtió que no me involucrara contigo desde el primer día y lo descubrió cuando me enviaste la rosa e intenté darle largas —explicó Paula.
—Pues has acertado respecto a Luciana—Pedro dejó de afeitarse y la rodeó con los brazos—; deber tener claro lo que hay. Así que tienes dos opciones: o te quedas en casa reconcomiéndote o te enfrentas a ella. ¿Cuál vas a elegir?
Si Luciana sabía la verdad, ocultar la aventura ya no tenía ningún sentido. El daño estaba hecho.
—¿A qué hora? ¿Tengo que ir elegante? —fue su respuesta.
La sonrisa traviesa de Jonas reapareció por arte de magia.
—El sábado, a las ocho y media. No conozco el local pero, tal y como es Luciana, será caro y con pista de baile. Un vestido elegante es de rigor.
Paula le sonrió, se puso de puntillas y le besó la nariz.
Desafío: Capítulo 29
Paula imaginaba lo que podía haber en la caja, así que levantó la tapa sonriendo. Sobre un lecho de papel de seda blanco había una rosa casi roja. Era tan perfecta que se le humedecieron los ojos. Alzó la rosa e inhaló su cremoso e intenso perfume. Entonces vió la tarjeta. Se le paró el corazón un instante al leer el sencillo mensaje, con caligrafía masculina.
"Echo de menos no estar contigo. Jonas".
Se le cerró la garganta, ella también lo echaba de menos. La rosa hizo que se sintiera mejor; fue a la cocina a buscar un jarrón. Luego la colocó en el escritorio, de modo que la brisa que entraba por la ventana le llevara su aroma. Quince minutos después, cuando volvía a estar concentrada en su trabajo, sonó el teléfono.
—¿Me has echado de menos? —preguntó Pedro.
—Sí —le contestó con sinceridad. Como siempre la voz de él le había provocado un cosquilleo—. Gracias por la rosa. Es una preciosidad.
—La florista me dijo que era de la variedad Amy, así que supe que era perfecta para tí.
—Huele de maravilla —dijo Paula, sonriente.
—Como tú —replicó Pedro.
—No hace falta que me piropees, ¿Sabes? —Paula movió la cabeza, aunque él no la veía.
—Lo sé. Pero me gusta hacerlo. Creo que no has recibido suficientes piropos últimamente.
—¿Por qué lo dices? —Paula frunció el ceño.
—Porque te incomoda recibirlos. Sin embargo, haré que eso cambie piropeándote a diestro y siniestro, arriba y abajo —bromeó él.
—¡No seas bobo! —protestó Paula, sintiéndose rara—. No he hecho nada para merecerlo.
—Cariño, existes y eres bellísima —le confió Pedro con voz grave e íntima—. Tienes buena cabeza y buen corazón, todo eso es merecedor de halagos. Y merece... —de detuvo un segundo— mucho más.
Paula no supo qué había estado a punto de decir, sólo que había callado. Sin embargo, lo dicho era más que suficiente para un espíritu que se había sentido golpeado durante años.
—¿Para eso has llamado? ¿Para halagarme?
—En parte. La otra razón era para informarte de que he reservado una mesa para esta noche. Espera un segundo —siguió un breve silencio—. Disculpa, pero tengo una llamada importante en la otra línea. Te recogeré a las siete, si te viene bien.
—Muy bien —confirmó ella—. Hasta luego, pedro—él colgó y ella hizo lo propio, con la mente hecha un torbellino.
Sería muy fácil enamorarse de un hombre como Pedro, pero no iba a hacerlo. Era demasiado sensata para confundir una poderosa atracción sexual con amor. Pero, habiendo llegado a ese punto, disfrutaría lo que tenían mientras durase. Por primera vez en mucho tiempo, Paula se saltó la comida para ir de compras. No pensaba ir a cenar con ropa de trabajo, por elegante que fuese. Afortunadamente había buenas tiendas cerca de casa de Federico y no le costó encontrar lo que buscaba. De hecho, le costó tanto elegir que compró varias prendas y volvió a la casa con una sensación burbujeante en el estómago. Federico regresó del hospital a media tarde y lo primero que notó, cuando entró al despacho, fue la rosa que adornaba el escritorio. —Veo que tienes un admirador —la pinchó. Paula se sonrojó. Federico había dejado muy claro que no quería que se involucrara con su hermano, y eso la ponía en una situación difícil.
—No es nada —murmuró, esperando que cambiara de tema, pero Federico estaba intrigado.
—¿Quién es? ¿Alguien a quién conozca?
Las mejillas de Paula subieron de tono; fue incapaz de mirarlo a los ojos.
—¡Oh, no! Yo..., creo que no.
La sonrisa de Federico se borró por completo al estudiar el intenso rubor de su rostro.
—Pau, ¡No puedes haber picado con Pepe! —exclamó, incrédulo—. Es él, ¿Verdad? ¡Después de todo lo que te dije! —se alejó unos pasos y luego se volvió bruscamente—. Lo ví venir. Ví cómo te miraba, pero pensé que tenías más sentido común. ¡Podría matarlo!
—Ya no soy una niña, Fede—Paula se levantó, asombrada al verlo tan molesto por lo que creía que había hecho su hermano—. Pedro no hizo nada que yo no deseara. Elegí con libertad.
