–El cáncer.
–¿Sí?
–La dejó estéril. No puede tener hijos, Pedro.
El triste secreto de Paula le nubló la vista. De pronto, comprendía muchas cosas sobre ella.
–Es horrible –murmuró con voz ronca.
–Lo ha aceptado con la ayuda de un terapeuta, pero sigue creyendo que no puede comprometerse con ningún hombre si no es capaz de darle un hijo.
–Eso es ridículo –protestó Pedro–. Debería dejar que el hombre en cuestión decidiera por sí mismo si eso es impedimento para la relación o no.
–Estoy de acuerdo contigo, pero es Paula la que lo sufre, no yo. La verdad es que no sé qué sentiría si estuviera en su lugar. Así que, Pedro, antes de que sigas adelante con tu plan o intentes tener una relación con ella, piensa si quieres vivir la vida sin tener tus propios hijos.
–Lo único que me importa es Paula. Además, siempre podríamos adoptar. Por el amor de Dios, yo mismo soy hijo adoptado –añadió.
–¿De verdad? –preguntó Zaira con una sonrisa.
–Sí.
Vió cómo se le llenaban los ojos de lágrimas y se esforzaba por secárselas de inmediato.
–¿Por qué lloras? –Pedro sentía un nudo en el pecho–. ¿Hay algo más que no me hayas dicho?
–Estoy muy contenta por mi hermana. Ha sufrido mucho y ahora por fin parece que va a encontrar el amor después de tantos años de dolor.
–Gracias por contármelo –dijo él–. No cambia en absoluto lo que siento por ella, pero sí me ayuda a entenderla.
–Trátala bien, Pedro.
–Sí ella me deja.
–Haz que te deje. Si no lo haces, no tardará en darse cuenta del gran error que cometió dejándote marchar y lo lamentará, por mucho que se esfuerce en cantar esa maldita canción. Será mejor que te pongas la máscara por si Paula decide salir.
Mientras volvía a colocarse la máscara, Pedro pensaba que ahora comprendía por qué Paula solía cantar Je ne regrette rien. No era porque se arrepintiera de nada, sino para espantar el miedo y ahuyentar los demonios que habían llenado su corta y agridulce vida.
Y se dio cuenta de que la amaba aún más por su valentía.
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