Sabía que jamás podría tener a Pedro por mucho que le gustara. De hecho precisamente porque le gustaba tanto nunca podrían ser más que amigos. Lo que necesitaba era una aventura con un hombre ardiente y apasionado como Monsieur Enmascarado. Sin compromisos, sin ataduras, sin promesas y sin arrepentimientos. Sólo diversión.
Estaba en pijama en la cocina abriendo una botella de vino cuando oyó el viejo coche de Pedro en la calle. Se le aceleró el pulso. No era la respuesta salvaje que había dado su cuerpo cuando el Enmascarado la había rodeado con sus brazos, era más bien una sensación dulce que le alegraba el alma. Dejó la botella de vino y el sacacorchos sobre la mesa y salió a la escalera.
–Hola –lo saludó desde el descansillo.
La escalera estaba en penumbra, por lo que apenas podía verlo.
–¿Quieres subir a tomar algo? –era la primera vez que lo invitaba a una copa en su apartamento y sabía que era más de medianoche, pero necesitaba hablar con él–. ¿Pedro? –estaba delante de la puerta de su apartamento. Oyó que se le caían las llaves y que farfullaba algo entre dientes.
–Espera un momento, Paula –tenía la voz tensa.
Parecía estar de mal humor, algo nada habitual en Pedro. Debía de haber tenido una mala noche.
–¿Subes?
–Sí –dijo por fin–. Pero antes voy a darme una ducha, estoy un poco sudoroso.
¿Por qué le resultaba tan erótica la idea de Pedro empapado en sudor? Paula meneó la cabeza y achacó la reacción a la revolución hormonal que había experimentado su cuerpo durante el encuentro con el Enmascarado.
–Serviré unas copas de vino. ¿Te gusta el vino, Pedro?
–Sí.
–Entonces te veo dentro de un rato –se metió en casa, cerró la puerta y se apoyó en ella con una extraña sensación de nerviosismo en el estómago.
Fue entonces cuando Paula se dió cuenta de que en realidad no sabía si seguía excitada por culpa de Monsieur Enmascarado o si el misterioso hormigueo que sentía en la nuca se debía más bien a que Pedro fuera a subir a su casa.
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