jueves, 29 de diciembre de 2016

Tiempo Después: Capítulo 24

—Leandro salió a cazar esta mañana, pero no ha vuelto. Todo el pueblo está buscándolo.

—Quizá ha visto un ciervo y va detrás de él. Acaba de oscurecer...

—No lo entiendes —lo interrumpió Paula—. Hoy tenía una partida de billar con sus amigos. No ha nacido el ciervo que le haga perderse una partida de billar.

—¿Dónde están buscándolo? —preguntó Pedro.

—En el camino que va a Black Lake, es allí donde suele cazar.

—¿Dónde está Benja?

—No ha vuelto... ah, ya está aquí.

El autobús del colegio acababa de detenerse delante de la casa. Al ver a Pedro, Benja apartó la mirada.

—¿Me dejas pasar?

—Tu tío Leandro se ha perdido en el bosque, hijo. Están buscándolo.

—¿En serio?

Paula miró alrededor, como perdida.

—¿Dónde está la linterna? ¿Dónde está, Benja?

El chico apartó unas chaquetas del perchero.

—Le puse pilas la semana pasada. ¿Dónde está el tío Diego?

—Con los demás, buscando a Leandro.

—Yo también voy a buscarlo.

 —No, mañana tienes que ir al colegio y...

—¿Por qué no vienes conmigo? —sugirió Pedro—. Serán un par de ojos más.

—Por favor, no te metas...

—¡Pero yo quiero ir, mamá!

Paula dejó caer los hombros.

—Muy bien, muy bien. Pedro, prométeme que no te separarás de él ni un momento.

—Te lo prometo. ¿Lo oyes, Benja? No puedes apartarte de mí.

El niño lo fulminó con la mirada.

—Voy a ponerme las botas.

—Benja—dijo Pedro entonces, sujetándolo por la manga de la chaqueta—. No vas a ningún sitio hasta que me contestes.

Los ojos azules del chico brillaban, desafiantes. Pero Pedro no bajó la mirada. Tenía que ganarse el respeto de su hijo.

—Muy bien, de acuerdo —dijo Benja por fin.

—Estupendo. Y no te preocupes, tu tío Leandro estará de vuelta en casa antes de medianoche. Ya lo verás.

En el camino de Black Lake encontraron un montón de coches. Un ranger con un walkie talkie estaba al lado de su jeep, mirando un mapa.

—¿Se sabe algo? —preguntó Pedro.

—Todavía no. Han buscado en las orillas del lago y en Corkum Hills. ¿Conoce usted el bosque?

—Crecí aquí, así que lo conozco como la palma de mi mano. Al este del lago hay un sitio donde solía haber muchos ciervos... Aquí —dijo Pedro entonces, señalando el mapa—. Benjamín y yo iremos a echar un vistazo, pero tardaremos un par de horas.

—Los bomberos tocarán la sirena cuando lo encuentren. Podrá oírse incluso en medio del bosque.

—Muy bien.

El chico y él se pusieron en camino. Los árboles habían crecido mucho en trece años, pero Pedro reconocía el camino.

—Aquí cerca hay una cueva. Cuando tenía tu edad, solía venir a fumar... Pero nunca le enseñé ese sitio a nadie, así que no creo que Leandro lo haya encontrado.

Benja emitió una especie de gruñido y Pedro suspiró. Había esperado que esa expedición soltara la lengua de su hijo, pero...

—Aún queda un kilómetro —murmuró, intentando no tropezar con las raíces que crecían por todas partes.

Ésas eran sus raíces, literalmente. No debería haber estado fuera tanto tiempo. Si hubiera vuelto antes, se habría enterado antes de la existencia de su hijo. Podría haber conocido a Benja  a los cinco, a los seis años, y quizá entonces el niño le habría aceptado. Pero había sido demasiado testarudo como para volver a casa.

Tiempo Después: Capítulo 23

—Tú no podrías estar con un hombre encantador. Te aburrirías en la luna de miel.

—Para ser alguien que desapareció hace trece años, pareces saber muchas cosas sobre mí —replicó ella.

—Soy tu fan número uno —sonrió Pedro—. En las raras ocasiones en las que he perdido los nervios con una mujer, ella ha salido corriendo. Pero tú no, tú la devuelves de inmediato.

—No me asustas, Pedro Alfonso.

—Oh, Pau. No deberías decirme esas cosas.

Pedro inclinó la cabeza para buscar sus labios y sintió enseguida que su resistencia se debilitaba. Con la pasión que había aprendido a esperar de ella, Paula le echó los brazos al cuello para devolverle el beso. Se ahogaba en su belleza, en su calor, en las curvas de su cuerpo. Abrumado por un ansia desesperada, se dió cuenta de que ella estaba temblando y sintió que el suelo se abría bajo sus pies.

—Benja podría volver en cualquier momento. Pero no puedo dejar de tocarte...

—¿Sabes una cosa? Se me había olvidado Benja. ¿Qué clase de madre se olvida de su hijo?

—¿Una mujer que tiene deseos propios?

—No puedo permitirme esos deseos. Pedro, vete a casa. Al hotel, a Nueva York o a Singapur...

—No estoy en situación de salir por esa puerta.

Ella miró hacia abajo y se puso colorada.

—Mi vida era tan ordenada antes de que volvieras a Cranberry Cove. La tienda va bien, Benja era feliz... Y ahora no sé ni dónde estoy...

—¿Eso es lo que quieres que pongan en tu tumba? ¿Vivió una vida ordenada?

—Mejor eso que otras fantasías —murmuró Paula, tomando un plato.

—¿Vas a rompérmelo en la cabeza? —rió Pedro, tomándola por la cintura.

—¡Estate quieto! ¡Tengo que fregar!

 Suspirando, él salió al pasillo para hacer tiempo. Quería ver su estudio. Sabía que había añadido una habitación al lado de la cocina...

—¿Quién te ha dado permiso para entrar aquí? —exclamó ella, unos segundos después.

—Estas vidrieras... son preciosas. Has conseguido muchas cosas en la vida, Shaine: has criado a tus hermanos, un hijo, una tienda... Debes haber trabajado tanto como yo.

—¿No nos hicimos amigos porque nos parecíamos?

—Nos parecíamos y éramos diferentes de los demás.

En realidad, para él había sido más fácil, mucho más fácil. Porque él era libre para hacer lo que quisiera. ¿Y si Benja no lo aceptaba nunca? Entonces no tendría más remedio que alejarse de Paula...

—He visto el horario de entrenamientos de Benja en la nevera. Mañana iré a verlo... Puedo quedarme en Cranberry Cove una semana, pero luego debo volver a Nueva York y Hong Kong. Ya veremos cómo están las cosas para entonces.

Paula le hizo entonces una pregunta crucial:

 —¿Y si sigue igual? ¿Volverás, Pedro?

Él se pasó una mano por el pelo.

—Sí. Tengo que compensar doce años de su vida —suspiró—. Y ahora me voy. No voy a darte un beso de buenas noches porque los dos sabemos dónde nos llevaría eso.

De repente, Paula dejó caer los hombros.

—No deberíamos haber hecho el amor en la isla... ¿En qué estábamos pensando?

—Éramos jóvenes. No pensábamos con la cabeza. Pero no lo lamento. Tú tampoco desearías que Benja no existiera, ¿Verdad?

—¡No! —exclamó ella, horrorizada.

—Pues eso. Hasta mañana, Pau.

Pedro salió de la casa para enfrentarse con la niebla. La sirena del faro sonaba en la oscuridad, como un grito solitario. Como una advertencia, pensó. Durante el partido de hockey,  intentó pasar lo más desapercibido posible. Sin embargo, Benja lo vió de inmediato. El chico no hizo ningún gesto, pero jugó como un maníaco, casi con violencia. Y gracias a él, su equipo ganó el partido.

Después de comer,  decidió hacer tiempo. Le había prometido a Paula que iría a verla, pero antes fue a visitar a Carlos y Margarita, intentando evitar en lo posible las preguntas de la curiosa vecina. Si iba a ver a Paula, seguramente vería a Benja. ¿Tenía miedo de su propio hijo? La niebla había ido desapareciendo durante el día y la casa amarilla frente al acantilado tenía un aspecto invitador. Pero cuando Paula abrió la puerta, estaba pálida.

—Pensé que eras Leandro.

—¿Leandro? ¿Por qué?

—¿No lo sabes?

—¿Saber qué? ¿Qué pasa?

Tiempo Después: Capítulo 22

Cuando Paula volvió a la cocina, su hijo iba tras ella.

—Yo te llevaré a casa de Adrián —se ofreció Diego—. Adiós Pedro.

—Adiós.

Unos minutos después, Paula y él estaban solos en la cocina.

—El pescado te ha quedado soberbio, pero he estado en funerales más divertidos que esta cena.

—Al menos no se ha convertido en una pelea.

—Podría haber pasado de no estar Diego aquí. Es el único que tiene algo de sentido común.

—Es el mayor —suspiró Paula, metiendo los platos en el fregadero—. Y el que más echó de menos a mis padres.

—Supongo que fue un momento terrible para tí.

—Sí, lo fue. Fue un accidente tan estúpido... estaban al lado de casa.

—Tú no estabas en Cranberry Cove cuando ocurrió.

—Seguía en la universidad. Mis padres insistieron en que siguiera estudiando cuando Benja nació. Mi madre cuidaba de él, pero el día antes del accidente los llamé para decir que no podía estar separada de mi hijo... que pensaba volver a Cranberry Cove. A veces me he preguntado si mi padre estaría distraído ese día, preocupado por mí y por Benja...

—No pienses eso —la interrumpió Pedro—. El hielo puede engañar hasta al mejor conductor. No fue culpa tuya, Paula.

—Yo... no le había contado esto a nadie. Antes te contaba a tí mis cosas, Pedro. Siempre fuiste mi mejor amigo.

—Yo digo todo el tiempo que siento no haberme puesto en contacto contigo, pero ¿Qué significa eso? —murmuró Pedro entonces, como si hablara solo—. Son palabras fáciles de pronunciar, pero no solucionan nada.

—Estoy preocupada por Benja —dijo Paula.

—Esperemos que Diego tenga razón, que con el tiempo acepte que tiene un padre — suspiró él, acariciando su cara.

—Sí, bueno... será mejor que terminemos de fregar los platos.

Pedro la abrazó entonces.

—Pau...

—No, por favor. No puedes hacerme esto. Tú puedes marcharte cuando quieras, pero yo no.

Él levantó su barbilla con un dedo.

—No llores, por favor. La primera vez que te ví estabas llorando... ya sabes que eso me parte por la mitad.

—¡No estoy llorando a propósito! No soporto a las mujeres que lloran.

Pedro tomó un paño y le secó las mejillas.

—Así está mejor.

Sin pensar, Paula levantó la mano y trazó con un dedo las arruguitas que había alrededor de sus ojos.

—Dices que he cambiado. Tú también has cambiado. Sé que tienes mucho dinero y que eres un hombre de éxito, pero no creo que haya sido tan fácil.

Sintiendo como si algo que se había congelado años atrás empezara a descongelarse, Pedro carraspeó.

—¿Por qué dijiste que no me amabas lo suficiente como para irte conmigo? ¿Era verdad, Pau?

Ella lo miró, asustada. De todas las preguntas que podría haberle hecho, aquélla era la que menos deseaba contestar.

—Eso fue hace mucho tiempo... ¿Por qué lo recuerdas ahora?

—Porque es importante.

—Para tí, quizá.

—Sin quizá.

—No quiero hablar del pasado cuando tengo que lidiar con el presente. Benja es lo más importante para mí ahora, Pedro. Ni tus sentimientos ni los míos.

—¿Cómo podemos separar nuestros sentimientos de él? Somos sus padres, Paula. Tú y yo.

—Aún tienes que probar que puedes portarte como un verdadero padre.

—¡Te he dicho que no pienso abandonarlo!

—Eso es fácil de decir.

Pedro se pasó una mano por la cara.

—Que Dios me ayude... Me vuelves loco, Paula Chaves. Me encanta verte enfadada. Gritas, te brillan los ojos...

—He tenido que tratar con cuatro hombres, mis hermanos y mi hijo.

—¿Y con quién más? ¿Quién es ese Pablo?

—Pablo se enfadaría mucho si perdiera los nervios con él. Es un hombre encantador.

—¡Encantador? Ah, entonces no tiene nada que hacer.

—¿Qué quieres decir?

Tiempo Después: Capítulo 21

—¿Puedo echarte una mano?

—Pon la mesa, por favor. Los platos están en ese armario.

Pedro estaba colocando las servilletas cuando los tres hermanos de Paula entraron en la casa, en procesión: Diego, que tenía el pelo color zanahoria, Leandro, el más fornido, y Gonzalo, con una larga coleta. Ninguno de los tres lo recibió con una sonrisa. Daban la impresión de estar deseando darle su merecido.

Que lo intentasen.

