Echó la cabeza hacia atrás mientras Pedro la besaba en el cuello.
—¿Sigues aburrida? —le susurró, haciéndola sonreír.
—Quizá un poquito —mintió con cara seria, observándolo tras las pestañas bajas—. Esto es bastante inocente.
Pedro la contempló durante un largo rato antes de que su mano le tomase el rostro para mirarla a los ojos.
—Esta vez quiero hacerlo bien —le dijo suavemente—. No quiero ser apresurado.
Lo que Pedro decía era lógico. Pero llevaba diez años alejada de aquel hombre. Y ahora había vuelto, despertando con un beso y una suave caricia emociones que creía olvidadas.
—¿Quién ha hablado de apresurarse? —susurró Paula—. Tenemos toda la noche.
Pedro le recorrió el rostro con la mirada y buscó en sus ojos hasta que esbozó una leve sonrisa.
—Tienes razón —dijo él—. Tenemos todo el tiempo del mundo.
Reclamando sus labios, la estrechó contra su cuerpo. Paula abrió su boca a la presión persuasiva mientras le hundía los dedos en el espeso cabello. Se besaron hasta que el aliento de Pedro ardió contra su mejilla, hasta que sus pechos se apretaron contra la fina tela de su vestido, hasta que lo único que ella deseó fue a él. Como si le hubiese leído el pensamiento, él deslizó su mano dentro del vestido para abarcarle con ella un pecho. Ella se movió ante su contacto, abriéndose a las sensaciones que había olvidado hacía tiempo. Cuando pensaba que se moriría de anhelo, él le rozó con el pulgar la hinchada cúspide. Paula se arqueó hacia atrás y el deseo se convirtió en una ardiente necesidad. Pedro sonrió, apartando la tela del vestido. Inclinó la cabeza para seguir el camino que había trazado su mano. Ella se estremeció mientras la mano masculina se movía más abajo...
—Tienen que estar por aquí —dijo una voz masculina.
Pedro se quedó petrificado y Trish se envaró.
—Ay, estos chavales —dijo una voz que procedía de donde habían estacionado el coche.
—¿Tienes una linterna?
Presa del pánico, Paula miró a Pedro. Dios santo, no era solo un hombre. Eran dos. Pedro se llevó un dedo a tos labios y se sentó lentamente. Ella se acomodó el vestido y se pasó los dedos por el pelo, con el pulso latiéndole desbocado. Él alisó la manta y le dió un tranquilizador apretón de manos cuando los dos alguaciles aparecieron en el claro. El haz de la linterna se posó brevemente en Paula antes de dirigirse a Pedro.
—¡Anda, si es Pedro Alfonso! Ví el todoterreno, pero no me dí cuenta de que era suyo. No esperaba encontrarlo aquí.
—Yo tampoco, Rodrigo —rió Pedro—. Paula y yo subimos aquí a mirar las estrellas. Espero que no haya una ley que lo impida.
—Por supuesto que no. Pero la mayoría de los que suben aquí son chavales. Y la mayoría vienen a hacer cosas que no son exactamente mirar las estrellas.
—Es difícil de creer —dijo Pedro—, en un sitio tan público como este.
A Paula se le subieron los colores al pensar lo expuesta que se había encontrado unos minutos antes.
—Se les suben las hormonas —dijo Fred con una risa abogada—, y lo hacen en cualquier lado.
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