—¿No lo ves, Pau? —se mesó el cabello, impotente—. Se le da muy bien hacer que una mujer crea que ha elegido. ¡Pensé que al menos contigo se controlaría! Cuando lo vea...
—No harás nada —afirmó Paula, tajante—. Gracias por preocuparte por mí, Fede, pero esto no tiene nada que ver contigo. Elegí tener una relación con Pedro, y no me arrepiento. Por favor, no te enfades con él.
—No quiero verte sufrir —suspiró Federico.
—No lo verás —esbozó una sonrisa destinada a tranquilizarlo—. Tengo los ojos muy abiertos.
—De acuerdo —aceptó él, nada convencido—. Como dices, es asunto tuyo. Pero prométeme que tendrás cuidado.
—Lo tendré —afirmó Paula, aliviada al ver que se calmaba—. Siento haberte decepcionado.
—No es el caso —dijo Federico, contrito—. Soy demasiado protector contigo, lo admito. El mundo de afuera es grande, y no siempre es seguro.
Ella se preguntó qué pensaría si supiera cuánto había vivido ella de ese mundo y de sus inseguridades. Pedro, por poco que estuviese en su vida, hacía que se sintiera segura y salvo. Era extraño, teniendo en cuenta su reputación, pero confiaba en él instintivamente. Cuando tuviera tiempo, intentaría analizar el porqué.
"Echo de menos no estar contigo. Jonas".
Se le cerró la garganta, ella también lo echaba de menos. La rosa hizo que se sintiera mejor; fue a la cocina a buscar un jarrón. Luego la colocó en el escritorio, de modo que la brisa que entraba por la ventana le llevara su aroma. Quince minutos después, cuando volvía a estar concentrada en su trabajo, sonó el teléfono.
—¿Me has echado de menos? —preguntó Pedro.
—Sí —le contestó con sinceridad. Como siempre la voz de él le había provocado un cosquilleo—. Gracias por la rosa. Es una preciosidad.
—La florista me dijo que era de la variedad Amy, así que supe que era perfecta para tí.
—Huele de maravilla —dijo Paula, sonriente.
—Como tú —replicó Pedro.
—No hace falta que me piropees, ¿Sabes? —Paula movió la cabeza, aunque él no la veía.
—Lo sé. Pero me gusta hacerlo. Creo que no has recibido suficientes piropos últimamente.
—¿Por qué lo dices? —Paula frunció el ceño.
—Porque te incomoda recibirlos. Sin embargo, haré que eso cambie piropeándote a diestro y siniestro, arriba y abajo —bromeó él.
—¡No seas bobo! —protestó Paula, sintiéndose rara—. No he hecho nada para merecerlo.
—Cariño, existes y eres bellísima —le confió Pedro con voz grave e íntima—. Tienes buena cabeza y buen corazón, todo eso es merecedor de halagos. Y merece... —de detuvo un segundo— mucho más.
Paula no supo qué había estado a punto de decir, sólo que había callado. Sin embargo, lo dicho era más que suficiente para un espíritu que se había sentido golpeado durante años.
—¿Para eso has llamado? ¿Para halagarme?
—En parte. La otra razón era para informarte de que he reservado una mesa para esta noche. Espera un segundo —siguió un breve silencio—. Disculpa, pero tengo una llamada importante en la otra línea. Te recogeré a las siete, si te viene bien.
—Muy bien —confirmó ella—. Hasta luego, pedro—él colgó y ella hizo lo propio, con la mente hecha un torbellino.
Sería muy fácil enamorarse de un hombre como Pedro, pero no iba a hacerlo. Era demasiado sensata para confundir una poderosa atracción sexual con amor. Pero, habiendo llegado a ese punto, disfrutaría lo que tenían mientras durase. Por primera vez en mucho tiempo, Paula se saltó la comida para ir de compras. No pensaba ir a cenar con ropa de trabajo, por elegante que fuese. Afortunadamente había buenas tiendas cerca de casa de Federico y no le costó encontrar lo que buscaba. De hecho, le costó tanto elegir que compró varias prendas y volvió a la casa con una sensación burbujeante en el estómago. Federico regresó del hospital a media tarde y lo primero que notó, cuando entró al despacho, fue la rosa que adornaba el escritorio. —Veo que tienes un admirador —la pinchó. Paula se sonrojó. Federico había dejado muy claro que no quería que se involucrara con su hermano, y eso la ponía en una situación difícil.
—No es nada —murmuró, esperando que cambiara de tema, pero Federico estaba intrigado.
—¿Quién es? ¿Alguien a quién conozca?
Las mejillas de Paula subieron de tono; fue incapaz de mirarlo a los ojos.
—¡Oh, no! Yo..., creo que no.
La sonrisa de Federico se borró por completo al estudiar el intenso rubor de su rostro.
—Pau, ¡No puedes haber picado con Pepe! —exclamó, incrédulo—. Es él, ¿Verdad? ¡Después de todo lo que te dije! —se alejó unos pasos y luego se volvió bruscamente—. Lo ví venir. Ví cómo te miraba, pero pensé que tenías más sentido común. ¡Podría matarlo!
