Paula levantó la barbilla. No tenía ninguna intención de hablar de su disparatado comportamiento. Se hallaba cansada y tenía hambre, pero por encima de todo, tenía vergüenza.
—Te he dicho que no puedo —dijo—. Baltazar tiene que comer...
—Está comiendo en este mismo instante —dijo Pedro. Ella comenzó a interrumpirlo pero él levantó la mano—. Le dije a Sonia que no habría problema, que tú y yo teníamos que discutir algo.
—No tenemos nada que discutir —dijo Paula, retrocediendo un paso antes de que su perfume le hiciese perder el sentido otra vez—. Y no tienes ningún derecho a tomar decisiones con respecto a mi hijo.
—¿No? —dijo él, echándole una mirada enigmática—. ¿Estás segura?
—Totalmente —dijo ella, alargando la mano para abrir la puerta.
—¿Estás segura de que quieres entrar y que todos, incluido Baltazar, oigan lo que tengo que decirte?
Algo en su rostro la hizo detenerse.
—De acuerdo —dijo, encogiéndose de hombros—. Ya que parece tan serio, supongo que podré esperar cinco minutos. Dí lo que tengas que decir.
—Esta conversación tiene que ser privada —dijo Pedro, segando con la cabeza—. Podemos ir al parque o a mi casa. Elige tú.
¿Elegir? Estaría sola con él de cualquier modo, a menos que hubiese alguien más en el parque.
—Vayamos al parque —dijo—, pero tendremos que ser breves. Baltazar se ha pasado el día entero en casa de tu hermana.
—Vamos —dijo él bajando las escalinatas—. Quiero acabar con esto cuanto antes.
Paula se tranquilizó al pensar que lo que él quería hacer era disculparse. Quizá sería lo mejor, así no sentirían esa tensión horrible cada vez que se encontrasen es el futuro. Aceleró el paso y cuando llegaron al parque se sentía casi liberada. Se sentaron el un banco de piedra en un lugar recluido.
—Me siento tan idiota —dijo Pedro, lanzando un entrecortado suspiro.
Paula sintió un enorme alivio. Era un buen comienzo. Al menos ambos estaban de acuerdo en que se habían comportado de manera absurda. Aunque sabía que él había disfrutado con sus besos tanto como ella, habían jugado con fuego. Y no podían permitir que ello sucediese nuevamente. Carraspeó.
—Creo que ambos permitimos que las hormonas nos anularan el sentido común.
—¿De qué hablas? —preguntó él extrañado.
—Anoche en la cocina —dijo ella—. ¿De qué hablabas tú?
—Hablaba de Baltazar —dijo él—. Sé que es mi hijo.
Paula sintió que la sangre se le helaba en las venas. Hizo un esfuerzo por respirar.
—¿Baltazar? ¿Tu hijo? ¿Y de dónde has sacado semejante idea?
—Las fechas coinciden —dijo Pedro, tenso.
—¿A qué te refieres? —dijo Paula, haciendo tiempo.
—A que hicimos el amor en abril y Baltazar nació en enero.
Aquello era exactamente lo que preocupaba a Paula sobre su vuelta a Lynnwood. Afortunadamente, ya había supuesto que sucedería y había inventado una historia plausible.
—Tommy fue prematuro—dijo—. Se adelantó casi tres meses. Los médicos dijeron que era un milagro que hubiese sobrevivido.
—Entonces, habrás conocido al padre de Baltazar...
—Justo después de mudarme a Washington—dijo Paula—. Yo era nueva en la ciudad y él también. Ambos nos sentíamos solos. Creo que por eso todo fue tan rápido.
Pedro soltó el aliento que contenía. Después de todo, había una explicación lógica. Pero ¿Y el nombre?
—¿Por qué lo llamaste Pedro Baltazar? —preguntó—. Ese es el nombre que hemos pasado de padres a hijos durante generaciones en mi familia.
—El padre de Baltazar se marchó antes de que el niño naciese —dijo Paula, ruborizándose—. Siempre me había gustado el nombre Pedro Baltazar y no se me ocurrió ninguno mejor... Espero que no te importe.
—No. Lo comprendo totalmente —dijo Pedro, acercándose a su lado y dándole una torpe palmadita en el hombro—. Ni te puede imaginar lo estúpido que me siento.
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