Diego dejó un tarro de pepinillos sobre la encimera, Leandro seis botes de cerveza y Gonzalo, que había ido con las manos vacías, se inclinó para besar a su hermana.

—¿Ha llegado Benja?

—Sí, está duchándose —contestó ella.

—¿Qué piensa de todo esto?

—No le hace mucha gracia.

—A mí tampoco —dijo Leandro, abriendo una cerveza.

—No crees más problemas —le ordenó Paula—. Gonza, sírveme una copa de vino, por favor.

Su hermano tomó una botella y lanzó un silbido.

—Un buen vino. Ya me imagino quién lo ha traído.

—Podemos salir a la calle después de cenar para darnos de tortas —dijo Pedro entonces—. Pero, por ahora, vamos a intentar portarnos como personas civilizadas. Aunque sólo sea por Benja.

—Tiene razón —suspiró Diego.

Pedro jamás olvidaría aquella interminable cena. Benja no decía nada a menos que le preguntasen y contestaba sólo con monosílabos. Paula alternaba entre el silencio y parloteos absurdos. Los tres hermanos hacían lo que podían. Y en cuanto a él, se portaba como el más civilizado de los neoyorquinos.

—El pescado está muy rico —dijo, intentando romper el silencio—. Mucho mejor que en Nueva York.

—Pues has tardado mucho en venir a probarlo —replicó Gonzalo.

—Pero he vuelto. Y no pienso desaparecer, lo juro.

 —¿Y a quién le importa? —murmuró Benja.

—Ya está bien —le advirtió Paula.

—No quiero pastel —dijo el chico entonces, levantándose—. Me voy a casa de Adrián. Prometí ayudarlo con los deberes de álgebra.

Paula dejó caer los hombros.

—¿Para qué estamos fingiendo que ésta es una cena familiar? No lo es.

—No debería haber venido —dijo Pedro entonces.

—Quizá no, pero estás aquí y vamos a comemos el pastel. Gonza, ¿Te importa hacer el té? Lean, el pastel está en el horno. Dieguito, los pepinillos estaban muy ricos — murmuró Paula. intentando contener las lágrimas.

—El chico se acostumbrará a la idea de que tiene un padre —dijo Diego entonces—. Pero tardará algún tiempo.

—Tengo toda la vida —suspiró Pedro—. No pienso abandonarlo.

En ese momento sonó el teléfono y Paula se levantó.

—¡Pablo! ¿Cómo estás? —exclamó, con evidente alegría.

¿Quién demonios era Pablo?, se preguntó Pedro. No se le había ocurrido preguntar si salía con alguien...

—¿Estás dónde? ¿En Toronto? ¿Por qué...? ¿En serio...? Oh, Pablo, qué alegría... ¿Me llamarás en cuanto sepas algo? ¿Cómo está tu madre...? Me alegro mucho. Muy bien, hablaremos pronto. Adiós.

Paula colgó y se volvió para mirar a los cuatro hombres.

—Era Pablo —dijo, innecesariamente—. Ha enviado una de mis vidrieras a un concurso en Toronto y la semana que viene le dirán si la han aceptado.

Sus hermanos la felicitaron, pero Pedro se quedó callado. El tal Pablo actuaba como si fuera su representante. ¿Y por qué conocía Paula a su madre? Tenía que enterarse. Había llegado la hora de exigir respuestas, pensó, mientras la veía subir corriendo a la habitación de Benja para darle la noticia. Por muy tarde que se fueran sus hermanos, él se marcharía el último.

martes, 27 de diciembre de 2016

Tiempo Después: Capítulo 20

—Obligarnos a hacer dibujos horribles le hace feliz. Pero tú haz lo que quieras. Esas flores son muy bonitas.

—¿De verdad te gustan?

—Se mueven con el viento, ¿No? —murmuró Pedro, mirando el dibujo—. Es como cuando estoy en la pista de hockey... casi puedes oír el viento.

Ella se puso colorada.

—Las otras chicas piensan que soy rara. Sabrina Hatchet no me ha invitado a su fiesta de cumpleaños.

—¿Por eso estabas llorando?

—Sí... pero yo no puedo dejar de ser yo.

Por impulso, Pedro le puso los auriculares.

—Escucha esto.

—¿Qué es? Nunca había oído música así.

—Es música clásica, el adagio de Albinoni. Se supone que los chicos de mi edad no escuchan este tipo de música. Yo siempre me meto en peleas porque odio el rap y el rock and roll y soy el primero de la clase sin tener que estudiar. Menos mal que soy bueno jugando al hockey, me ahorra muchos líos.

—Entonces, tú también eres un poco raro —dijo la chica.

—Sí, pero no pasa nada.

—Las chicas no se pelean, simplemente no te dirigen la palabra.

—¿Qué tal si tú y yo nos vemos de vez en cuando? Podríamos ir a buscar moras. Yo escucharé música clásica mientras tú pintas tus cosas y nadie nos molestará.

Ella sonrió, encantada.

—Me llamo Paula Chaves y vivo en la casa amarilla cerca del acantilado.

—Pedro Alfonso. Vivo en la calle Mayor —dijo él—. Iré a buscarte dentro de un par de días. Puede que mi padre vaya a Ghost Island este fin de semana... allí están las moras más jugosas.


Ése había sido el principio, pensó Pedro. Un encuentro fortuito y luego una tarde recogiendo moras. Durante años, lo suyo con Paula fue una buena amistad. Se escribieron mientras él estaba en la universidad y luego, cuando volvió para el funeral de su padre, en lugar de la niña a la que recordaba encontró a una mujer bellísima. Una extraña que no era una extraña, más seductora por eso... y fue entonces cuando se enamoró. Sacudió la cabeza. Hora de entrar en casa, hora de enfrentarse con la familia, pensó. Seguía loco por la música clásica, aunque había hecho falta un heterodoxo profesor de matemáticas para aliar eso con su genio para los números. ¿Qué clase de música le gustaría a Benja? Llamó al timbre.

—Dos botellas de vino, un pastel de moras y... un ramo de rosas silvestres —dijo, cuando Paula abrió la puerta.

Eran rosas del acantilado, rosas salvajes.

—Ah.

—En Cranberry Cove no hay ninguna floristería, ya sabes. Era un regalo muy sencillo. No tenía por qué sentirse como si le hubiera dado el sol y la luna.

Pero ella lo miraba de una forma...

—¿De dónde has sacado el pastel? —preguntó Paula, cuando pudo encontrar su voz.

—Tengo mis contactos.

—Ojala no me hicieras reír. Ojala no me gustases... porque te odio —dijo ella entonces, con la sinceridad que siempre la había caracterizado.

Pedro sonrió.

—Cuidado cuando pongas las rosas en agua. Tienen espinas.

—¿Se supone que es una metáfora?

—¿De qué?

—De la vida en general —suspiró Paula—. ¿Por qué no las pones tú en agua? Hay un jarrón debajo del fregadero.

—Se supone que deberías darme las gracias —dijo Pedro, acercándose.

—A ninguno de los dos se le da bien hacer lo que hacen los demás —replicó ella, amenazándolo con una cuchara de madera.

Pedro apartó la cuchara y la tomó por la cintura.

—Hueles muy bien. Si no tuvieras tres hermanos y un hijo, ¿Sabes dónde estaríamos?

—¿En este pueblo? Lo dirás de broma... Margarita se enteraría antes de que hiciéramos nada.

—A pesar de las fotos de esa revista, no he salido con muchas mujeres —dijo él entonces—. Y en trece años nunca he conocido a nadie como tú. Nunca. Sólo tengo que mirarte y...

Entonces oyeron un portazo y Paula se apartó, nerviosa.

—Pon las rosas en el jarrón.

Cuando Benja entró en la cocina, Pedro estaba abriendo el grifo.

—Hola, Benja.

—¿Qué hace él aquí? —preguntó el chico.

—Le he invitado a cenar. Tienes veinte minutos para ducharte...

—¡Pero es mi padre!

—Sí, lo es —contestó Paula—. Sé que esto es difícil para tí,  hijo. Para los dos. Pero Pedro está aquí y quiere conocerte.

—Cenaré en mi habitación. Tengo que hacer los deberes.

—Van a venir tus tíos y vamos a cenar en el comedor. Ve a ducharte —insistió ella.

Benjamín  medía lo mismo que su madre, pero fue él quien bajó la mirada y salió de la cocina con la cabeza baja.

—Deberías haberle dicho que me he invitado a cenar yo mismo —murmuró Pedro.

—Estoy intentando hacer lo que me parece mejor para mi hijo. Pero con él discutiendo y tú tonteando... no sé cómo voy a hacer nada.

Enfadada, apasionada y obstinada, como siempre. ¿Cómo no iba a sentirse atraído por ella, como el río por el mar?

Tiempo Después: Capítulo 19

—Es demasiado tarde para eso.

—Siempre fuiste una dura oponente —sonrió Pedro, saliendo de la tienda.

¿Cuándo se había sentido tan vivo como en aquel momento, caminando por una estrecha calle de pueblo, oyendo el ruido de las olas que golpeaban contra el malecón, respirando un aire que olía a sal? Sin embargo, iba a comprar una botella de vino para una cena que sería un desastre. Su hijo lo odiaba, los hermanos de Paula sentían lo mismo... y ella lo deseaba y lo odiaba a la vez. Quizá debería comprar una caja entera de botellas. Pero decidió comprar sólo dos de un Chardonnay bastante decente. Luego, para hacer tiempo, fue a visitar a Emilia Bennett. La mujer, una viuda gordita de sesenta años, lo recibió con los brazos abiertos.

—¡Pedro! Me habían dicho que estabas en el pueblo, pero...

—Tenía muchas ganas de verte —sonrió él, abrazándola—. Pero ahora mismo necesito un favor: no tendrás un pastel de moras en la nevera, ¿Verdad?

—Hice media docena el otro día.

—Estupendo. Voy a cenar en casa de Paula y me gustaría llevar uno.

—¿Vas a cenar con Paula?

El rostro de Emilia era como un libro abierto.

—¿Tú también sabes que Benjamín es mi hijo? —suspiró Pedro.

—Lo sé hace años, pero no he dicho una palabra.

—Yo no sabía nada, Emilia. Me enteré hace poco.

—Porque te fuiste de Cranberry Cove como alma que lleva el diablo.

—Benja no quiere saber nada de mí.

—No te preocupes, ya se le pasará. ¿Y Paula?

—Igual.

—En fin... voy a buscar el pastel. Un pastel de moras puede hacer milagros —sonrió la viuda.

¿Conseguiría el pastel derretir el corazón de Paula Chaves? Pedro no lo creía. Unos minutos después, Emilia subía del sótano respirando con dificultad.

—¿Cuánto tiempo vas a quedarte en el pueblo?

 —Aún no lo sé.

—¿Piensas casarte con Paula? Ya es hora de que el chico tenga un padre.

—Paula no se casaría conmigo aunque hubiéramos tenido quintillizos —suspiró Pedro.

—Entonces, será mejor que te quedes por aquí hasta que cambie de opinión —dijo Emilia, convencida—. Con lo guapo que eres no tendrás problema para convencerla... y no olvides venir a visitarme con un poco más de tiempo.

—Volveré mañana o pasado, te lo prometo.

¿Todo el pueblo sabría que Benjamín era su hijo? ¿Se meterían con el chico ahora que él había vuelto?

Pedro vió la casa amarilla emergiendo entre la niebla. Impulsivamente, tomó un desvío hasta el acantilado. Cuando encontró lo que buscaba, dejó el pastel y las botellas de vino en el suelo y se inclinó para hacer su tarea. Luego volvió a la casa. Las luces estaban encendidas. Por la ventana, vió que Paula estaba en la cocina, en vaqueros, con un jersey de color fucsia. Si pudiera llevarla a la cama... si la vida fuera tan simple. Ella diría que sí. Estaba seguro de que lo deseaba tanto como él. Imágenes de Paula desnuda aparecieron en su mente, haciendo que su pulso se acelerase. Nunca habían estado en la cama, hicieron el amor sobre una manta en la hierba... ¿Debería pensar en sexo o en la platónica amistad que habían compartido durante tantos años? ¿No se habían encontrado cerca de allí por primera vez? Él iba corriendo por el camino...


Pedro corría, oyendo sólo el ritmo de sus pies sobre la hierba y la música de los auriculares. Pero entonces vió a una chica agachada en medio del camino, llorando. Se detuvo en seco, respirando profundamente. A los trece años, no estaba interesado en las chicas. Especialmente, si estaban llorando.

—¿Te pasa algo? —preguntó, quitándose los auriculares.

—No, estoy bien. Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero lo miraba con expresión desafiante mientras intentaba esconder un cuaderno de dibujo.

—Espera un momento, enséñamelo.

—¡No quiero!

Pedro se lo quitó. Estaba dibujando unas flores.

—Son muy bonitas.

—Lo dices para que deje de llorar.

