Candela se levantó y dio la vuelta a la mesa, apoyándole una mano en el hombro.
—Ya se solucionará todo, verás...
Como obedeciendo a una señal, la puerta se abrió de golpe.
—Miren a quién he encontrado —dijo Pedro con tono exuberante.
—¡Baltazar! —exclamó Paula, corriendo hacia su hijo. Lo estrechó contra su pecho—. Oh, Balta, qué susto que me has dado.
—Lo siento, ma —dijo el niño, con lágrimas en los ojos—. No quería preocuparte.
—Me tengo que ir —dijo Candela, y tomando su bolso se dirigió a la puerta.
—Candela —dijo Paula, dándose la vuelta pero sujetando a su hijo con firmeza—. Muchas gracias... Por todo.
—De nada —dijo Candela con una sonrisa comprensiva—. Después de todo, ¿Para qué estamos las amigas?
—¿Qué te parece si comemos juntas uno de estos días? —dijo Paula.
—Por mí, encantada —sonrió Candela.
Paula volvió a abrazar a Baltazar.
—Te quiero tanto —le dijo—, no te escapes nunca más. Juntos, siempre podemos buscar una solución. ¿Comprendido?
—Yo también te quiero, ma—dijo el niño, y le devolvió el abrazo.
—Y ahora, señor —sonrió ella tras darle un beso en la coronilla y secarse una lágrima—, me parece que tendrá que darse un buen baño y comer algo. ¿Qué le parece?
Baltazar asintió con la cabeza.
—¿Nos vamos a Washington? —preguntó, sin levantar la mirada.
—Ya hablaremos de eso después —dijo Paula.
—Pero...
—Baltazar —dijo Pedro con firmeza—, tu madre ha dicho que más tarde —le sonrió cuando el niño subía por la escalera y luego se dirigió a Paula—: Ya he llamado al sheriff para darle la noticia.
—No te vayas todavía —dijo Paula, señalándole una silla—. Quiero que me cuentes todos los detalles.
—No sé por qué no se me ocurrió antes —dijo Pedro, sentándose. Tenía cara de cansado—. Hace unas semanas les mostré a Baltazar y a Mateo una choza que construí con unos amigos hace mil años en el bosquecillo que hay junto al estanque de los Larkin. Los fascinó. Cuando llegué allí esta mañana, lo encontré profundamente dormido.
—No sé cómo agradecértelo —dijo Paula.
—No yéndote a Washington —dijo Pedro.
—Me sorprende que todavía quieras que me quede —dijo sin mirarlo, eligiendo cuidadosamente las palabras—, después de mi forma de actuar.
—Debí decirte que Candela iba a la cena —dijo Pedro con voz ahogada— . Y que ella era el motivo por el que no pude ir a...
—Estaba obcecada, fui una cabezota. Cuando quisiste darme una explicación, me negué a escucharte —dijo Paula, mirándolo a los ojos—. Hice exactamente lo mismo que cuando tenía dieciocho.
—Paula, sobre la graduación...
—Pedro —lo interrumpió ella—, no es necesario que me expliques nada.
—No quiero que haya más secretos ni malentendidos entre nosotros —dijo Pedro.
—Yo tampoco —dijo Paula, con la mirada en la suya.
—Prométeme que no me interrumpirás hasta que acabe de hablar, ¿De acuerdo?
Paula no estaba segura de querer escuchar lo que él tenía que decir, pero asintió con la cabeza.
—Javier y Marcos nos encerraron en aquel cuartucho porque querían que hiciésemos el amor.
—Entonces, lo habían planeado —dijo Paula, sin poder evitar la desilusión que la embargaba.
—Dijiste que me escucharías —le recordó Pedro—. Recuerda que me engañaron a mí tanto como a tí.
—Entonces, ¿Por qué dijiste aquello en el pasillo?
—Intentaba protegerte —dijo Pedro—. Si les hubiese dado alguna pista de lo que había sucedido en aquel armario, Javier y Marcos habrían tirado tu reputación por los suelos.
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