—Ya no soy una niña, Fede—Paula se levantó, asombrada al verlo tan molesto por lo que creía que había hecho su hermano—. Pedro no hizo nada que yo no deseara. Elegí con libertad.
—¿No lo ves, Pau? —se mesó el cabello, impotente—. Se le da muy bien hacer que una mujer crea que ha elegido. ¡Pensé que al menos contigo se controlaría! Cuando lo vea...
—No harás nada —afirmó Paula, tajante—. Gracias por preocuparte por mí, Fede, pero esto no tiene nada que ver contigo. Elegí tener una relación con Pedro, y no me arrepiento. Por favor, no te enfades con él.
—No quiero verte sufrir —suspiró Federico.
—No lo verás —esbozó una sonrisa destinada a tranquilizarlo—. Tengo los ojos muy abiertos.
—De acuerdo —aceptó él, nada convencido—. Como dices, es asunto tuyo. Pero prométeme que tendrás cuidado.
—Lo tendré —afirmó Paula, aliviada al ver que se calmaba—. Siento haberte decepcionado.
—No es el caso —dijo Federico, contrito—. Soy demasiado protector contigo, lo admito. El mundo de afuera es grande, y no siempre es seguro.
Ella se preguntó qué pensaría si supiera cuánto había vivido ella de ese mundo y de sus inseguridades. Pedro, por poco que estuviese en su vida, hacía que se sintiera segura y salvo. Era extraño, teniendo en cuenta su reputación, pero confiaba en él instintivamente. Cuando tuviera tiempo, intentaría analizar el porqué.
viernes, 16 de marzo de 2018
Desafío: Capítulo 28
—Algunos demonios son más difíciles de dominar que otros. Hay cosas imperdonables —dijo con voz queda, hablando desde el corazón.
—Cierto. Pero no somos quiénes para perdonar en ciertos casos. Compete a seres superiores. ¿Quieres hablar de ello? —la azuzó con cariño.
Ella supo que había dicho demasiado.
—No hay nada de que hablar —movió la cabeza negativamente y liberó su mano.
—Pau... —empezó Pedro.
Calló al ver la fiereza de su mirada.
—¡No! —clamó, autoritaria—. De vez en cuando tengo pesadillas. No tienen por qué preocuparte. Deja el tema, por favor.
Él dió la impresión de que querer discutir pero, finalmente, se encogió de hombros con fatalismo.
—Muy bien —aceptó—. Pero recuerda que si quieres hablar de algo, estoy aquí para escucharte.
Paula tomó aire; había estado a punto de perder la calma. Aunque no había revelado nada, Pedro había captado que tenía secretos. Tendría más cuidado en el futuro.
—Gracias por el ofrecimiento, pero dudo que vaya a hacer uso de él.
—Seguirá en pie, en cualquier caso —dijo Pedro.
Cambiaron de tema, y Paula consiguió relajarse mientras él hablaba de su reunión en clave de humor. Sin embargo, poco a poco el cansancio la dominó.
—Disculpa —dijo, tras el tercer bostezo.
Pedro soltó una carcajada.
—Será mejor que me vaya, así podrás acostarte —dijo, poniéndose en pie.
—¿Te vas? —preguntó ella, atónita.
Había supuesto que querría quedarse a dormir.
—Sé lo que estás pensando, pero vine a cenar contigo. Mi intención no era acabar en la cama —la miró a los ojos—. No me malinterpretes. Me encantaría hacerlo, pero quiero demostrarte que esta relación no se limita al sexo.
—¿Qué es, entonces? —Paula sentía que el corazón botaba en su pecho.
Pedro la rodeó con los brazos y la besó profundamente. Ella vió la pasión en sus ojos.
—Se trata de que nos conozcamos. Ya sé lo que hace que tu cuerpo reaccione al mío, y el mío al tuyo. Ahora quiero saber qué te motiva.
—¿Por qué?
—El por qué llegará después —dijo él, soltándola—. Ahora, acompáñame a la puerta —le ofreció la mano y ella obedeció—. Gracias por la cena. Estaba deliciosa.
—¿Estás seguro de que no puedo tentarte para que te quedes? —preguntó Paula, sonriéndole.
—Cielo, podrías tentarme para que hiciera cualquier cosa —gruñó Pedro, cerrando los ojos—. Pero me prometí que haría esto. Buenas noches, Pau. Te llamaré mañana.
Paula contempló cómo salía e iba hacia la escalera. Él alzó la mano en despedida y se marchó. Ella cerró la puerta y reflexionó sobre el inesperado fin de la velada. La había impactado que Pedro le dijera que había gritado en sueños. Y también que no hubiera insistido en el tema. Sabía que él pretendía ayudarla, pero no podía hablar del pasado porque no quería rememorarlo. Si lo hacía no podría aferrarse a la felicidad que sentía. No había esperado que la velada acabara así, pero se sentía muy complacida. Y eso importaba mucho. Era como si él la entendiera mejor que ella misma. Volvió al comedor y empezó a recoger la mesa. En vez de llenar el lavavajillas, decidió entregarse a la labor de fregar y secar los cacharros. Le pareció relajante. Cuando acabó, ya tarde, se fue a la cama. Se puso el camisón y se abrazó a la almohada. Cerró los ojos y deseó soñar con Pedro, sin pesadillas.