—No, lo digo en serio. Yo suspendí dibujo el año pasado, pero tú debes ser la primera de la clase, ¿No?

—El profesor dice que debería dibujar lo que me manda y no lo que me da la gana.

 —El señor Mulligan es un idiota.

La chica soltó una risita.

—Yo lo odio.

Tiempo Después: Capítulo 18

Pedro estacionó frente a la tienda de artesanía. Las luces estaban encendidas, la vidriera de la ballena más impresionante iluminada por detrás. Iba a comprarla, pensó, mientras abría la puerta. Y si Paula tenía algún problema, peor para ella. Afortunadamente, no había clientes. Cuando lo vió, no se desmayó como la primera vez. Al menos, era un progreso.

—Podrías haberme avisado de que venías.

—Acabo de llevar a Benja al entrenamiento.

—¿Qué?

—Lo ví caminando por la acera, así que me detuve y lo llevé en el coche.

Paula se puso en jarras.

—Tenías que haber esperado antes de hablar con él.

—Pues no lo he hecho. Además, ya da igual. Desde que vió mi foto en el instituto, sospechaba que yo era su padre.

Paula se puso pálida.

—¿Eso te ha dicho?

—El chico no es tonto. Se dió cuenta de que teníamos el mismo color de pelo, los mismos ojos... y sabe hacer cuentas.

—¡Pero a mí no me ha dicho nada!

—Por lo visto, vió unas fotografías mías en una revista y me investigó en Internet. Pero te alegrará saber que no parecía encantado de conocerme.

—Entonces, ¿Él sabía que eras su padre? —preguntó Paula, atónita—. No puedo creer que no me haya preguntado. ¿No confía en mí?

Pedro tocó suavemente su brazo.

—Sólo tiene doce años.

—¿Está furioso contigo?

—Yo creo que sí. ¿Por qué no iba a estarlo? —murmuró Pedro, paseando por la tienda como un león enjaulado—. Una de las razones por las que está enfadado conmigo es porque tuviste que criarlo sola, sin ayuda, sin dinero... Mientras yo, según Benja, me dedicaba a amasar millones y a vivir como un rey.

—¿Y no es eso lo que has hecho?

—Por favor... deberías conocerme mejor.

La campanita de la puerta sonó en ese momento, anunciando la entrada de tres clientes. La primera, descubrió Pedro, horrorizado, era Margarita Stearns. Los otros dos eran extraños. Turistas, seguramente.

—¡Pero si es Pedro Alfonso! Me habían dicho que estabas en el pueblo... ¿Qué haces por aquí?

—Llevaba demasiado tiempo fuera —contestó él.

—Trece años. El otro día le decía a Paula que si venías por aquí me gustaría invitarte a un café. ¿Qué tal esta tarde? Carlos estaría encantado de verte.
Su marido, Carlos, a menos que hubieran cambiado mucho las cosas, se dedicaba a meter barquitos en botellas y apenas decía una palabra. Con el rabillo del ojo, Pedro vió que Paula esperaba su respuesta con malicioso placer.

—En otro momento, Margarita. Paula me ha invitado a cenar.

—Eso no es... —empezó a decir ella.

—Ahora mismo iba a comprar una botella de vino.

—¿Qué piensas hacer de cena, Paula? —preguntó Margarita.

—Besugo —contestó ella, fulminando a Pedro con la mirada.

—¿Cuánto tiempo vas a quedarte, Pedro Alfonso? —sonrió Margarita.

Él contó hasta diez.

—Tendremos tiempo de vernos, no te preocupes. Saluda a Carlos de mi parte.

—Lo haré, lo haré —sonrió la chismosa vecina, antes de salir de la tienda.

Paula lo miró, irritada.

—De haber sabido que íbamos a cenar juntos, habría hecho pastel de moras.

Durante tres veranos, Paula y él habían recogido moras cerca del acantilado. Entonces eran amigos, recordó; dos adolescentes que, a pesar de la diferencia de edad, disfrutaban con la compañía del otro.

—Quiero comprar la vidriera de la ballena. ¿Podrías enviarla a Long Island?

—Es muy cara.

Pedro puso su VISA platino sobre el mostrador.

—Incluye los gastos de envío en el precio, por favor.

—¿Y qué vas a hacer con ella? —Ponerla en mi casa, admirarla y pensar en tí. Bueno, voy a comprar esa botella de vino.

—Será mejor que compres más de una. Pienso invitar a mis tres hermanos a cenar — replicó Paula.

Él soltó una carcajada.

—Pero diles que dejen la escopeta en casa.

Tiempo Después: Capítulo 17

—Sí, lo sé. Y debo admitir que, en un par de años, serás mejor jugador de hockey que yo —intentó sonreír Pedro.  El chico bajó la mirada. Era guapo. Unos años más tarde, las chicas se lo rifarían—. Benja, sólo quiero conocerte un poco...

—Pues quédate por aquí.

—Quiero que seas parte de mi vida.

—¿Y mi madre?

—Paula está tan enfadada conmigo como tú —suspiró Pedro.

—¿Vas a casarte con ella?

—No creo que ella quiera casarse conmigo.

—Te da igual que me insulten en el colegio, ¿Verdad? —le espetó Benja entonces.

—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?

—Ya da igual. Antes me insultaban, pero... mi tío Leandro me enseñó a defenderme.

Leandro. No su padre. A Pedro se le hizo un nudo en la garganta.

—Lo siento, Benja. Siento haber estado fuera tanto tiempo.

El chico se encogió de hombros.

—Tenías cosas más importantes que hacer... eres millonario. Y no te necesito. ¿Por qué iba a hacerlo?

Habían llegado a la pista de hockey y Pedro detuvo el coche.

—No voy a marcharme, Benja. Así que tendrás que acostumbrarme a verme por aquí.

Benja tomó la bolsa de hockey, sin mirarlo.

—Llego tarde al entrenamiento —murmuró, dando un portazo.

Pedro se quedó en el coche, inmóvil. Si había soñado que su hijo le echaría los brazos al cuello, sería mejor olvidarlo. Benja estaba tan enfadado con él como su madre. ¿Con la misma razón? El remordimiento, descubrió, era mucho más insoportable que la pena. Sintió un dolor inmenso cuando su padre murió, ahogado en el mar que los había mantenido toda la vida. Pero la tristeza era algo natural y, con el tiempo, desapareció. En cambio, el remordimiento... ¿Qué podía hacer? No podía reescribir el pasado. Paula y Benja habían sufrido porque él había dejado que el orgullo, el dolor y la ambición formasen una barrera que lo alejó de Cranberry Cove. Benja no había conocido la seguridad y el amor de tener un padre, él sí. Le había robado a su hijo algo que debería ser la herencia de cualquier niño... Frunció el ceño. ¿Fue culpa suya? ¿O era responsabilidad de Paula por ocultarle el nacimiento de su hijo?  Años atrás se volvió loco preguntándose por qué no lo amaba lo suficiente como para marcharse con él. Ahora, después de aquella dolorosa reunión, se preguntaba lo mismo. Paula Chaves no cambiaba fácilmente de opinión... ¿Qué habría pasado para que cambiase tan drásticamente sus planes? Quizá había llegado el momento de enterarse, de exigir respuestas... Pero, ¿Y si Benja  no quería volver a verlo? ¿De qué valían todos los millones que había ganado si la mujer a la que amaba y su propio hijo no querían saber nada de él?

jueves, 15 de diciembre de 2016

Tiempo Después: Capítulo 16

Al principio no quiso explicarle por qué. Pero luego destruyó todas sus esperanzas, toda su fe en ella, diciendo que no lo amaba lo suficiente como para marcharse con él. Destrozado, Pedro salió de Cranberry Cove aquel mismo día. Y había estado lamiendo sus heridas desde entonces. Sus aventuras habían sido divertidas, pero nada más. Nunca había vuelto a enamorarse. Y todo por una pelirroja que había capturado su corazón trece años atrás. Y que le había dado un hijo. Había vuelto a Cranberry Cove para conocer a Benjamín. Nada más.

Pedro entró en las estrechas calles del pueblo. Empezaba a atardecer y la luz era opaca y misteriosa. Pasó por delante de la casa de Paula, pero no se detuvo. No tenía nada planeado. Él, que llevaba trece años con una vida tan organizada... Entonces su corazón empezó a latir con fuerza. Un chico iba caminando por la acera, con una bolsa de hockey colgada al hombro. Pedro lo habría reconocido en cualquier parte.

—¿Vas a la pista de hockey? ¿Quieres que te lleve?

El muchacho lo miró, sorprendido.

—Sí, gracias —contestó, con una voz más ronca de lo que Pedro había esperado.

Benjamín tiró la bolsa en el asiento trasero y se sentó a su lado.

—Lo ví  en la pista hace unos días.

—Sí, es verdad. Soy Pedro Alfonso. Nací aquí, en el pueblo...

—Lo sé.

—¿Lo sabes?

—En el instituto hay fotografías suyas. Fue usted un campeón, por eso lo reconocí el otro día.

—Ah —murmuró Pedro, con una notable falta de ingenio.

—¿Por qué has vuelto? —preguntó Benja entonces, tuteándolo.

—Me marché de Cranberry Cove hace trece años y me apetecía volver.

—No, quiero decir por qué has vuelto hoy... por segunda vez.

—Pues... es que tenía que solucionar un asunto.

—He leído algo sobre tí en Internet.

—¿Por qué?

El chico se encogió de hombros.

 —No lo sé. Un día, mi madre llevó una revista a casa y había fotografías tuyas en Singapur y luego bailando con una chica en una discoteca de Nueva York.

Su nombre era Marina, recordó Pedro. Aunque no recordaba nada más.

—Me marché de aquí porque buscaba nuevos horizontes.

—¿Por qué? ¿Qué tiene de malo Cranberry Cove?

—Nada. Pero no quería vivir aquí.

—Yo jugué en Maine el año pasado, pero luego volví a casa —dijo Benja entonces, desafiante—. ¿Dónde juegas ahora?

—Ya no juego.

—¿No? —exclamó el chico, horrorizado.

 —Tenía otras cosas que hacer. Pero cuando te ví en la pista pensé que me gustaría volver a ponerme los patines —sonrió Pedro.

—Me han dicho que mi madre y tú eran amigos.

—Sí, es verdad. Es una mujer estupenda... Benja, me gustaría hablar contigo. ¿Podemos vernos después del partido?

El chico se puso tenso.

—¿Por qué no me lo dices ahora? Tengo tiempo.

Ahora o nunca, pensó Pedro, mirando aquellos ojos azules tan parecidos a los suyos.

—He vuelto porque tenía algo que decirte. Hace trece años tu madre y yo... éramos novios. Cuando volví hace unas semanas, me enteré de que Paula había tenido un hijo unos meses después de que yo me fuera de Cranberry Cove —empezó a decir Pedro, con el corazón en la garganta—. Eres mi hijo, Benja.

El chico lo miraba, muy serio.

—Desde que ví tu fotografía en el instituto, yo... pensé... como los Chaves no tienen el pelo oscuro ni los ojos azules...

—¿Cuándo empezaste a sospechar?

—Hace tres o cuatro años.

—¿Por eso me buscaste en Internet?

—Sí, supongo que sí —suspiró Benja. Las mangas de la chaqueta se le habían quedado cortas y ese detalle conmovió a Pedro—. ¿Por qué has tardado trece años en venir a verme?

—No sabía de tu existencia hasta hace unos días.

—Si eras amigo de mi madre, ¿Por qué nunca has vuelto a hablar con ella?

 Era la pregunta más difícil.

—Yo estaba enamorado de tu madre, Benja. Pero ella no quiso venir conmigo como habíamos planeado. Así que me marché sin mirar atrás. Mi padre se ahogó en Ghost Island y mi madre emigró a Australia... nada me ataba a Cranberry Cove.

—Estabas demasiado ocupado ganando dinero y saliendo con otras mujeres —dijo Benja, con expresión hostil.

—Lo primero es verdad. Lo segundo, no. No me he casado ni he deseado hacerlo nunca.

—Mi madre nunca recibió un céntimo de tí. Ni un minuto de tu tiempo. Tuvo que hacerlo todo sola.

—Es verdad. Y no sabes cómo lamento no haber estado en contacto con ella. Y cómo lamento no haberte conocido antes.

—Yo estoy bien sin tí.

Benja estaba, inconscientemente, diciendo lo mismo que Paula.

Tiempo Después: Capítulo 15

—¡Eso es todo lo que haces!

—¿Qué quieres decir? —preguntó él, sorprendido.

Paula se quitó la cinta de pelo, dejándolo volar al viento como una cortina de fuego.

 —Quiero que me hagas el amor.

—¿Qué?

—Aquí. Hoy.

Sus ojos eran desafiantes más que amorosos. Sus labios, tan voluptuosos que tuvo que apartar la mirada.

—Me marcho a Nueva York dentro de unos días y vas a venir conmigo. ¿No crees que deberíamos esperar hasta que...?

