martes, 24 de septiembre de 2024

Traición: Capítulo 49

 —Venga, Pedro. Ya lo hemos hablado antes. El padre de Baltazar y yo nos conocimos en Washington...


—Otra mentira —dijo Pedro, que la miraba sin parpadear—. También me dijiste que era prematuro.


—Porque lo era —dijo Paula, rogando que la desesperación que sentía no se le reflejase en el rostro—. Sietemesino.


—Pesaba cuatro kilos, Paula —dijo Pedro secamente—. Y Baltazar me dijo que hubo que provocarte el parto porque te habías pasado de fecha. 


—¿Eso era lo que tenías que hacer mientras yo no estaba? ¿Interrogar a mi hijo?


—Por el amor de Dios, Paula. Yo ya sé la verdad. Al menos sé sincera ahora —dijo Pedro tras lanzar un resoplido impaciente.


Resignada a lo inevitable, ella asintió lentamente con la cabeza.


—Dime —dijo Pedro, con el rostro demudado por la desilusión y la rabia—, después de todo lo que compartimos, ¿Cómo pudiste hacerlo? ¿Cómo pudiste tener un hijo mío sin decírmelo?


—¿Después de todo lo que compartimos? —dijo Paula sofocando el atisbo de culpabilidad que sentía, ya que no tema por qué sentirse culpable—. No me tomes el pelo. Yo no significaba nada para tí.


—¿Como puedes decir algo así? Éramos amigos, buenos amigos y...


—Yo no era tu amiga —soltó Paula, furiosa—. Te resultaba cómoda. Era una niña gorda y solitaria y fui lo bastante tonta para pasar el último año del instituto mendigando lo poco que me dabas. Por supuesto, te veía después de que tu acabases de divertirte con tus amigos, los amigos con los que no te daba vergüenza que te vieran —se le llenaron los ojos de lágrimas y se las secó con rabia.


—Nunca me avergoncé de tí —dijo Pedro con ojos relampagueantes—, ni de nuestra amistad.


—No soy estúpida, Pedro —dijo Paula, sorprendida ante la vehemente negativa masculina—. Te oí en el pasillo diciéndole a tus amigos... — titubeó, porque no había planeado decirle aquello—, diciéndoles... Que nunca te rebajarías a estar con alguien como yo.


Pedro se quedó silencioso, intentando recordar. Y el momento en que lo hizo fue evidente, porque los ojos se le llenaron de compasión y alargó los brazos hacia ella. Paula retrocedió, luchando con las lágrimas.


—Quizá no era la más bonita de las chicas, pero era una buena persona. Yo sí que era una buena amiga. ¡Y no me merecía que me utilizases de aquella forma!


—Entendiste mal —dijo Pedro—. Lo que intentaba era protegerte.


—¿Y Candela? —dijo Paula, sarcástica—. ¿También he malinterpretado eso?


—¿A qué te refieres? 


—¿Niegas que la llevaste a la cena de la Cámara de Comercio?


—Necesitaba que la llevasen —dijo él sin alterarse, mirándola a los ojos.


—¿También necesitaba que le diesen un beso?


La mandíbula masculina se puso tensa y Paula se dió cuenta de que había dado en la diana.


—Candela y yo solo somos amigos.


—¿Y hoy? —acusó Paula, sorprendida ante su propia calma mientras se le rompía el corazón—. ¿También vas a negar que has estado con ella?


—Déjame explicártelo...


—No te molestes —dijo Paula dirigiéndose a la puerta para abrirla de golpe—. Vete y no vuelvas.


—Paula, tienes que escucharme —dijo Pedro sin moverse.


—No tengo por qué hacer nada.


—De acuerdo —dijo Pedro, lanzando un suspiro exasperado. Cruzó el salón y llegó hasta la puerta. Allí se dió la vuelta—. Cuando te calmes, hablaremos.


—Mantente alejado de mi vida, Pedro —dijo Paula, comenzando a cerrar la puerta—. Y de la de mi hijo.


—Permíteme que deje algo bien claro —dijo Pedro, deteniendo el movimiento de la puerta con el pie—. Hasta ahora habrás mantenido a Baltazar alejado de mí, pero de ahora en adelante, ni lo sueñes. Te guste o no, seré parte de su vida —añadió, saliendo al porche—. Ya te llamaré y hablaremos.


Paula cerró la puerta de un portazo. Apoyando la espalda contra ella, se deslizó hasta el suelo, hundiendo el rostro en las manos. Durante los últimos meses había creído ver un cambio en Pedro, pero seguía igual. Era arrogante y egocéntrico. Y ahora sabía que Baltazar era su hijo. Lágrimas ardientes le corrieron por las mejillas. ¿Por qué se habría marchado de Washington? Allí tenía amigos, gente que la quería. Y si hubiese aguantado unos meses más, incluso tendría un trabajo fantástico. Se puso de pie y, dirigiéndose al secreter, se secó las lágrimas con impaciencia. Buscó en el primer cajón hasta que encontró el sobre largo y estrecho. La tarjeta del gerente de Recursos Humanos todavía estaba dentro. Aunque no pensaba encontrar a nadie un sábado por la noche, marcó el número y dejó un mensaje. Satisfecha de haberlo hecho, colgó y se sentó en el sillón. A finales de mes, Baltazar y ella estarían de nuevo en Washington y Pedro Alfonso solo sería un mal recuerdo.



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