Al día siguiente, se aseguró de recogerse el pelo antes de ir a trabajar. Fede tenía una operación y estaría en el hospital, así que Paula entró en la casa y se sentó ante el escritorio con intención de clasificar montones de papeles. Sin embargo, muy pronto su mente divagó hacia Pedro. La noche anterior había sido diferente, y no sabía cómo interpretarla. Se puso en pie y fue a la ventana, para mirar el jardín. El hombre era un misterio; no era el donjuán que había creído. Había apaciguado sus pesadillas sin que ella se diera cuenta, sin despertarla. Y después se había quedado. Muchos hombres habrían huido tras enfrentarse a, como él decía, sus demonios. Sin embargo, había ofrecido ayudarla, si podía. Además, había dicho que quería conocerla mejor. No sabía por qué, ni tampoco por qué eso la reconfortaba. Suspiró y volvió al escritorio. Tenía más preguntas que respuestas y poco tiempo para darles vueltas. Acababa de sentarse cuando sonó el timbre de la puerta. Oyó al ama de llaves de Federico abrir; poco después, la mujer entró al despacho, tras unos discretos golpecitos en la puerta.
—Acaban de traer esto para tí, Paula—declaró con una sonrisa, ofreciéndole una caja alargada.
—¿Para mí? —Paula la aceptó con sorpresa.
—Lleva tu nombre —contestó la mujer con una risita.
Salió del despacho, cerrando la puerta.
—Cierto. Pero no somos quiénes para perdonar en ciertos casos. Compete a seres superiores. ¿Quieres hablar de ello? —la azuzó con cariño.
Ella supo que había dicho demasiado.
—No hay nada de que hablar —movió la cabeza negativamente y liberó su mano.
—Pau... —empezó Pedro.
Calló al ver la fiereza de su mirada.
—¡No! —clamó, autoritaria—. De vez en cuando tengo pesadillas. No tienen por qué preocuparte. Deja el tema, por favor.
Él dió la impresión de que querer discutir pero, finalmente, se encogió de hombros con fatalismo.
—Muy bien —aceptó—. Pero recuerda que si quieres hablar de algo, estoy aquí para escucharte.
Paula tomó aire; había estado a punto de perder la calma. Aunque no había revelado nada, Pedro había captado que tenía secretos. Tendría más cuidado en el futuro.
—Gracias por el ofrecimiento, pero dudo que vaya a hacer uso de él.
—Seguirá en pie, en cualquier caso —dijo Pedro.
Cambiaron de tema, y Paula consiguió relajarse mientras él hablaba de su reunión en clave de humor. Sin embargo, poco a poco el cansancio la dominó.
—Disculpa —dijo, tras el tercer bostezo.
Pedro soltó una carcajada.
—Será mejor que me vaya, así podrás acostarte —dijo, poniéndose en pie.
—¿Te vas? —preguntó ella, atónita.
Había supuesto que querría quedarse a dormir.
—Sé lo que estás pensando, pero vine a cenar contigo. Mi intención no era acabar en la cama —la miró a los ojos—. No me malinterpretes. Me encantaría hacerlo, pero quiero demostrarte que esta relación no se limita al sexo.
—¿Qué es, entonces? —Paula sentía que el corazón botaba en su pecho.
Pedro la rodeó con los brazos y la besó profundamente. Ella vió la pasión en sus ojos.
—Se trata de que nos conozcamos. Ya sé lo que hace que tu cuerpo reaccione al mío, y el mío al tuyo. Ahora quiero saber qué te motiva.
—¿Por qué?
—El por qué llegará después —dijo él, soltándola—. Ahora, acompáñame a la puerta —le ofreció la mano y ella obedeció—. Gracias por la cena. Estaba deliciosa.
—¿Estás seguro de que no puedo tentarte para que te quedes? —preguntó Paula, sonriéndole.
—Cielo, podrías tentarme para que hiciera cualquier cosa —gruñó Pedro, cerrando los ojos—. Pero me prometí que haría esto. Buenas noches, Pau. Te llamaré mañana.
Paula contempló cómo salía e iba hacia la escalera. Él alzó la mano en despedida y se marchó. Ella cerró la puerta y reflexionó sobre el inesperado fin de la velada. La había impactado que Pedro le dijera que había gritado en sueños. Y también que no hubiera insistido en el tema. Sabía que él pretendía ayudarla, pero no podía hablar del pasado porque no quería rememorarlo. Si lo hacía no podría aferrarse a la felicidad que sentía. No había esperado que la velada acabara así, pero se sentía muy complacida. Y eso importaba mucho. Era como si él la entendiera mejor que ella misma. Volvió al comedor y empezó a recoger la mesa. En vez de llenar el lavavajillas, decidió entregarse a la labor de fregar y secar los cacharros. Le pareció relajante. Cuando acabó, ya tarde, se fue a la cama. Se puso el camisón y se abrazó a la almohada. Cerró los ojos y deseó soñar con Pedro, sin pesadillas.