—No —lo interrumpió ella—. Nos queremos, Pedro. ¿Para qué esperar? ¿Por qué no aprovechamos la oportunidad?

—Pero... no llevo preservativos.

—Estoy en el momento más seguro del ciclo, no pasará nada. Pero si no quieres que hagamos el amor...

—Tengo tantas ganas de hacerlo que no puedo dormir —dijo él con voz ronca—. Pienso en tí día y noche. Te quiero, Paula. Te querré siempre.

Ella sonrió, la sonrisa de una mujer que sabe lo que quiere.

—Ven aquí —dijo en voz baja. «Cálmate», se dijo Pedro a sí mismo. Era la primera vez para ella y debía ir despacio. Pero cuando encontró sus labios dejó escapar un gemido ronco, tan ardiente era la respuesta femenina, tan hambrienta.

—No quiero ir deprisa.

 —Yo quiero que lo hagas —murmuró Paula.

Sus besos eran tan inexpertos, tan apasionados, que Pedro olvidó su resolución. Paula Chaves  nunca hacía las cosas a medias. Su ardor, conmovedoramente inexperto, inflamaba sus sentidos. La besaba profundamente, acariciando sus pechos por encima del vestido, notando el seductor movimiento de sus caderas... Impaciente, desabrochó los botones del corpiño. El sujetador también era azul.

—Lo he comprado por catálogo. Para tí —dijo ella, poniéndose colorada.

—Llevo semanas temiendo que esto pasara. No sabes cómo he deseado besarte, tocarte, abrazarte.

Paula rió, metiendo la mano por debajo de la camiseta para tocarlo.

—Quiero estar desnuda, quiero sentirte por todas partes...

Pedro se quitó la camiseta de un tirón y luego, más despacio, le quitó el vestido. Después, el sujetador y las braguitas, también azules. Por un momento, el tiempo se detuvo; sólo podía mirarla con todo el amor que llevaba guardado dentro.

—Pepe, Pepe... cuando me miras así, me derrito.

Él pasó la mano por su cuerpo, como para memorizar cada curva.

—Eres tan preciosa... tu piel es como la espuma.

—Y tus ojos como el mar —dijo Paula, alargando la mano para desabrochar su cinturón.

Unos segundos después. Pedro estaba desnudo y encima de ella, sobre la manta. Olía a flores silvestres, incluso sabía a flores, su piel tan suave como un pétalo de rosa. Era su amor... y estaba abierta para él como las rosas se abrían para el sol. Pedro metió la mano entre sus piernas y la encontró húmeda. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, empezó a acariciarla, oyéndola gemir, sorprendida, encendida, excitada...

—Pepe...

—Calla —la interrumpió él, levantando sus nalgas para llevarla hacia su hambrienta lengua.
Ella echó la cabeza hacia atrás, enardecida y, unos segundos después, sus jadeos apasionados le parecieron la música más hermosa del mundo. Pero no había terminado con ella. Tumbándose a su lado, le dijo:

—Ponte encima, Pau. Tócame.

Con los ojos brillantes como una diosa pagana, ella se incorporó, el sol y la sombra jugando con sus pechos. Unos pechos hermosísimos, pensó Pedro, con la boca seca. No aguantaría mucho. Pero más grande que su deseo era la emoción de verla descubrir su propia sensualidad.

—Me toca a mí —dijo ella, sonriendo.

—Te quiero —murmuró Pedro.

Paula se inclinó hacia delante, sus pezones rozándolo hasta que creyó que se moriría de placer. Estaba muy húmeda, pero incluso así hubo un momento de resistencia y una sombra de dolor cruzó su rostro. Enseguida desapareció, reemplazada por una mueca de placer. Pedro levantó las caderas para enterrarse en ella. Veía la tormenta formándose en los ojos verdes mientras su tumulto interior empezaba a ser insoportable. Llegaron al orgasmo al mismo tiempo, sus gemidos mezclándose con los gritos de las gaviotas sobre sus cabezas. El corazón de ella latía sobre el suyo como las olas golpeando la playa...


Un camión apareció entre la niebla, interrumpiendo sus pensamientos. ¿A quién quería ver, a su hijo o a Paula? Paula, quien después de hacer el amor le dijo que no podía ir con él a Nueva York. Que había cambiado de opinión.

Tiempo Después: Capítulo 14

—Yo... aún no lo conozco.

—¿No?

—Tengo que tomar una decisión. Para eso he venido aquí.

—Pero tienes que volver a Cranberry Cove —dijo su madre, asombrada—. Eres su padre.

 —Sí, tengo que volver. Quiero que venga conmigo a Los Hampton y a Manhattan...

 —¿Vas a casarte con Paula?

Pedro hizo una mueca.

—No lo sé.

—Pero sigues enamorado de ella... debes estar enamorado si no le haces caso a esa rubia que prácticamente se sale del sujetador.

—Así que te has dado cuenta.

—Es imposible no darse cuenta, hijo —rió su madre—. ¿Sigues enamorado de Paula?

 —¡No! Bueno... no.

Ana escondió una sonrisa.

—¿Cuándo volverás a Cranberry Cove?

—Primero tengo que ir a Tailandia a una reunión de negocios.

—¿Tienes una foto de Benjamín?

—Aún no —contestó él. Pero le describió al niño con gran detalle—. Yo creo que Paula pasa tanto tiempo en la pista de hockey como tú, mamá.

—Entonces es una buena madre. La verdad, me haría mucha ilusión que te casaras con Paula.

—Díselo a ella —bromeó Pedro.

—No, tienes que hacerlo tú. ¿Puedo contárselo a Enrique?

—Sí, claro.

 Ana le dió un golpecito en el hombro.

—Harás lo que tengas que hacer, Pepe, lo sé.

 ¿Significaba eso que debía casarse con Paula? No. Además, ella se negaría. Pedro se levantó, estiró las piernas y se dirigió al restaurante. Sin mirar a la rubia.

Cranberry Cove estaba envuelto en la niebla cuando Pedro tomó la carretera de Breakheart Hill. Había llamado a Paula desde Tailandia para decirle que quería ser parte de la vida de su hijo, pero que aún no sabía cómo iba a hacerlo.

—No quiero que le hables de mí. Aún no.

—¿No confías en mí? —le espetó Paula. Era una buena pregunta.

—No tiene sentido hacer planes de futuro si el chico no está interesado —contestó Pedro—. Como tú misma dijiste, no tiene dos años, tiene doce. Quizá debería conocerlo en la pista de hockey, allí tenemos algo en común.

—Yo creo que debería advertirle...

—No voy a secuestrarlo, Paula.

—¡Pero estoy acostumbrada a tomar mis propias decisiones!

—No quiero hacerle daño. ¿Eres tú la que no confía en mí?

Al otro lado del hilo hubo un silencio.

—¿Cómo puedo contestar a eso? —replicó ella, antes de colgar.

Paula no sabía que iría a Cranberry Cove aquel mismo día. Confiaba en ella, pero no quería que interfiriese en su primer encuentro con Benja. No iba a ser fácil decirle que era su padre, pero fue él quien se marchó de Cranberry Cove y era su obligación reparar ese error. Todo eso sonaba bien mientras iba en su jet privado desde Vancouver a Deer Lake. Ahora, cuando las primeras casas de Cranberry Cove empezaban a verse entre la niebla, Pedro no estaba tan seguro. Le daba tanto miedo un niño de doce años como el gerente de la primera empresa para la que había trabajado. Si no hubiera tenido aquel sueño... Había soñado con Paula en Ghost Island, con aquel vestido azul...

Paula y él llegaron a la isla en una lancha que amarraron al viejo muelle gracias a una vieja maroma medio enterrada en el fango. Luego subieron a la pradera donde el faro hacía de centinela y las flores, de todos los colores. levantaban sus pétalos buscando el sol.

—He traído merienda —dijo Paula.

La falda del vestido azul le llegaba por debajo de las rodillas. No era un vestido atrevido, pero todo lo que llevaba le resultaba sexy. Estaba obsesionado con ella, día y noche; y jamás le había tocado un pelo precisamente por eso. Había cumplido dieciocho años el mes anterior, mientras él tenía veintidós. Su obligación era cuidar de ella.

—¿Sándwiches de pollo? —preguntó, esperanzado.

—Claro que sí. Son tus favoritos, ¿No? —murmuró Paula.

Parecía nerviosa, pero no sabía por qué. Pedro colocó la manta sobre la hierba y se sentó en una esquina.

—No tengo una enfermedad contagiosa —rió Paula.

 —Así puedo mirarte mejor.

Tiempo Después: Capítulo 13

Dos días después, cuando Pedro saltaba al muelle del lujoso hotel, su primer pensamiento fue que a Paula le gustaría aquel sitio. El segundo, que a Benjamín también. ¿Cómo no iba a gustarle?

Estaba en una de las islas más lujosas de la montañosa playa de Queensland, Australia. La barrera de coral formaba un círculo de agua color turquesa, seguida de un círculo mucho más oscuro. Azul oscuro, como los ojos de su hijo. ¿Era una coincidencia que estuviese tan lejos de Cranberry Cove como era posible?

—Hola, mamá —sonrió Pedro, abrazándola cariñosamente.

—¡No sabes cuánto me alegro de que hayas venido! —exclamó Ana Zolezzi—. Estas vacaciones son el mejor regalo que me han hecho nunca... Gracias, hijo. Bueno, el mejor regalo excepto conocer a Enrique. Nos conocimos el día de mi cumpleaños, ¿Lo sabías?

Pedro sonrió.

—Me lo has contado varias veces, mamá. Estás muy guapa, por cierto —dijo abrazando después a su padrastro—. Encantado de volver a verte, Enrique.

—Supongo que estarás deseando darte un chapuzón. Las piscinas son maravillosas... y  te traen bebidas y aperitivos sin que tengas que salir del agua —dijo su madre, emocionada.

Ana Zolezzi nunca había podido quitarse de encima su infancia en un pueblo pesquero de Terranova. Se quedaba maravillada por todo, como una niña.

—Un chapuzón me vendría genial.

Pedro intentó pasarlo bien durante esos días. Sabía que no podía sentarse para decidir qué iba a hacer con Benjamín y Paula. Tendría que esperar hasta que la respuesta apareciese en su cabeza. Mientras tanto, pensaba disfrutar. Hizo submarinismo, nadó, navegó, bailó hasta las tantas de la madrugada... no siempre con su madre. Pero nada funcionaba. Porque ninguna de las mujeres era Paula y los chicos que estaban de vacaciones en el hotel le recordaban a Benja. Seis días pasaron sin que se diera cuenta.

¿Quién ocupaba más sus pensamientos, Benja o Paula? Si ella hubiera aparecido al borde de la piscina con un bikini como el de la rubia que estaba haciéndole gestos en ese momento, se la habría echado al hombro y le habría hecho el amor hasta que ninguno de los pudiera andar. No le interesaba la rubia, por muy atractiva que fuera. Quería a Paula Chaves, la discutidora y obstinada Paula. Tan peligrosa como los acantilados de Terranova.

Si tomaba un papel activo en la vida de su hijo estaría en contacto con ella... ¿Si tomaba un papel activo? ¿Qué otra opción tenía? ¿No había tomado la decisión en la pista de hockey, cuando Benja y él se miraron a los ojos? No podía darle la espalda. Si lo hiciera, nunca podría vivir consigo mismo. La sangre era más espesa que el agua, pensó entonces.

 —¿Qué te pasa, cariño? —le preguntó su madre—. No pareces tú mismo.

Pedro se preguntó si tenía derecho a ocultarle la existencia de Benjamín.

—Fui a Cranberry Cove la semana pasada.

—Yo no he vuelto nunca —murmuró ella, con expresión triste—. Cuando tu padre murió... no podía soportarlo. Ni siquiera he vuelto a escribir a nadie. Supongo que eso no está bien, pero...

—He visto a Paula.

—¿Sigue allí? —preguntó su madre, sorprendida.

—A mí también me sorprendió.

—Siempre me gustó Paula Chaves y me alegré mucho de que se hicieran amigos.

—Estaba enamorado de ella, mamá. Lo supe cuando volví de la universidad.

 —Lo imaginaba, pero... tu padre acababa de morir y me temo que durante esos meses no pude prestarte mucha atención.

—No pienses en eso, mamá —suspiró Pedro—. Paula se quedó en Cranberry Cove, aunque había prometido marcharse a Nueva York conmigo. Y me rompió el corazón.

—No lo sabía, hijo.

—No se lo he contado a nadie —dijo él, tomando un trago de cerveza—. Pero hay más. Paula  y yo hicimos el amor un día antes de que me fuera y... he descubierto que tengo un hijo.

—¿Qué?

 —Se llama benjamín y tiene doce años.

Ana dió un respingo.

—¿Que tienes un hijo?

—Y tú un nieto. No te enfades, pero...

—¿Enfadarme? ¿Quién ha dicho que estoy enfadada?

