Pero Monsieur Enmascarado podía hacer cosas que a Pedro nunca se le habrían pasado por la cabeza. Las mujeres se volvían locas por su alter ego. Le acarició la palma de la mano con un dedo y enseguida percibió su reacción; un escalofrío que no hizo más que aumentar la necesidad que él sentía en la entrepierna.
Seguía obedientemente sus pasos de baile con esas piernas de diosa que la ligera falda azul y blanca que llevaba apenas cubría. Tenía las pantorrillas estilizadas y los tobillos perfectos, pero lo que más le gustaba a Pedro era el modo en que los dedos de los pies, con las uñas pintadas de rosa, asomaban entre las tiras de las sandalias.
–Hola –dijo ella casi sin aliento, tan bajo que él apenas podía oírla con la música–. Soy Pala.
Pedro no respondió. Temía que pudiera reconocerle la voz y descubrir el engaño antes incluso de haberlo puesto en práctica de veras.
Pedro asintió y después le pasó un brazo por la cintura. ¡Cuántas veces había soñado tenerla entre sus brazos de esa manera! Sin embargo, la sensación de hacerlo era aún más maravillosa de lo que había imaginado. Olía tan bien... Tenía las mejillas sonrojadas y la respiración entrecortada, sus pechos subían y bajaban mientras lo miraba de cerca.
Tan cerca que habría podido besarla.
Sus ojos azules como el mar se abrieron hasta llenarle el rostro. Cuando la vio sacar la lengua ligeramente para humedecerse los labios, Pedro no pudo evitar rugir en voz alta. Estaba fuera de control.
–Pedro me ha hablado de tí –le susurró al oído disfrazando su voz con un falso acento francés.
–¿Sí?
–Dice que eres una mujer que no se arrepiente de nada.
–Así es.
–Vaya –dijo él–. Parece que hoy es mi día de suerte porque yo me atrevo a todo.
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