—Candela —dijo Pedro, levantándole el rostro con dos dedos en la barbilla—, somos amigos. Si me necesitas, llámame. Así de simple.
—De acuerdo —dijo Candela finalmente—. Pero, ¿Podrías hacerme un favor? No se lo digas á nadie, ni a tu hermana.
—¿Por qué? No tienes por qué avergonzarte de ello.
—Ya lo sé —dijo Candela, con la vista baja—, pero me da vergüenza.
—Si eso es lo que quieres... —dijo Pedro, dándole unas torpes palmaditas en el hombro. No comprendía, pero respetaba sus deseos.
—Muchas gracias por todo —dijo Candela, inclinándose hacia delante con los labios ligeramente fruncidos.
Pedro esperaba un beso en la mejilla, pero en lugar de ello, Candela plantó sus labios firmemente en los de él y le rodeó el cuello con los brazos. Sobresaltado, esperó a que ella acabase el beso para separarse y liberarse de su abrazo.
—¿Y eso, por qué?
—Por ser tan buen amigo —dijo Candela con una sonrisilla—. Antes no te importaba que te besase.
—De eso hace mucho tiempo.
—SL «a.P.» —dijo ella después de contemplarlo un largo rato.
—¿«a.P,»? —ahora sí que no comprendía nada.
—Antes de Paula. Es gracioso cuando piensas en ello —dijo Candela con una sonrisa resignada—. En el instituto, yo lo tenía todo y Paula no tenía nada. Ahora ella es la que lo tiene todo.
Pedro se la quedó mirando, incrédulo. Estaba claro que él no era el único que se comportaba de forma extraña.
—Tienes a Abril. Tienes a tus amigos y a tu familia. ¿Te parece eso poco?
—Ya lo sé, tienes razón —dijo Candela, tras una larga pausa.
—Uno de estos días encontrarás a alguien que te merezca. Alguien que te quiera tanto como yo quiero a Paula.
—Hace rato que dejé de esperar al príncipe azul —dijo Candela con un suspiro—. Pero tu eres lo más cerca que he llegado y tengo que confesar que esperaba que estuvieses disponible cuando yo pudiese volver a pensar en tener una pareja estable.
Pedro solo sonrió y se encogió de hombros. Candela y él se conocían tanto que, de suceder algo entre ellos, ya habría sucedido. Ella tenía que saberlo tanto como él. No, Paula y él eran quienes tenían que estar juntos. Lo único que tenía que hacer era tener paciencia hasta que ella lo descubriese por sí misma. La hamaca del porche crujió cuando ella se inclinó a darse la última mano de esmalte a las uñas de los pies. En vez de salir con sus compañeros de trabajo, había pasado la velada con su hijo, haciendo pizza y jugando al Monopoly. Aunque experimentó un momento de incertidumbre al cancelar el plan, la alegría de Baltazar cuando se enteró de que ella se quedaba es casa con él hizo que sus dudas se esfumasen enseguida. El niño se divirtió tanto ganándole que, cuando llegó la hora de irse a la cama, le rogó que lo dejase un rato más, aunque apenas podía mantener los ojos abiertos. Y se durmió casi antes de que su cabeza tocase la almohada.
Paula comenzaba a creer que sus sueños se podrían convertir en realidad después de tantos años pensando que su vida había acabado casi antes de empezar. Quizá algún día los tres serían una familia, pero antes de que ello sucediese, Pedro y Baltazar tendrían que enterarse de la verdad. Pero ¿Cuándo se lo podría decir? ¿Y si ambos se sentían engañados y no la perdonabas? Ya no podía hacer nada al respecto. Cuando llegase el momento, lo único que podía hacer era ser honesta y esperar que comprendiesen. De momento, se concentraría en disfrutar todo lo que tenía. Se columpió lentamente, escuchando las cigarras y los grillos de la noche estival.
—¿Tienes patatas para acompañar la gaseosa?
—¡Pedro! —dijo Paula, sobresaltada. Su aspecto, trajeado y con corbata, indicaba que él venía directo de la cena de la Cámara de Comercio—. ¿Qué haces aquí?
—Alguien me dijo que aquí daban refrescos y patatas —dijo él con su sonrisa cautivadora.
—Pensé que con el pollo de plástico no tendrías más hambre — bromeó Paula, que hubiese dada cualquier cosa por haberlo comido.
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