 Pedro la miró. Los ojos azules de su madre, tan parecidos a los suyos, brillaban de satisfacción.

—Pero tiene doce años. Te has perdido muchas cosas...

—Pues habrá que compensar el tiempo perdido —lo interrumpió ella—. Siempre he querido tener nietos, Pepe. ¿Cuándo voy a conocerlo?

sábado, 10 de diciembre de 2016

Tiempo Después: Capítulo 12

—¿Prefieres que se entere por otra persona? ¿Alguien a quien no le importen sus sentimientos?

—¡No tiene que saber nada!

—Tiene que saberlo.

—No, Pedro. No habrás hablado con él, ¿Verdad? No, entonces sabrías su nombre. Benja no sabe quién eres y nunca lo sabrá.

Él dio un paso atrás, una nube roja oscureciendo su visión.

—¿Quién te crees que eres? He visto a Benja y nada de lo que hagas o digas podrá alejarme de él.

—¿Qué vas a hacer? ¿Contratar a un famoso bufete de abogados para quitármelo?

—Me odias —dijo Pedro entonces.

—Intenta verlo desde mi punto de vista. Comparada contigo soy una mendiga. ¿A quién podría yo contratar para que no me quitases a Benja, a un abogado de Deep Cove, uno de los que vienen aquí una vez por semana para resolver las multas de estacionamiento?

—Debes pensar que soy un canalla...

—No creo que hayas llegado a la cima siendo un alma cándida.

—Yo nunca intentaría quitarte a Benja, pero quiero ser parte de su vida, Paula. Para compensar el tiempo perdido —suspiró Pedro.

—¿Y qué sabes tú de ser padre? No tiene dos años, tiene doce. Una edad muy difícil. ¿Cómo crees que va a reaccionar ante la repentina aparición de su padre?

Pedro recordó entonces lo incómodo que parecía el chico cuando sus ojos se encontraron en la pista de hielo. ¿Qué sabía él de ser padre? Nada. Nada en absoluto. Sus amigos eran solteros o parejas que no querían tener hijos hasta que ganaran su primer millón de dólares.

—Puedo aprender —murmuró.

—Benja está bien sin tí. No le falta una figura masculina, mis hermanos se encargan de eso. Saca buenas notas, se le da bien el deporte y tiene muchos amigos. No necesita un padre —Paula se pasó una mano temblorosa por el pelo—. Hay otra cosa en la que no has pensado: éste es su hogar. Cranberry Cove, no Nueva York. Si le obligas a pasar las vacaciones contigo y luego vuelves a traerlo aquí... No sabrá cuál es su sitio.

—La gente es más importante que los sitios.

—Su gente está aquí —insistió Paula—. Vete y olvídate de nosotros, Pedro. Eso se te da bien.

—Es demasiado tarde... no puedo olvidar que tengo un hijo —replicó él.

—¡Eres como el granito, inamovible! —gritó Paula entonces, dándole una patada a la roca.

—Y tú como una loba protegiendo a su cachorro —sonrió Pedro.

—¿Y por qué no iba a serlo?

—Eres igual que yo, una cabezota.

—Mira, Pedro, tenemos que aclarar esto de una vez por todas... Benja es demasiado importante como para que perdamos el tiempo intercambiando insultos.

—Por fin algo en lo que estamos de acuerdo.

Pedro no pensaba irse, pensó ella, angustiada. Pero había algo que no había intentado...

—¿Me harías un favor?

—Depende de lo que sea.

—Quiero que te vayas de Cranberry Cove sin ver a Benja. Quiero que vuelvas a Nueva York y pienses si de verdad quieres ser su padre. Porque si he aprendido algo en los últimos doce años es que ser padre es el mayor compromiso que una persona puede aceptar. Y no sé si tú eres capaz de eso.

—Hasta ahora no he podido asumir ese compromiso... y tú eres en parte responsable de ello —replicó él—. Pero no he tenido que ser un canalla para llegar arriba... he tenido que ser flexible. Abierto a nuevas posibilidades, dispuesto a cambiar.

—¡Benja no es un negocio!

—No me insultes, Paula.

—Lo siento —murmuró ella—. Pero no he terminado. Quiero que te tomes una semana para pensarlo. Al final de la semana, llámame por teléfono. Te daré el número de la tienda... ¿No te das cuenta, Pedro? Esta es una decisión que podría cambiar nuestras vidas de forma irrevocable. Y una de esas vidas es la de Benjamín, un niño de doce años. Es demasiado importante como para que tomes una decisión estando tan furioso.

Pedro asintió. Tenía razón. Estaba furioso, dolido, enfadado y, en el fondo, muerto de miedo.

—Si después de pensarlo decido que quiero formar parte de la vida de mi hijo, ¿Tendré que pelearme contigo, Paula?

—No. No tendrás que hacerlo.

Pedro tragó saliva. Admiraba su honestidad. Siempre la había admirado.

—Muy bien.

—Entonces, ¿Lo harás?

—Sí.

Paula tuvo que contener las lágrimas, emocionada. Al menos, le daba un respiro.

—No llores. No soporto verte llorar.

—Contigo he llorado muchas veces.

—Sí, es verdad.

—¿Recuerdas cuando suspendí álgebra? —intentó sonreír Paula.

—Lo único que tenía en el bolsillo era el pañuelo con el que limpiaba mis patines... sí, me acuerdo.

—Y luego fuiste mi tutor durante seis meses... el profesor más duro que he tenido nunca.

—Pero al final aprobaste —sonrió Pedro—. Dime qué te pasa ahora.

—Nada —contestó ella, sin mirarlo.

—Te has sentido sola, ¿Verdad?

—Estamos hablando de Benja, no de mí.

—Ya lo sé, pero es lo mismo. Yo puedo ayudarte, Pau. Económicamente, por supuesto, pero además...

—¡No puedes comprarlo! —exclamó ella, asustada.

Ése era su gran miedo. ¿Cómo iba a ser Benja inmune a tanto dinero? Ningún chico de su edad podría serlo.

—¡No quiero comprarlo, por Dios bendito!

—Pedro, tengo que irme... Benja llegará a casa enseguida y no quiero arriesgarme a que te vea. ¿Te importaría volver al pueblo por el bosque?

Él asintió con la cabeza.

—He estacionado el coche delante de tu tienda.

—Muy bien. Adiós, Pedro—dijo Paula entonces.

A Pedro no le gustó el tono. No le gustó nada. Porque le recordó cómo le había dicho adiós tantos años atrás.

—En caso de que decidiera no volver, abriré una cuenta en un banco de Corner Brook... te contaré los detalles la semana que viene. Así, Benja tendrá más opciones para decidir qué quiere hacer con su vida.

—¡No puedes hacer eso!

—Intenta detenerme —dijo Pedro.

—No tocaré ese dinero.

—Por supuesto que no, estará a nombre de Benjamín.

Sin decir nada más, se alejó hacia el bosque. Paula se quedó donde estaba, pensativa. Ahora que conocía la existencia de su hijo, el miedo debería haber desaparecido. Pero no era así. Todo lo contrario. Si él decidía no volver a Cranberry Cove, no tendría que preocuparse. Pero, ¿Y si ésa no era su decisión? ¿Entonces qué? ¿Tenía miedo de perder a Benja? Se sentó sobre una roca. Pedro Alfonso era un hombre fuerte y carismático. Ella lo sabía mejor que nadie. Y también era extraordinariamente rico. Si decidía conocer a su hijo. ¿cómo podría detenerlo? «Yo nunca intentaré quitarte a Benjamín». ¿Debía creerlo? Trece años atrás, Pedro destruyó su confianza en él. Había creído en su amistad como creía en la fuerza de la roca sobre la que estaba sentada. Pero la había traicionado. Traición: una palabra dura y aterradora. Juntó las manos en el regazo y rezó con todas sus fuerzas para no volver a verlo nunca.

Tiempo Después: Capítulo 11

—Así que lo sabes —dijo ella en voz baja.

—Tengo un hijo, ¿Verdad? Un hijo de doce años.

—Así es —contestó Paula, mirándolo a los ojos.

—Por eso te desmayaste. Por eso querías que me fuera de Cranberry Cove, para que no me enterase —dijo Pedro entonces, tomándola por los hombros—. No tuviste valor para contármelo. ¿Por qué? ¿Creías que no me importaría?

—¿Por qué iba a pensar lo contrario? Te fuiste y jamás volví a saber nada de tí.

—Pero yo no sabía que estabas embarazada...

—Hicimos el amor sin preservativo, ¿No te acuerdas?

—Me dijiste que estabas en un día seguro del ciclo...

—El mundo está lleno de niños concebidos así —suspiró Paula—. Te fuiste y me dejaste como si no existiera.

—No me querías. Dijiste que sí... pero estabas mintiendo.

—¿Y tú me querías? Pues tuviste una forma muy curiosa de demostrarlo.

Pedro apretó sus hombros.

—Ni siquiera sé el nombre de mi hijo.

—Benjamín.

—Benjamín Chaves—repitió él—. Por Dios bendito, Paula, ¿Por qué no me lo dijiste?

 Las razones eran muy complicadas. Y él no merecía saberlas.

—¿Qué importa?

—A mí me importa —contestó Pedro, con la voz rota—. Era como verme a mí mismo en la pista de hielo... El chico tiene talento natural. Como lo tenía yo.

—Te fuiste sin mirar atrás —insistió ella—. No llamaste nunca, no me enviaste una felicitación de Navidad, ni siquiera te enteraste de que mis padres habían muerto...

—Me dolía demasiado que no hubieras querido venir conmigo.

Paula levantó la barbilla, con ese gesto tan suyo.

—He criado a Benja sola, con la ayuda de mis hermanos. Y es un chico estupendo.

—¿Estás diciendo que no me necesita?

—Eso es.

—¿Nunca te ha preguntado quién es su padre?

—Claro que sí.

—¿Y qué le has dicho?

—Que te fuiste del pueblo antes de que yo supiera que estaba embarazada. Que no sabías nada de él.

—¿Y eso es suficiente? ¿Nunca ha querido saber mi nombre?

—¡Por favor! —exclamó Paula—. Suéltame, Pedro, me haces daño.

—No vas a ninguna parte hasta que aclaremos esto —dijo él, decidido—. Entonces  Benjamín  no sabe quién soy.

—¿Para qué iba a saberlo? He leído artículos sobre tí en revistas económicas... Eres un hombre de éxito, un millonario con casas en Nueva York y en París, coches de lujo, modelos del brazo... Eres tan diferente a nosotros como la noche y el día.

—Eso es superficial.

—No lo es... porque no vas a quedarte, Pedro. Tu vida está en otro sitio. En grandes ciudades, en lujosos hoteles, en importantes reuniones. No vas a quedarte en una pista de hielo de Cranberry Cove para ver entrenar a tu hijo.

—¡Mis raíces están aquí!

—Tú arrancaste esas raíces hace trece años. Ahora están muertas. no se pueden replantar.

—Ya lo he hecho. Cuando te besé esta mañana.

—Eso no tiene nada que ver.

Pedro suspiró.

—Estás muy delgada. Trabajas demasiado.

—No sientas compasión por mí.

—Lo que estoy empezando a entender es que el embarazo y la muerte de tus padres debió ocurrir casi al mismo tiempo... Siento muchísimo que estuvieras sola en ese momento, Paula. Pero podrías haberte puesto en contacto conmigo. Podrías haberme encontrado.

Tenía razón, probablemente podría haberlo encontrado. Pero en aquel momento tenía buenas razones para no hacerlo. Y luego los años pasaron inexorablemente, sin saber ni una palabra de él, hasta que su decisión se convirtió en una costumbre.

—¿Por qué iba a buscarte? —preguntó ella, desafiante.

—Por favor, Paula, es mi hijo...

—Benja es mío —lo interrumpió ella.

 Pedro apretó los dientes.

—¿Vas a decírselo tú o tendré que hacerlo yo?

—¿Decirle qué?

—Que soy su padre.

Paula se apartó de un tirón, furiosa.

—Ninguno de los dos va a contarle nada.

Tiempo Después: Capítulo 10

¿Seguía siendo por la mañana?, se preguntó Pedro. Una mañana que no parecía terminar nunca. Le había perseguido un alce, se había reído hasta que le dolieron los costados y había besado a una mujer maravillosa hasta que todo su cuerpo era una explosión de deseo... Y esa mujer era la madre de su hijo.

 —Estoy buscando a Paula—dijo con voz ronca.

 —Ha ido a casa a comer... pero volverá sobre las dos.

—Sé dónde vive. Gracias.

Tardó cinco minutos en llegar a la casa pintada de amarillo al borde del acantilado, pero cuando llamó al timbre no contestó nadie. La puerta estaba abierta. El perchero del pasillo lleno de abrigos, zapatos y botas. Botas de mujer y botas de hombre. En una esquina, un stick roto y una camiseta de hockey. Si necesitaba alguna prueba, allí estaba.

—¿Paula?

