–¿Que… que quieres qué?
–Ya lo has oído.
La tensión era evidente, se podía respirar en el aire cargado de deseo.
Pedro le miraba los labios con una extraña expresión. Paula se llevó la mano a la boca, preguntándose si se le habría corrido el carmín o algo así. Él continuó observándola hasta que Paula pensó que echaría a arder por el calor de su mirada.
Estaba celoso. No se le había ocurrido pensar en ello desde su punto de vista. Sus ojos eran como dos carbones ardientes que la quemaban. Sintió un pánico que no podía explicar, pero que estaba allí. Era una sensación dura y misteriosamente fascinante.
¿Qué demonios estaba haciendo Pedro? De pronto sentía tal atracción hacia él que le daba miedo.
Dios, Dios, Dios.
¿Por qué estaba tan asustada? ¿Por qué la química que había surgido entre ellos era de pronto diez veces más intensa que la que había sentido con Monsieur Enmascarado?
Se echó a reír con nerviosismo.
–Pero, Pedro, tú y yo somos sólo vecinos. Amigos.
–Pero los amigos pueden convertirse en amantes.
Tenía una mirada penetrante. Paula nunca habría creído que pudiera ser tan potente, tan masculino. Todos aquellos cambios la habían dejado desconcertada y la impulsaron a bajar la cabeza mientras bebía un sorbo de vino para huir de sus ojos. La dulce acidez del malbec le caldeó la lengua y le recordó lo sucedido en el club.
“Es Monsieur Enmascarado el que te atrae. No Pedro Alfonso”, se dijo a sí misma.
Pero, si era así, ¿por qué deseaba que se inclinara hacia ella y la besara hasta hacerle perder el sentido?
Pasó un minuto. Y otro más.
Por fin se atrevió a mirar a Pedro. Nunca se había fijado en lo grande que era, quizá porque siempre llevaba prendas enormes y deformes que escondían su cuerpo; pero ahora que lo miraba, se daba cuenta de que sus hombros ocupaban prácticamente la mitad del sofá.
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