Al día siguiente, se aseguró de recogerse el pelo antes de ir a trabajar. Fede tenía una operación y estaría en el hospital, así que Paula entró en la casa y se sentó ante el escritorio con intención de clasificar montones de papeles. Sin embargo, muy pronto su mente divagó hacia Pedro. La noche anterior había sido diferente, y no sabía cómo interpretarla. Se puso en pie y fue a la ventana, para mirar el jardín. El hombre era un misterio; no era el donjuán que había creído. Había apaciguado sus pesadillas sin que ella se diera cuenta, sin despertarla. Y después se había quedado. Muchos hombres habrían huido tras enfrentarse a, como él decía, sus demonios. Sin embargo, había ofrecido ayudarla, si podía. Además, había dicho que quería conocerla mejor. No sabía por qué, ni tampoco por qué eso la reconfortaba. Suspiró y volvió al escritorio. Tenía más preguntas que respuestas y poco tiempo para darles vueltas. Acababa de sentarse cuando sonó el timbre de la puerta. Oyó al ama de llaves de Federico abrir; poco después, la mujer entró al despacho, tras unos discretos golpecitos en la puerta.
—Acaban de traer esto para tí, Paula—declaró con una sonrisa, ofreciéndole una caja alargada.
—¿Para mí? —Paula la aceptó con sorpresa.
—Lleva tu nombre —contestó la mujer con una risita.
Salió del despacho, cerrando la puerta.
Desafío: Capítulo 27
Pedro, inconsciente del tumulto que había desatado en ella, sonrió y se sentó.
—Dicen que todos tenemos un doble en alguna parte.
—Creo que una como yo es más que suficiente —respondió ella, sintiendo un escalofrío.
—¿Siempre has llevado el pelo recogido? —se interesó Pedro.
Paula gruñó para sí.
—Cuando era más joven lo llevaba suelto —admitió, intentando mantenerse serena a pesar de los recuerdos. Comprendió que si daba medias respuestas él empezaría a preguntarse por qué. Tenía que decirle la verdad, al menos en parte—. Empecé a recogérmelo en la universidad.
—¡Yo habría pensado que ése era el momento de soltarse el pelo! —bromeó Pedro.
Paula sonrió, pero se sentía helada por dentro. Cuando llegó a la universidad ya se lo había soltado demasiado.
—Supongo —se encogió de hombros—, pero me tomaba mis estudios muy en serio. Necesitaba trabajar duro. No quería distracciones —no dijo que se había enterrado en el trabajo para conseguir sobrevivir.
—Te refieres a distracciones masculinas —Pedro apoyó la barbilla en la mano y examinó su rostro—. Muchos hombres se interesarían por tí.
—Sí, bueno, yo no estaba interesada —Paula removió su café—. Sólo quería trabajar —quería olvidar, pero no había sido posible.
—Así que empezaste a hacerte moño —musitó él. Arrugó la frente—. Tal y como yo lo veo, eso no funcionaría. Llevabas el pelo recogido cuando te conocí y eso no me paró los pies —comentó con una sonrisa.
—También llevaba gafas —admitió ella.
—¿Necesitas gafas?
—No, pero es verdad lo que dicen. Los hombres no coquetean con las mujeres que llevan gafas —la habían dejado en paz y ella se había concentrado en sus estudios.
—También podías haberte divertido —apunto Pedro.
Ella lo miró con fijeza.
—Ya te he dicho que estaba allí para estudiar. Además, había hecho una promesa a alguien, y no estaba dispuesta a olvidarla —añadió con solemnidad. Después, sintiendo el peso de esa promesa, intentó aligerar el tono—. Las rubias tienen sus problemas, ya lo sabes. Si no nos consideran tontas...
—Se ven como objeto sexual —concluyó Pedro—. Entiendo tu postura. Las mujeres bellas a veces tienen problemas para que las tomen en serio.
—Yo no soy bella —arguyó Paula, negándose a que la encasillara.
Pudo haberlo pensado en la vanidad de su juventud, pero esa Aimi había desaparecido hacía mucho.
—Para mí lo eres, incluso con el pelo recogido.
Paula sonrió, tal y como se esperaba de ella. Luego movió la cabeza de lado a lado.
—Puede que no quiera que me consideren bella.
—La belleza la deciden los ojos de quien mira —rió suavemente—. En cuanto te ví, llegaste a partes de mí que había olvidado existían. Aunque te vistieras con un saco, la reacción sería la misma.
Ella suspiró; sus palabras le llegaban al corazón. Era un buen hombre, en un mundo en el que era difícil encontrar uno. Ocurriera lo que ocurriera, no se arrepentiría de haberlo conocido.
—No hace falta que digas esas cosas. Me alegro de estar aquí contigo —le dijo.
Una vez hecha la elección, viviría con ella, fuera cual fuera el resultado. Pero no se atrevía a analizar lo que estaba viviendo, por miedo.
—Sólo digo la verdad, Pau—Pedro estiró el brazo por encima de la mesa y agarró su mano—. No hay intenciones ulteriores. Excepto que quiero convencerte de que puedes confiar en mí.
—¿Confiar en tí? Ya lo hago —arrugó la frente.
Si no confiara en él no estarían allí juntos. Él suspiró y atrapó su mano entre las suyas.
—Intento decirte que también puedes confiarme tus demonios, ésos que te devoran por dentro.