Silencio. Pedro entró en la cocina. Había platos en el fregadero, pero ni rastro de ella. Pegada con un imán a la puerta de la nevera vió la fotografía de un chico. Su mismo pelo oscuro, sus ojos azules... Abruptamente,  se dejó caer sobre una silla. Su hijo era un chico guapo, con un brillo de humor en los ojos y una expresión  sensible  que despertaba en él un deseo protector. Él sabía tan bien como cualquiera que la vida puede aplastar los sentimientos de un hombre y no quería que eso le pasara a su hijo. Y seguía sin saber su nombre. Podría haber subido a su cuarto y hacer algo tan sencillo como abrir alguno de sus cuadernos. Pero eso podía esperar. Primero tenía que hablar con Paula. Ella le diría el nombre de su hijo. Quisiera o no.

El camino del acantilado, pensó. Paula iba allí de niña cuando estaba preocupada o deprimida por algo. Y durante los últimos días, él había sido una preocupación. Seguro. Salió de la casa. En el jardín había unas sábanas blancas colgadas de una cuerda. Movidas por el viento parecían las velas de un barco... Inmediatamente, se sintió catapultado en el tiempo, hasta que tenía otra vez veintidós años. Había ido a casa de Paula para ver si quería ir con él a Comer Brook a ver una película... Paula estaba tendiendo la ropa, su cuerpo como un junco con aquel vestido azul de algodón. No lo había visto. Pedro estaba mirándola, en silencio. Estaba enamorado de ella, pensó. Amaba a Paula Chaves con todo su corazón. Entonces ella se volvió. Pedro se acercó para ayudarla a doblar las sábanas y luego, tomando su cara entre las manos, le dijo: «Te quiero, Paula». En sus ojos verdes la incredulidad se mezclaba con una explosión de alegría. Paula tiró la bolsa de las pinzas y le echó los brazos al cuello.

—Yo también te quiero... te he querido desde siempre. Oh, Pepe, soy tan feliz...

Pero no lo decía de corazón. Al menos, no era el amor profundo que había abrumado a Pedro aquel soleado día de primavera.

La hierba se movía con el viento. En Ghost Island, un barco de pesca se balanceaba entre las olas. Por un momento Pedro se quedó inmóvil. ¿Su propiedad en Los Hampton podría compararse con aquello? Sin embargo, la belleza de la ensenada no fue suficiente para retenerlo en Cranberry Cove. Su padre se había ahogado en Ghost Island durante una tormenta. Su madre, con el corazón roto, pronto se marchó del pueblo para reunirse con sus familiares en Australia. Allí conoció a Enrique Sarton, con el que se casó años después. A Pedro le caía bien su padrastro y sabía que su madre había vuelto a ser felíz. Pero jamás volvió al lugar donde su primer marido perdió la vida.

Pedro apretó el paso. Los árboles se doblaban por el viento, sus ramas entrelazadas. Oía el canto de los grillos y el zumbido de una avispa buscando el néctar de las últimas rosas. Entonces vió a Paula. Estaba cerca del borde del acantilado, apoyada en unas rocas, el pelo rojo al viento. Se detuvo, sintiendo que la rabia se convertía en un torbellino en su interior. No sabía qué iba a decirle o cómo respondería ella. Pero sabía una cosa: había llegado la hora de exigir la verdad. Decidido, empezó a caminar de nuevo, acortando la distancia entre ellos.

Paula volvió la cabeza y vió a Pedro dirigiéndose hacia ella. Una figura tan familiar como extraña. Caminaba con la gracia del lince que había visto seis años antes en las montañas de Long Range. Y era igual de peligroso. Si no lo hubiera besado por la mañana con una pasión que llevaba años escondida... qué tonta había sido. Su corazón dió un vuelco al ver su expresión. Parecía furioso. Lo sabía, pensó entonces. Conocía la existencia de Benjamín. Pero daba igual. Lo importante era cómo manejaría ella la situación. Respirando profundamente, se irguió para la pelea.

Pedro  observó el gesto. Pero daba igual. Nada en el mundo lo detendría. Llevaba el mismo vestido que el día anterior, la brisa apretando la falda contra sus muslos...

—He estado en la pista de patinaje. Por los viejos tiempos.

Tiempo Después: Capítulo 9

Dos horas después, Pedro estacionaba el coche frente a la pista de patinaje de Cranberry Cove. Su «campaña» podía empezar en cualquier parte. Quizá visitar el sitio en el que tantos éxitos había tenido de adolescente lo ayudaría a trazar un plan. Porque además de entrar en la tienda de Paula para comprar la vidriera de la ballena, no se le ocurría ningún otro.

Era sábado. Seguramente los chicos estarían entrenando. El olor a cuero, a sudor y a húmedos suelos de madera le devolvió a los dieciséis años, cuando era un adolescente demasiado alto que no sabía qué hacer con las piernas y los brazos. Había dos equipos entrenando sobre la pista de hielo los entrenadores gritando las órdenes, tocando el silbato. Eso también lo llenó de nostalgia. Los sticks golpeaban el hielo, las cuchillas de acero de los patines rayaban la superficie de la pista.. La liga infantil. Chicos de once y doce años. Entonces se fijó en un chico alto, el mismo al que había visto jugando al baloncesto. Idénticas reacciones, idéntica velocidad. Aquel chaval sabía patinar. Muy bien, además. Sentado en las gradas.  observó el partido. Debería haberse apuntado a una liga de aficionados, pensó. Siempre le había encantado el hockey y, en aquel momento, sentía el deseo de ponerse unos patines y unirse a las figuras que se movían por la pista. Entonces sonó el silbato del entrenador y los jugadores cambiaron de zona en la pista, un equipo con jersey azul, el otro blanco. El chico en el que estaba interesado jugaba de delantero y pasaba entre sus compañeros a la velocidad del rayo, golpeando el disco con una increíble seguridad. Una cosa estaba clara: le encantaba jugar. Tanto como le había gustado a él a su edad. Cuando el entrenador tocó de nuevo el silbato para indicar un descanso y el chico se acercó a las gradas,  pudo ver su nombre en la espalda del jersey: Chaves. ¿Se llamaba Chaves?

Pedro arrugó el ceño. Era demasiado mayor para ser hijo de Diego. Pero no había otros Chaves en Cranberry Cove. El padre de Paula era el único con ese apellido y sus únicos parientes vivían al otro lado de Terranova, en St. John. Entonces el chico se quitó el casco. Tenía el pelo oscuro y los ojos azules. Todos los Chaves tenían el pelo rojo y los ojos verdes como Paula o grises como Leandro... Sintió que algo se helaba en su interior. Como si nunca hubiera ganado una medalla en matemáticas, su mente analítica intentaba hacer la suma. Él se habíamarchado de Cranberry Cove trece años antes, después de hacer el amor con Paula. El chico debía tener unos doce años... No, pensó. No. Aquel chico no podía ser su hijo. No podía ser. La otra rama de los Chaves debía haberse mudado a Cranberry Cove. Eso era. El chico debía ser primo de Paula. Pero si fuera así, Abel se lo habría contado. Abel, recordó Pedro entonces, había dicho que los hombres que se alejaban de su casa durante mucho tiempo podían encontrar una sorpresa a su regreso. ¿Qué más había dicho? «Hay cosas que una mujer no puede dejar atrás». ¿Se habría quedado Paula en Cranberry Cove porque estaba embarazada? ¿Por eso se asustó tanto al verlo? Si él era el padre de su hijo era lógico que se hubiera asustado. Era lógico que quisiera perderlo de vista... Porque no quería que descubriera su secreto.

Se inclinó hacia delante, respirando profundamente. «Cálmate», se dijo a sí mismo. El chico era un buen jugador de hockey y tenía el pelo oscuro y los ojos azules. Muchos chicos tenían el pelo oscuro y los ojos azules. Estaba imaginando cosas. Pero si aquel chico era su hijo, eso explicaría la hostilidad de Leandro. Incluso explicaría el celibato de Paula. ¿Cómo iba a encontrar novio en un pueblo en el que todo el mundo conocía su secreto? Todo tenía sentido. Él, Pedro Alfonso, era el padre de aquel chico. Pero Paula no le había dicho nada. Y habría sido muy fácil ponerse en contacto con él. La dirección de su empresa estaba en Internet. Y en las revistas, en los periódicos... La conclusión era clara: no había querido que lo supiera.

El corazón le latía como si él mismo estuviera jugando un partido de hockey. Entonces, cuando volvió la cabeza hacia el banquillo, un par de ojos azules se clavaron en un par de ojos azules. La sonrisa del crío se enfrió. Parecía un cervatillo frente a los faros de un coche. El entrenador le tocó el hombro y él volvió a colocarse el casco. Pero Pedro vió que le temblaban las manos. Se levantó, mareado, confuso. Necesitaba salir de allí, llevar aire a sus pulmones. Ni siquiera sabía el nombre de aquel chico. El nombre de su hijo. Su hijo. Abrumado, subió a su coche y fue directamente a la tienda de artesanía. Cuando empujó la puerta, la campanita sonó como el primer día.

—Buenos días —lo saludó la chica que estaba tras el mostrador.

jueves, 8 de diciembre de 2016

Tiempo Después: Capítulo 8

—Estaba esperando que te calles —suspiró él,

—Lo último que necesito es que vuelvas a entrar en mi vida. ¡No quiero acostarme con nadie y contigo mucho menos!

Pedro descubrió entonces que lo estaba pasando bien.

—Pues a mí no me ha parecido que fuera así. ¿Y sabes una cosa, Paula? Hacía años que no me reía tanto.

—Yo tampoco. ¿Y qué?

—Que te pones muy guapa cuando te enfadas.

—Guárdate esos halagos para otra.

—Eres la mujer más guapa que he visto en mi vida... y he visto muchas.

—Seguro que sí. Y seguro que todas han caído en tus brazos. Como yo.

—No. No como tú. Tú eres única. Siempre lo has sido.

—Todo el mundo es único. ¿O estabas tan ocupado ganando dinero que no te has dado cuenta?

—Entonces tú eres más única que los demás. Y no hay nada malo en ganar dinero — replicó Pedro.

—Siempre que no vendas tu alma para conseguirlo.

—¿Me estás acusando de algo?

—¿Tú qué crees?

De repente, aquello había dejado de ser un juego.

—Que no sabes lo que estás diciendo.

—Sí lo sé —dijo Paula, levantando la barbilla—. Vuelve a tu sitio, Pedro. Hoy. Ahora mismo. Y déjame en paz. Yo tengo una vida aquí y no quiero que la destroces porque... porque mis hormonas están un poco descontroladas.

—¿De cuántos años de celibato estamos hablando? —preguntó él entonces. La respuesta le importaba. No debería, pero le importaba.

—Eso es asunto mío.

—O sea, que los hombres son todos unos cerdos.

—Eso es lo que he dicho.

—Si piensas eso, no creo que hayas sabido criar a tus hermanos.

—Hay excepciones que confirman la regla —replicó Paula—. Y deja de reírte de mí. Nunca fuiste cruel, Pedro, no empieces ahora.

Su expresión, tan vulnerable, le encogió el corazón. Hacía bien en regañarlo. Él no sabía qué había pasado en aquellos trece años y no tenía derecho a preguntar porque le dio la espalda a Cranberry Cove y no volvió a mirar atrás. Fue su elección y tenía que cargar con las consecuencias. Pero al ver a aquella pelirroja, lamentaba la pérdida de todos esos años. Y el vacío que habían dejado en su corazón.

—Tengo que irme. He de abrir la tienda. Cuídate, Pedro. Hiciste bien marchándote de aquí... este pueblo siempre fue demasiado pequeño para tí —dijo Paula entonces.

Luego se dió la vuelta y salió corriendo entre los árboles.

Como un hombre al que han golpeado en la cabeza, Pedro se quedó inmóvil. Le pesaban los brazos y las piernas. Y aún más el corazón. ¿Por qué no volvió a ponerse en contacto con Paula en todos esos años? Porque estaba dolido. Dolido porque la mujer a la que había entregado su corazón lo rechazó. Porque no confiaba en él lo suficiente como para compartir su futuro. Porque se sentía humillado. Sintió miedo de haberla defraudado sexualmente. Y por orgullo. Su deseo de ser alguien en el mundo lo hizo trabajar sin descanso. Y había tenido éxito. Una combinación de trabajo, talento y persistencia consiguió romper las barreras que deberían haber separado a un chico de Cranberry Cove de la primera división. Y lo había conseguido. Pero, ¿A qué precio? Una cosa era evidente. Paula y él ya no podían ser amigos como lo fueron de adolescentes. Entonces, qué quedaba? ¿Deseo? El simple recuerdo de sus manos, del roce de su lengua era suficiente para encenderlo. Ella se había enfurecido, sintiéndose traicionada por su cuerpo. Aunque era normal si había vivido como una monja durante trece años. Sabía que las mujeres lo encontraban atractivo, pero no podía creer que una sola mirada hubiera conseguido volver loca de pasión a Paula.

