–Guardemos para luego el beso francés –añadió después.
–¿Guardarlo? –preguntó ella luchando contra el deseo que le nublaba la mente–. ¿Para qué vamos a guardarlo?
Tenía una sonrisa tan dulce y sincera que por un momento, Paula creyó ver el rostro de Pedro Alfonso en el cuerpo del enmascarado. El pulso se le aceleró misteriosamente.
–Para la próxima vez.
No. No. Aquello era una tortura. No podía marcharse así, estaba demasiado desesperada.
–Por favor –suplicó sin el menor pudor.
Vio cómo él la miraba de arriba abajo y se detenía en sus pechos, después inclinó la cabeza y le chupó el pezón endurecido por el deseo a través de la fina tela del suéter.
–Sí –susurró Paula apoyando la cabeza en la pared–. Sí.
Pero él volvió a alejarse.
–Déjale tu dirección al barman. Iré a la fiesta de tu hermana. Au revoir, cherie. Que tengas dulces sueños.
Y después se dió media vuelta con una malévola sonrisa en los labios.
Había hecho que deseara más. Sin duda aquel tipo sabía cómo volver loca a una mujer.
Paula llegó a casa procedente del club sin saber muy bien cómo había ido hasta allí. No podía dejar de pensar en él y de desear haber tenido el valor suficiente para pedirle que no parara. Ahora tendría que esperar hasta la fiesta de Zaira para saber si realmente besaba tan bien como parecía.
Nada más detener el coche frente al edificio, sintió el impulso de ir a contarle a Pedro lo sucedido con su amigo, pero su coche no estaba y las luces de su apartamento estaban apagadas. Para tener que dar clase a primera de la mañana, se acostaba muy tarde. Quizá tuviera un segundo empleo.
Lo más probable era que tuviera una novia.
Por qué esa posibilidad la ponía tan triste, Paula no lo sabía.
No, no podía ponerse triste por que Pedro tuviera novia. Era un buen hombre y merecía ser feliz. Aunque lo cierto era que no había visto nunca a ninguna mujer en su casa.
“Egoísta, no puedes tener a dos”.
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