—Acuéstate e intenta dormir un poco —le ordenó con un tono brusco, deseoso de salir de aquella habitación.
Ella se tumbó y él la tapó. Ella lo miró soñolienta y lo tomó por la camisa cuando ya se iba a marchar. Él esperó a ver qué quería; inclinado sobre ella, el corazón le latía con fuerza.
—Pedro. Gracias.
Su boca estaba a unos centímetros, invitándolo. Y aquel lunar parecía llamarlo. No recordaba haber deseado nunca algo tanto como deseaba besar aquellos labios.
—¿Por qué?
—Por cuidarme. Hacía mucho tiempo que nadie había sido tan amable conmigo, tan atento.
Pedro intentó estirarse para romper el vínculo físico y mental, pero no podía moverse. Se sentía inexorablemente empujado hacia ella, no por la fuerza de las manos que sujetaban su camisa, sino por su maldita debilidad y por la llamada de aquellos labios entreabiertos. Dulzura. Rendición. Y una pasión que de pronto se hizo más necesaria que respirar. Él nunca quiso haber dado aquel beso. Ni permitirse quedar atrapado en necesidades y deseos que había enterrado hacía mucho tiempo. Pero cuando ella deslizó lentamente una mano detrás de su cuello y le acarició el pelo de la nuca, no pudo resistirse más. El gesto en sí había sido muy casto, una expresión de gratitud, él lo sabía. Pero la forma en que los labios de ella se adaptaron a los suyos hizo que el abrazo fuera más sensual que si el beso hubiera sido abiertamente provocativo. Lentamente se apartó. Ella hizo un leve sonido de protesta cuando sus labios se separaron, pero sus manos cayeron y no volvió a abrir los ojos. Se quedó dormida dejando a Pedro preguntándose si recordaría algo de aquello a la mañana siguiente. Probablemente no. Esperaba que no. Paula dió un gemido que pareció retumbar en su cabeza dolorida, se dió media vuelta y abrió los ojos… Y se encontró con la cara de una niña pequeña de cabello largo y liso que ella envidió instantáneamente. Tenía los ojos verdes e inquisitivos y una expresión contemplativa. La niña estaba de rodillas a un lado de la cama, con los codos apoyados en el colchón y la barbilla entre las manos, como si llevase allí un buen rato, esperando que se despertase.
—¿Por qué estás durmiendo en la cama de mi papá? —preguntó.
Como no reconocía a la niña y su pregunta la sorprendió, Paula intentó buscar en su memoria quién podía ser y cómo había ido ella a parar a aquella extraña habitación y a aquella cama que tenía un olor masculino que ella reconoció como el del príncipe que la había rescatado la noche anterior. Cerró los ojos. La noche anterior. Los recuerdos la inundaron como una ola. Se había sentido tan avergonzada que había subido a la limusina que estaba esperando para llevarlos a ella y a Santiago al club de campo para la recepción y le había ordenado histéricamente al conductor «Vamonos». No le importaba adonde siempre que pudiera poner muchos kilómetros de distancia entre ella y el desgraciado pasado del que parecía no poder escapar. Un pasado que la atormentaría para siempre. Un pasado que destrozaba todas sus posibilidades de ser alguna vez respetada o respetable. ¿Qué le había hecho creer que podría encajar en la vida desahogada de Santiago y ser la esposa de un cirujano prominente? Ella había intentado adaptarse, pero no podía borrar el error que había cometido. La familia de él y su círculo de amigos, todos ellos gente bien, no iban tampoco a pasar por alto lo que había hecho. A una hora de distancia de San Louis, en la pequeña ciudad de Danby, el enfadado conductor de la limusina la había dejado en el estacionamiento y la había informado de que a él no le habían pagado para que recorriera el estado de Missouri. Sabiendo que no quedaba en San Louis nada para ella, se había bajado de la limusina y había entrado en el ruidoso establecimiento y se había sentado en un apartado que estaba al fondo del bar, sintiéndose más triste y sola que nunca. Recordaba a hombres sin rostro que la habían invitado a amarettos. Recordaba al dueño del bar manteniendo a raya a aquellos hombres cuando fue evidente que quería que la dejasen sola. Recordó a Pedro con sus ojos azul oscuro y también cómo la había hecho sentir segura y a salvo cuando creía que nunca más volvería a sentirse así. Se llevó la mano a los labios y su vientre tembló, no por el efecto de los amarettos sino por algo más placentero pero también más preocupante. Recordó haber besado a aquel guapo príncipe de cabellos negros y el sentimiento que la había embargado en aquel momento.
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