 Confuso, volvió a su coche. ¿Habría vuelto para demostrarle a Paula que había triunfado en la vida? Como si a ella le importase su dinero... Aunque seguro que le gustaría su Ferrari plateado, pensó, irónico. Pero Paula tenía su propia vida en Cranberry Cove y no quería saber nada de él. Eso lo había dejado muy claro. ¿Qué iba a hacer, volver a Nueva York? Ni una sola vez en aquellos trece años había deseado a una mujer como deseó a Paula Chaves. Había tenido aventuras, por supuesto. Muchas. Pero jamás deseó atarse a nadie. Y casarse jamás entró en sus planes. Paula era diferente. Siempre lo había sido. ¿Quería casarse con ella? ¡Claro que no! Pero quizá la necesitaba. Su risa, su pasión, su carácter... Había tomado una decisión: volvería a Cranberry Cove. No sabía qué iba a hacer, pero no podía volver a Nueva York. Había huido de allí trece años antes. Y no pensaba volver a hacerlo. Como un hombre saliendo de un sueño, miró alrededor. Las hojas de los árboles brillaban como el oro bajo los rayos del sol, pero Paula no estaba por ninguna parte. Suspirando, volvió al hotel y desayunó beicon con huevos revueltos. Después de la tercera taza de café  había tomado una decisión: volvería a Cranberry Cove. No sabía qué iba a hacer, pero no podía volver a Nueva York. Había huido de allí trece años antes. Y no pensaba volver a hacerlo.

Tiempo Después: Capítulo 7

Él también caminaba hacia atrás. Sabía que un macho de alce en celo no era ninguna broma. Como para probarlo, el animal golpeó un árbol con los cuernos y el impacto hizo que se tambaleara.

—Cuando cuente hasta tres, saldremos corriendo hacia la cerca.

—No sé si puedo correr —murmuró Paula—. Me tiemblan las piernas.

El animal dió un par de pasos hacia ellos, moviendo la cornamenta de lado a lado.

—Uno, dos, tres... ¡Ahora!

Paula salió como una bala, con Pedro pisándole los talones. Entonces oyeron las pezuñas del alce golpeando el suelo, muy cerca.

—¡Corre! ¡Tenemos que saltar!

Paula consiguió llegar al otro lado. Pedro, mirando por encima del hombro, vió que el alce estaba a cinco metros de él y, con una agilidad que no creía poseer, subió a la cerca de un salto. Pero antes de que pudiera tirarse sintió un empujón y cayó de bruces sobre la hierba. El animal se lanzó de cabeza contra la cerca, que crujía dolorosamente. Desde detrás de los árboles oyeron entonces el grito de una hembra en celo. Pedro se levantó, con el corazón golpeando sus costillas. El alce había girado la cabeza, echando humo por las fosas nasales... Tan tranquilo, como si no hubiera pasado nada, el animal se alejó al trote entre los árboles. Se apoyó en la cerca y soltó una carcajada.

—¿De qué te ríes? —gritó Paula—. Podría habernos matado.

—Me río de tu expresión cuando viste al alce detrás de tí. No tenía precio.

Paula tuvo que disimular una sonrisa.

—¿Y tú saltando la cerca como un loco?

—Ese bicho me estaba rozando la espalda... no había tiempo para ponerse digno.

Ella soltó una risita.

—¿Has pensado alguna vez en participar en los juegos Olímpicos? Ese salto valía una medalla de oro.

—Y tú habrías ganado otra en los cien metros lisos. Vaya par.

Los dos estaban muertos de risa.

—Mira que no tener un cronómetro... Hemos batido un récord del mundo y no había testigos.

—Me alegro de que no los hubiera. A ver cómo explico yo esto en un consejo de administración.

Paula dejó de reír.

—Pedro, te has roto la camisa. ¡Estás sangrando!

—No es nada, sólo un rasguño.

Pero ella estaba en cuclillas a su lado, con gesto de preocupación.

—Será mejor que vayas al médico... a lo mejor tienen que ponerte la inyección del tétano.

El día anterior, cuando entró en la tienda, Paula había actuado como si un rasguño fuera lo mínimo que le deseara en la vida. Pero ahora rozaba su piel con dedos nerviosos, unos dedos cálidos... sin poder evitarlo, Pedro la tomó por la cintura y buscó sus labios. Como estaba en cuclillas, Paula perdió el equilibrio y cayó encima de él. Pedro sintió el roce de sus pechos, esos pechos tan firmes, tan suaves, tan delicadamente erguidos... que nunca había podido olvidar. Abriendo sus labios con la lengua, la tumbó sobre la hierba. Sabía a sal y a jabón de fresa. Asombrado, se dió cuenta de que Paula lo agarraba con fuerza por los hombros, que no se apartaba. Y cuando la sintió frotarse contra él, su sangre se encendió. Empezó a tocarla por todas partes, encontrando la curva de sus caderas, buscando luego uno de sus pechos, su cumbre dura como una piedra... Ella murmuró su nombre, enredando los dedos en su pelo. Si había necesitado alguna prueba de que Paula lo deseaba tan desesperadamente como él, allí estaba. Pero, ¿necesitaba pruebas cuando estaba besando su frente, sus labios, su cuello, como una mujer que nunca había besado a un hombre? Aquello era por lo que había vuelto a Cranberry Cove. Pedro levantó su camiseta y bajó la copa del sujetador para acariciar uno de sus pezones. Temblando entre sus brazos, ella le dejaba hacer.

—Paula... Dios, Paula, nunca te he olvidado.

—Yo tampoco... —Paula se detuvo bruscamente.

Sus palabras sonaban como las de una extraña, una mujer a la que no conocía—. ¿Qué estoy haciendo? —exclamó entonces, incorporándose.

—Estabas haciendo lo que querías hacer. ¿No recuerdas cómo fue en la isla? Era como si estuviéramos hechos el uno para el otro... no puedes haber olvidado eso.

Ella se levantó, indignada. Pedro se levantó también.

—No sé con quién estoy más enfadada, contigo o conmigo misma. Sólo has tenido que mirarme a los ojos y... besándote como si tuviera dieciocho años, gimiendo y acariciándote como una loca. ¡Habría hecho el amor contigo en un parque público!

Pedro se mordió la lengua. Siempre había tenido mucho respeto por el carácter de Paula y sabía que intentar calmarla cuando estaba enfadada era una pérdida de tiempo.

—Soy igual que esa hembra en celo... Ven a buscarme, soy tuya. Maldita sea, Pedro Alfonso, ¿Por qué has tenido que volver? Yo estaba estupendamente sin tí. ¿Qué pasa si he vivido como una monja todos estos años? No hay nada malo en eso. Los hombres son unos cerdos... y en esa categoría en particular tú te llevas la medalla de oro. Además, dijiste que te ibas. ¿Por qué no te has ido? ¿Y por qué no dices nada?

Tiempo Después: Capítulo 6

—Pregúntale a Paula por qué me marché de aquí la segunda vez, puede que te sorprenda la respuesta —le dijo, apretando los dientes—. Y cuida de ella —añadió entonces, con una emoción que le sorprendió a sí mismo.

—Eso hago, todos los hacemos. Diego, Gonzalo y yo. No necesitamos que tú metas la pezuña.

Pedro se alejó, intentando contener su frustración. Una vez en el coche, tomó la carretera de Breakheart Hill. Donde los padres de Paula habían muerto. Pero no iba a pensar en ella. El coche de alquiler, mucho más lento que su Ferrari, subía la cuesta pesadamente, dándole tiempo a observar la ensenada por el espejo retrovisor. ¿Por qué Paula y Leandro habían insistido tanto en que se fuera del pueblo? ¿Por qué Paula parecía tan asustada y Leandro tan beligerante? ¿Quería respuestas a esas preguntas o lo que realmente deseaba era sacudirse el polvo de Cranberry Cove de la suela de sus caros zapatos italianos?

A cuatro kilómetros de allí, en el pueblo siguiente, había un pequeño hotel con restaurante. Pedro  detuvo el coche y empezó a martillar en el volante con los de dos. ¿De vuelta a Manhattan o a Cranberry Cove? Tenía que elegir. No había comido nada desde el desayuno, de modo que al final fue su estómago el que decidió por él. Media hora después, estaba frente a un excelente plato de pescado fresco en el restaurante del hotel. No volvería al pueblo esa noche. Dejaría que creyeran que se había ido. Y al día siguiente volvería a hablar con Paula. ¿Para besarla de nuevo? ¿Para obtener respuestas? ¿Era ésa la razón por la que no estaba en su avión privado, de camino a Nueva York?


Por la mañana, Pedro no estaba tan seguro de su decisión. ¿Por qué ir a un sitio donde no lo querían y arriesgarse a otro rechazo? Él no tenía la piel tan dura. De hecho, en lo que se refería a Paula, era exageradamente sensible. Quizá ella tenía un amante en la trastienda. Eso explicaría su actitud, O estaba a punto de casarse y no quería ver aflorar su pasado. ¿Cuántos amantes habría tenido en los últimos trece años? Seguramente muchos hombres se mostraron interesados por su belleza, su inteligencia, su sensualidad... Miró su reloj. Paula solía empezar el día corriendo por la orilla del lago. Podría estar allí en quince minutos... y si ella no aparecía no habría perdido nada. Tardó catorce minutos en llegar. Se apoyó en la cerca de madera que delimitaba el lindero del bosque, buscando a alguien entre los árboles... Y entonces la vió. Estaba tomando la curva del lago más cercana a la carretera, su pelo rojo como un faro.

Medio escondido entre los arbustos, Pedro empezó a correr hacia ella, preguntándose qué haría cuando lo viera. El segundo asalto, pensó. Paula había ganado el primero pero, si se salía con la suya, no ganaría el segundo. Cuando salía de entre los arbustos, sus pasos silenciados por la hierba, casi se chocó contra ella. Paula se detuvo en seco, jadeando. Su primera reacción había sido de miedo. Pero aquella vez el miedo fue rápidamente reemplazado por una expresión de furia.

—Le dijiste a Leandro que te marchabas.

—He cambiado de opinión.

—¿Y resulta que has decidido correr por la orilla del lago? ¿Qué pasa, Pedro? ¿Tienes espías por todo el pueblo?

—Solías correr por aquí hace años.

—Ah, ya —sonrió Paula, con sarcástica dulzura—. Así que recuerdas algo sobre mí, qué halagador.

—No he olvidado nada de tí.

—No mientas. Puede que eso funcione con las elegantes mujeres de la capital, pero aquí no.

—No te he mentido en toda mi vida y no pienso hacerlo ahora.

—Lo triste es que casi te creo. Patético, ¿No? —suspiró ella.

—¿Tenemos que pelearnos, Paula? Una vez fuimos amigos. Muy buenos amigos.

—Sí. Y entonces hicimos el amor y nos cargamos una amistad que lo era todo para mí.

—Tú habías prometido que te irías de Cranberry Cove conmigo. Pero no lo hiciste.

 —Cambié de opinión —dijo Paula—. ¿O ésa es una prerrogativa masculina?

—No me querías lo suficiente, eso es lo que dijiste.

—Porque era verdad. Incluso después de tantos años, esas palabras le hacían daño.

—Me mentiste... ¿Qué es ese ruido?

Los árboles que había detrás de Paula habían empezado a moverse, como si un animal estuviera intentando abrirse paso entre ellos. Entonces oyeron ruido de ramas rotas y en el claro apareció un magnífico alce macho con una cornamenta espectacular, que golpeaba el suelo con las patas delanteras. Estaban en septiembre. La temporada de celo.

—Camina hacia mí, Paula. Despacio —dijo Pedro en voz baja.

—¿No deberíamos subirnos a un árbol?

—Los abedules son muy bonitos, pero no aguantarían tu peso. Y menos el mío.

Tiempo Después: Capítulo 5

Pedro se percató de que, sin pensar, caminaba hacia el instituto en el que había sido capitán del equipo de hockey y héroe local. Todo aquello parecía haber ocurrido tanto tiempo atrás... el golpe de los patines en el hielo, el borrón del disco deslizándose hasta la portería. Mientras entraba en la red, los gritos de los fans y, por supuesto, sus admiradoras. ¿Qué significaba todo eso ahora? Llevaba años sin jugar al hockey, había estado demasiado ocupado amasando su fortuna y haciéndose con una selecta clientela internacional. Algunos chicos jugaban al baloncesto en el patio. Solía entrenar allí hasta que llegaba la temporada de hockey, en otoño. Distraído, se quedó mirando a los chavales.