—¿Mis demonios? —sus nervios empezaron a bailotear, alarmados. Se preguntó qué sabía él—. ¿Por qué dices eso?
—Porque anoche gemiste y murmuraste en sueños —le dijo él.
—¡Eso es ridículo! —protestó ella, con un nudo en la garganta.
Sabía que era muy posible, había ocurrido con frecuencia en el pasado. Por lo visto, las pesadillas habían vuelto.
—¿Lo es? —Pedro enarcó las cejas. Aferró su mano para impedir que se soltara—. No me lo pareció, mientras te calmaba hasta que te volviste a dormir.
—Siento haberte molestado —se disculpó ella, asombrada de no recordar nada de eso.
—No me molestaste. Me preocupé por tí. Parecías muy infeliz —sus sollozos le habían helado el corazón—. Sé cuánto dolor pueden causar los demonios internos.
—¿Tú? —la confesión la sorprendió.
—Yo —afirmó él con una mueca irónica—. Una vez le dí a un hombre mi palabra de que salvaría la empresa que era su orgullo y su vida. Pensé que podría hacerlo, por desgracia no fue así. Tuve pesadillas durante mucho tiempo; al final apacigüé a los demonios ayudando a otros.
Ella lo miró a los ojos, y luego miró sus manos unidas, emocionada por sus palabras.
—Dicen que todos tenemos un doble en alguna parte.
—Creo que una como yo es más que suficiente —respondió ella, sintiendo un escalofrío.
—¿Siempre has llevado el pelo recogido? —se interesó Pedro.
Paula gruñó para sí.
—Cuando era más joven lo llevaba suelto —admitió, intentando mantenerse serena a pesar de los recuerdos. Comprendió que si daba medias respuestas él empezaría a preguntarse por qué. Tenía que decirle la verdad, al menos en parte—. Empecé a recogérmelo en la universidad.
—¡Yo habría pensado que ése era el momento de soltarse el pelo! —bromeó Pedro.
Paula sonrió, pero se sentía helada por dentro. Cuando llegó a la universidad ya se lo había soltado demasiado.
—Supongo —se encogió de hombros—, pero me tomaba mis estudios muy en serio. Necesitaba trabajar duro. No quería distracciones —no dijo que se había enterrado en el trabajo para conseguir sobrevivir.
—Te refieres a distracciones masculinas —Pedro apoyó la barbilla en la mano y examinó su rostro—. Muchos hombres se interesarían por tí.
—Sí, bueno, yo no estaba interesada —Paula removió su café—. Sólo quería trabajar —quería olvidar, pero no había sido posible.
—Así que empezaste a hacerte moño —musitó él. Arrugó la frente—. Tal y como yo lo veo, eso no funcionaría. Llevabas el pelo recogido cuando te conocí y eso no me paró los pies —comentó con una sonrisa.
—También llevaba gafas —admitió ella.
—¿Necesitas gafas?
—No, pero es verdad lo que dicen. Los hombres no coquetean con las mujeres que llevan gafas —la habían dejado en paz y ella se había concentrado en sus estudios.
—También podías haberte divertido —apunto Pedro.
Ella lo miró con fijeza.
—Ya te he dicho que estaba allí para estudiar. Además, había hecho una promesa a alguien, y no estaba dispuesta a olvidarla —añadió con solemnidad. Después, sintiendo el peso de esa promesa, intentó aligerar el tono—. Las rubias tienen sus problemas, ya lo sabes. Si no nos consideran tontas...
—Se ven como objeto sexual —concluyó Pedro—. Entiendo tu postura. Las mujeres bellas a veces tienen problemas para que las tomen en serio.
—Yo no soy bella —arguyó Paula, negándose a que la encasillara.
Pudo haberlo pensado en la vanidad de su juventud, pero esa Aimi había desaparecido hacía mucho.
—Para mí lo eres, incluso con el pelo recogido.
Paula sonrió, tal y como se esperaba de ella. Luego movió la cabeza de lado a lado.
—Puede que no quiera que me consideren bella.
—La belleza la deciden los ojos de quien mira —rió suavemente—. En cuanto te ví, llegaste a partes de mí que había olvidado existían. Aunque te vistieras con un saco, la reacción sería la misma.
Ella suspiró; sus palabras le llegaban al corazón. Era un buen hombre, en un mundo en el que era difícil encontrar uno. Ocurriera lo que ocurriera, no se arrepentiría de haberlo conocido.
—No hace falta que digas esas cosas. Me alegro de estar aquí contigo —le dijo.
Una vez hecha la elección, viviría con ella, fuera cual fuera el resultado. Pero no se atrevía a analizar lo que estaba viviendo, por miedo.
—Sólo digo la verdad, Pau—Pedro estiró el brazo por encima de la mesa y agarró su mano—. No hay intenciones ulteriores. Excepto que quiero convencerte de que puedes confiar en mí.
—¿Confiar en tí? Ya lo hago —arrugó la frente.
Si no confiara en él no estarían allí juntos. Él suspiró y atrapó su mano entre las suyas.
—Intento decirte que también puedes confiarme tus demonios, ésos que te devoran por dentro.
—¿Mis demonios? —sus nervios empezaron a bailotear, alarmados. Se preguntó qué sabía él—. ¿Por qué dices eso?