Uno de ellos llamaba especialmente su atención por su velocidad y habilidad tirando al aro. Era un chico muy alto y delgado al que todos los demás intentaban quitar la pelota. Pero, como era un partido amistoso, el chaval lanzaba el balón a sus compañeros para darles la oportunidad de encestar. Un chico simpático, Pensó pedro, observando su pelo oscuro y sonrisa radiante. Sería un buen jugador de hockey. Aunque parecía muy joven para estar ya en el instituto. ¿Qué sería de él? ¿Se quedaría en el pueblo y seguiría los pasos de su padre, trabajando como pescador de langosta en las peligrosas aguas de Terranova, o buscaría otros horizontes? Curioso, pensó. Él no solía involucrarse en la vida de los demás y, sin embargo, estaba pensando en el futuro de un chico al que no conocía. Entonces el chaval le quitó la pelota a uno de sus compañeros, corrió en zigzag hacia el aro y saltó en el aire. Cuando la pelota entró en el aro,  tuvo que contener el deseo de aplaudir. Sonriendo con cierta tristeza, se dirigió a su coche. Había tomado una decisión muchos años atrás y ya no había forma de cambiarla. No debería haber vuelto al pueblo. Aunque intentaba no pensar en ello, tenía un peso en el estómago. Si hubiera sabido que Paula seguía viviendo en Cranberry Cove, no se habría acercado a la tienda. Porque esa elección también estaba tomada; por ella, trece años atrás. Quería salir de allí lo antes posible. Su avión privado estaba en el aeropuerto de Deer Lake y, si el tiempo lo acompañaba, podría marcharse esa misma noche.

—Vaya, vaya, pero si es Pedro Alfonso.

Pedro levantó la mirada y, por un momento, no reconoció al hombre que había frente a él, mirándolo con una expresión menos que amistosa.

—Leandro.

La última vez que vió al hermano de Paula, Leandro era un niño de ocho años. Pero se había convertido en un joven alto de rizado pelo castaño y ojos grises.

—Había oído que estabas por aquí. Chico del pueblo hace fortuna y vuelve a sus raíces... has visto demasiada televisión.

—Veo que te alegras tanto de verme como Paula.

—¿Has visto a mi hermana? —preguntó Leandro, airado.

—Sí, en su tienda. ¿Por qué?

—Has ido a verla nada más llegar, ¿No?

—Cranberry Cove no es tan grande como para poder evitar a nadie —replicó Pedro.

—No eres bienvenido aquí, Pedro Alfonso. Supongo que ella te ha dicho lo mismo.

—Con más sutileza, pero sí.

Leandro lo miró, sarcástico.

—Todos agradecimos mucho la carta de condolencia que enviaste cuando murieron mis padres.

—No sabía que hubieran muerto hasta que me encontré esta mañana con Abel.

—Ya, claro. Estabas deseando quitarte el polvo de Cranberry Cove y no miraste atrás, ¿No?

—Tenía otras cosas en la cabeza.

—Ganar dinero, ya lo sé. Este ya no es tu sitio, Alfonso.¿Por qué no vuelves a la ciudad y te olvidas de los pueblerinos?

Pedro dejó escapar un suspiro.

—Hablas como si hubiera cometido algún crimen. Me fui a la universidad a los diecisiete años, volví a Cranberry Cove a los veintidós, cuando mi padre se ahogó, y volví a marcharme cuando mi madre se fue a Australia. No veo que haya nada malo en ello.

—Eras amigo de Paula. O eso es lo que ella pensaba. Parece que se equivocó.

—No especules sobre cosas de las que no sabes nada.

—Vete de aquí, Alfonso.

Pedro se dió cuenta de que quería pelea, pero no pensaba darle el gusto.

—Iba a buscar mi coche, así que déjame en paz.

Entonces vió alivio en el rostro de Leandro. Y no era por haber evitado una pelea, estaba seguro. Leandro Chaves, incluso de niño, siempre había sido de los que usan los puños y piensan después. Entonces, ¿qué demonios estaba pasando?

—Será mejor que lo hagas. A menos que quieras encontrarte con un problema.

Habría sido muy fácil responder en el mismo tono, pero Pedro había aprendido a elegir sus peleas, sobre todo en las salas de juntas, y no tenía intención.

martes, 6 de diciembre de 2016

Tiempo Después: Capítulo 4

—No me he asustado. Me ha sorprendido verte, nada más. Vete, por favor.

 —Me voy porque quiero, no porque tú me lo digas.

—Me da igual, pero vete de una vez.

Pedro apretó los labios. Le habría gustado que su encuentro fuera de otro modo. Paula  y él habían sido amigos y ahora se miraban como si fueran enemigos mortales.

—Tienes unas cosas muy bonitas en la tienda. La vidriera del escaparate... ¿La has hecho tú?

—Sí —contestó ella, sin mirarlo.

—Si nadie la compra, llámame —dijo él, sacando una tarjeta—. Conozco gente que pagaría un dineral por algo así.

Paula ni siquiera miró la tarjeta.

—¿Cómo te atreves a volver después de tantos años, pensando que puedes arreglarme la vida?

—Una cosa no ha cambiado —suspiró Pedro—. Tu temperamento siempre ha ido a juego con tu pelo.

Paula abrió la puerta y se quedó esperando.

—Adiós, Pedro Alfonso. Que te vaya bien.

 Él atravesó la tienda, el viejo suelo de madera crujiendo bajo sus pies. En los ojos verdes había furia y algo parecido al pánico. Paula quería que desapareciera de su vista, pero no sabía por qué.

—Adiós, Paula.

Y entonces, antes de que ella pudiera apartarse, la tomó por los hombros y buscó sus labios. Por un momento, Paula se quedó rígida, como si la hubiera pillado por sorpresa. Luego se puso a temblar como un pajarillo asustado. Pedro la apretó contra su pecho, con los ojos cerrados, olvidándose de todo excepto de la suavidad de sus labios. El calor de su piel atravesaba el vestido, calentando un sitio tan escondido dentro de él que casi había olvidado que existiera. La deseaba. Cómo la deseaba. Entonces se dió cuenta de que ella estaba luchando, intentando desesperadamente apartar la cara. Mareado, Pedro levantó la cabeza y dijo lo primero que le pasó por la cabeza:

—Esto no ha cambiado.

—Todo ha cambiado —replicó Paula, con las mejillas coloradas—. ¿De verdad crees que puedes retomar lo nuestro después de trece años, como si no hubiera pasado nada?

No sonaba muy sensato, desde luego.

—Yo no había pensado besarte...

—Y no volverás a hacerlo.

—No te gustó hacer el amor conmigo en Ghost Island.

Ella abrió la boca, perpleja.

—¿De qué estás hablando?

—Por eso no quisiste marcharte conmigo de aquí... sexualmente no pude satisfacerte.

—¡No seas ridículo! —replicó Paula bruscamente—. Me gustó mucho.

—¿De verdad? —preguntó Pedro.

Absurdamente, la respuesta era fundamental. Entonces sólo tenía veintidós años y Paula  era lo más importante del mundo para él.

—Sí, es la verdad... pero ha pasado mucho tiempo y ya no importa.

—A mí sí.

—¿Esperas que te crea? —le espetó ella, empujando la puerta—. Vete de mi vida, Pedro Alfonso. Y no vuelvas nunca.

Lo decía en serio. No estaba jugando; Paula no era una persona manipuladora. Pedro se dió la vuelta, salió de la tienda y empezó a caminar calle arriba. No sabía dónde iba. Sí, sí lo sabía. Iba hacia su coche y luego al aeropuerto. Le hubiera gustado o no hacer el amor con él trece años antes, ahora Paula Chaves lo odiaba.

El deseo había desaparecido, eclipsado por un dolor incuestionable. El mismo dolor que sintió en Ghost Island cuando, después de hacer el amor apasionadamente, después de abrirle su corazón, Paula le había dicho:

—No puedo irme de Cranberry Cove contigo, Pepe. Tengo que quedarme aquí.

Y se había quedado. Fue él quien se marchó aquel mismo día. Fue él quien hizo todo lo posible por olvidarla. Unas horas antes habría dicho que había tenido éxito en la vida. Pero eso fue antes. Había sido una mala idea volver a Cranberry Cove. Muy mala idea.

A través del escaparate, Paula observaba a Pedro alejándose calle arriba. Y se dió cuenta de que estaba temblando. Se había ido. Por el momento. Pero, ¿se quedaría en Cranberry Cove el tiempo suficiente para descubrir su secreto? ¿Y si era así, volvería? De nuevo, sintió miedo. Angustiada, colocó el cartel de Cerrado y entró en la trastienda. Dejándose caer en una silla,  enterró la cara entre las manos.

Tiempo Después: Capítulo 3

—No pasa nada, Paula.

Ella cerró los ojos, dejándose caer sobre su pecho. Aunque estaba más delgada que antes, Pedro tuvo que hacer fuerza para sostenerla. Con cuidado, la sentó en una silla. Llevaba un vestido de color verde hoja, con estampado de peces tropicales. A Paula nunca le habían gustado los colores aburridos. El calor de su piel bajo los dedos le produjo un escalofrío. ¿Siempre había sido tan blanca, tan cremosa, como la leche de la vaca Jersey que tenía su padre? Olía a flores y su pelo parecía de oro bajo la luz de la lámpara. Su cuello, largo y delicado, despertó en él tal confusión que su único pensamiento era salir corriendo. Pero se quedó.

—No pasa nada, Paula. Te has mareado un poco.

No se había mareado, se había desmayado. ¿Por qué? Habría entendido que se pusiera furiosa al verlo. O que lo mirase con desdén. Incluso entendería un gesto de indiferencia después de tantos años. ¿Pero terror? No llevaba anillos, ni alianza, ni anillo de compromiso.

—Te has cortado el pelo —murmuró, sin saber qué decir.

A los dieciocho años, su melena ondulada caía por su espalda como una cascada de bronce. En aquel momento parecía una aureola de fuego, dejando la cara despejada. Paula respiraba con dificultad, intentando calmarse.

—Eres tú. Pedro. Pedro Alfonso.

 —No quería asustarte. Ella se incorporó, apoyando la espalda en el respaldo de la silla.

—¿Qué haces aquí?

—Tenía una reunión en Montreal y pensé que, estando tan cerca de Terranova, debería pasarme por Cranberry Cove —contestó él, con falsa tranquilidad.

—Después de trece años.

—No esperaba verte —suspiró Pedro, apartándose—. Pensé que te habrías ido de aquí hace años.

—No tenemos nada que decirnos. Y tampoco creo que tengas nada que decirle a nadie en Cranberry Cove.

—Abel Gamble me contó lo de tus padres, Paula. Lo siento mucho.

—Fue hace mucho tiempo —contestó ella.  Pedro se percató entonces de que había miedo en sus ojos verdes—. ¿Qué más te ha contado?


—Que volviste de la universidad para cuidar de tus hermanos. En otras circunstancias, supongo que no habrías vuelto...

—Tú no sabes nada de mis circunstancias. Ni de mí —replicó Paula. Pero Pedro había estado haciendo cálculos.

—Gonzalo ha terminado sus estudios. Debe tener... dieciocho años, ¿No? ¿Por qué no te has ido ahora que son mayores?

—Marcharse de aquí no es tan fácil como crees. He invertido todo mi dinero en esta tienda, no puedo desaparecer así como así.

—¡Pero no quisiste venir conmigo!

—Hice lo que tenía que hacer —dijo ella, levantando la barbilla.

—Me alegro de que no lo hayas lamentado —replicó Pedro, con una buena dosis de sarcasmo.

Paula se levantó, agarrándose al mostrador, y lo miró de arriba abajo.

—Tu sitio no está aquí... eres como los turistas que vienen en verano. Cranberry Cove ya no es tu hogar, pero es el mío y... no quiero verte.

—¿Por qué?

—Porque te fuiste y no volví a saber nada de tí —contestó ella, amargamente—. No me llamaste, no me enviaste una sola carta. No tienes derecho a hacerme preguntas.

Aquél no era momento para descubrir que lo único que deseaba era estrecharla entre sus brazos y besarla hasta que el pellizco que sentía en el corazón desapareciera.

—Estás... diferente. Más delgada. No ha sido fácil para tí, ¿Verdad?

—Eso no es asunto tuyo. ¿Por qué no te vas? Y esta vez, no te molestes en volver.

Pero Pedro no pensaba dejarse amedrentar.

—Estás más guapa que nunca, eso es lo que intento decir. Podría haber jurado ver un brillo de alegría en sus ojos, pero...

—Guárdate esos halagos para otra. A mí no me hacen falta.

—No me he casado. ¿Y tú?

Paula apretó los labios, tan generosos, tan sensuales.

—No lo entiendes, ¿Verdad? Sal de mi tienda, Pedro. Vete de mi vida. No quiero volver a verte nunca.

—No me gusta que me digan lo que tengo que hacer. Tú lo sabes.

—No has crecido, es lo que quieres decir. Tus deseos son lo único importante, no los de los demás —replicó ella, con dureza—. Si no te vas, llamaré a mis hermanos y te sacarán de aquí a la fuerza.

—Tendrías que llamar a los tres —bromeó Pedro—. ¿De qué te has asustado, Paula?