—Porque anoche gemiste y murmuraste en sueños —le dijo él.
—¡Eso es ridículo! —protestó ella, con un nudo en la garganta.
Sabía que era muy posible, había ocurrido con frecuencia en el pasado. Por lo visto, las pesadillas habían vuelto.
—¿Lo es? —Pedro enarcó las cejas. Aferró su mano para impedir que se soltara—. No me lo pareció, mientras te calmaba hasta que te volviste a dormir.
—Siento haberte molestado —se disculpó ella, asombrada de no recordar nada de eso.
—No me molestaste. Me preocupé por tí. Parecías muy infeliz —sus sollozos le habían helado el corazón—. Sé cuánto dolor pueden causar los demonios internos.
—¿Tú? —la confesión la sorprendió.
—Yo —afirmó él con una mueca irónica—. Una vez le dí a un hombre mi palabra de que salvaría la empresa que era su orgullo y su vida. Pensé que podría hacerlo, por desgracia no fue así. Tuve pesadillas durante mucho tiempo; al final apacigüé a los demonios ayudando a otros.
Ella lo miró a los ojos, y luego miró sus manos unidas, emocionada por sus palabras.
Desafío: Capítulo 26
Paula llegó a casa excitada, pero también nerviosa. Hacía mucho que no cocinaba para nadie y no tenía ni idea de qué le gustaba a Pedro. Decidió que hacía demasiado calor para comer algo pesado y optó por un arroz con verduras, buen vino y pan fresco. Era un plato fácil de hacer, una suerte, dado su nerviosismo. Preparó todos los ingredientes y luego se dio un baño y se lavó el pelo. Tras secarse, se puso ropa interior de seda, color borgoña, y fue a examinar el armario. No había en él nada que pudiera inspirarla. Ni siquiera tenía un vestido elegante. Toda su ropa de trabajo era funcional, diseñada para decir al mundo que era seria y eficaz; el resto era demasiado informal para cenar. Tendría que haber ido de compras, pero ya era demasiado tarde. Al final se decidió por unos pantalones grises y una blusa de seda color crema, sin mangas. Al mirarse al espejo lamentó, por primera vez, no tener nada más femenino que ponerse. Su lencería era muy sensual porque, en teoría, nadie la vería nunca. Suspiró y se recogió el pelo. Podría habérselo dejado suelto, pero le resultaba difícil abandonar todos sus viejos hábitos a la vez. Quizá algún día, pero aún no. Volvió al comedor y puso la mesa con su mejor mantelería y vajilla de porcelana. Le gustaban las cosas de calidad y las copas de cristal que sacó del armario eran elegantes y bellas. Satisfecha con la mesa, fue a la cocina, se puso un delantal y empezó a preparar la tarta de queso que serviría de postre. El timbre de la puerta sonó quince minutos después. Miró el reloj; sólo eran las siete y cuarto. Demasiado pronto para Jonas, así que supuso que sería su vecina, Ruth, que a veces iba a pedirle leche o azúcar. Se limpió las manos en un paño y fue a abrir. La sorprendió ver que sí era Pedro.
—¡Llegas pronto! —exclamó, como una tonta.
Él hizo una mueca.
—Lo sé. He esperado tanto como he podido, pero la necesidad de verte ganó la partida y aquí estoy —confesó con una sonrisa de chico malo.
Paula volvió a sentir un burbujeo interior y no pudo evitar devolverle la sonrisa.
—Ya lo veo. Será mejor que entres —dió un paso atrás.
Él entró y cerró la puerta a su espalda. Puso la mano en sus hombros y la atrajo. Inclinó la cabeza y la besó, larga y deliberadamente. Paula se deshizo contra él con un suspiro de placer; llevaba todo el día deseando eso. Cuando Pedro alzó la cabeza de nuevo, lo miró con los ojos nublados y él sonrió.
—Cuando me miras así, sólo deseo alzarte en brazos y llevarte a la cama —confesó él, ronco.
—No puedes. Estoy preparando la cena —señaló ella.
Él suspiró con resignación.
—Supongo que entonces tendré que esperar. Pero hay una cosa... —antes de que pudiera detenerlo, Pedro le quitó las horquillas del moño, dejándole el cabello suelto—. Así está mejor. Ahora pareces la mujer que se durmió en mis brazos anoche.
La sonrisa de Paula se apagó un poco. No había estado preparada para que hiciera eso. Se sentía incómoda con el súbito cambio de imagen. Sin embargo, la forma en que la miraba le hizo controlar el impulso de restaurar el orden.
—Me molestará para guisar —protestó sin mucho convencimiento.
—¿Pero te lo dejarás así? —acarició la rubia melena.
—Sí —aceptó, sabiendo que si no lo hacía él insistiría en saber por qué.
Seguramente creía que era un peinado de trabajo, pero era más que eso. Aunque había dado un paso de gigante dejándolo entrar en su vida, aún había muchas cosas de las que no podía hablar.
—Llévame a la cocina y te ayudaré —sonrió él.
—¿Sabes guisar?
—Pronto lo descubriremos.
Resultó que Pedro se manejaba muy bien en la cocina. Se quitó la chaqueta, la dejó en una silla y se arremangó la camisa. Divertida, Paula le encargó algunas tareas y charlaron mientras ella terminaba de preparar la tarta de queso. El ambiente doméstico la agradó. Como viejos amigos, llevaron la comida al comedor y se sentaron a cenar disfrutando de la brisa que entraba por la ventana. Ella no recordaba la última vez que se había sentido tan relajada; según avanzó la velada, bajó la guardia hasta que casi desapareció. Estaba casi eufórica, como si se hubiera quitado un enorme peso de encima. Sabía que era feliz y le gustaba la sensación. Jonas insistió en preparar el café y cuando volvió, ella alzó la cabeza sonriente y echó el pelo hacia atrás. Él se quedó inmóvil, mirándola.
—Haz eso otra vez —pidió.
—¿Hacer qué? —preguntó ella, intrigada.
—Echa el pelo hacia atrás, como acabas de hacer —aclaró él.
Paula arrugó la frente.
—¿Por qué? —Porque me has recordado a alguien, y no se a quién —musitó. Estudió su rostro un momento y movió la cabeza—. No, no lo recuerdo. ¿Te han dicho alguna vez que te pareces a alguien?
A Paula se le encogió el estómago. Si le decía que se parecía a su madre, cabía la posibilidad de que recordara la noticia sobre la hija de la famosa actriz, que había saltado a los periódicos internacionales. No quería eso. No quería que preguntara por su pasado ni que supiera el tipo de persona que había sido.
—No —negó con tanta serenidad como pudo—. Nadie. No creo ser una mujer que se parezca a ninguna otra —añadió, con una risita inquieta.
—¡Llegas pronto! —exclamó, como una tonta.
Él hizo una mueca.
—Lo sé. He esperado tanto como he podido, pero la necesidad de verte ganó la partida y aquí estoy —confesó con una sonrisa de chico malo.
Paula volvió a sentir un burbujeo interior y no pudo evitar devolverle la sonrisa.
—Ya lo veo. Será mejor que entres —dió un paso atrás.
Él entró y cerró la puerta a su espalda. Puso la mano en sus hombros y la atrajo. Inclinó la cabeza y la besó, larga y deliberadamente. Paula se deshizo contra él con un suspiro de placer; llevaba todo el día deseando eso. Cuando Pedro alzó la cabeza de nuevo, lo miró con los ojos nublados y él sonrió.
—Cuando me miras así, sólo deseo alzarte en brazos y llevarte a la cama —confesó él, ronco.
—No puedes. Estoy preparando la cena —señaló ella.
Él suspiró con resignación.
—Supongo que entonces tendré que esperar. Pero hay una cosa... —antes de que pudiera detenerlo, Pedro le quitó las horquillas del moño, dejándole el cabello suelto—. Así está mejor. Ahora pareces la mujer que se durmió en mis brazos anoche.
La sonrisa de Paula se apagó un poco. No había estado preparada para que hiciera eso. Se sentía incómoda con el súbito cambio de imagen. Sin embargo, la forma en que la miraba le hizo controlar el impulso de restaurar el orden.
—Me molestará para guisar —protestó sin mucho convencimiento.
—¿Pero te lo dejarás así? —acarició la rubia melena.
—Sí —aceptó, sabiendo que si no lo hacía él insistiría en saber por qué.
Seguramente creía que era un peinado de trabajo, pero era más que eso. Aunque había dado un paso de gigante dejándolo entrar en su vida, aún había muchas cosas de las que no podía hablar.
—Llévame a la cocina y te ayudaré —sonrió él.
—¿Sabes guisar?
—Pronto lo descubriremos.
Resultó que Pedro se manejaba muy bien en la cocina. Se quitó la chaqueta, la dejó en una silla y se arremangó la camisa. Divertida, Paula le encargó algunas tareas y charlaron mientras ella terminaba de preparar la tarta de queso. El ambiente doméstico la agradó. Como viejos amigos, llevaron la comida al comedor y se sentaron a cenar disfrutando de la brisa que entraba por la ventana. Ella no recordaba la última vez que se había sentido tan relajada; según avanzó la velada, bajó la guardia hasta que casi desapareció. Estaba casi eufórica, como si se hubiera quitado un enorme peso de encima. Sabía que era feliz y le gustaba la sensación. Jonas insistió en preparar el café y cuando volvió, ella alzó la cabeza sonriente y echó el pelo hacia atrás. Él se quedó inmóvil, mirándola.
—Haz eso otra vez —pidió.
—¿Hacer qué? —preguntó ella, intrigada.
—Echa el pelo hacia atrás, como acabas de hacer —aclaró él.
Paula arrugó la frente.
—¿Por qué? —Porque me has recordado a alguien, y no se a quién —musitó. Estudió su rostro un momento y movió la cabeza—. No, no lo recuerdo. ¿Te han dicho alguna vez que te pareces a alguien?
A Paula se le encogió el estómago. Si le decía que se parecía a su madre, cabía la posibilidad de que recordara la noticia sobre la hija de la famosa actriz, que había saltado a los periódicos internacionales. No quería eso. No quería que preguntara por su pasado ni que supiera el tipo de persona que había sido.
—No —negó con tanta serenidad como pudo—. Nadie. No creo ser una mujer que se parezca a ninguna otra —añadió, con una risita inquieta.
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