Paula se removió y puso una mueca cuando su frente entró en contacto con el lateral del sofá. Entonces lo recordó todo y se arriesgó a abrir los ojos. Los troncos seguían consumiéndose, despidiendo un resplandor cálido y casi translúcido. El perro estaba estirado frente a la chimenea, dormitando plácidamente. Se tocó con mucho tiento el cuero cabelludo. El bulto que había predicho Pedro apenas era perceptible, de modo que decidió que sobreviviría y se irguió lentamente hasta sentarse. Y entonces vió que no sólo el perro le hacía compañía. Pedro Alfonso estaba sentado en un sillón junto al fuego. Había estado leyendo, pero se había quedado dormido y el libro había caído al suelo. La tensión había desaparecido de su rostro, y el cambio era tan radical que comprendió finalmente que no eran ella ni Valentina a quienes intentaba mantener a distancia con su rudeza. Era al mundo entero. Intentando no hacer ruido, se arropó los pies y se acurrucó contra el costado del sofá. El perro levantó la cabeza, esperanzado, pero se llevó un dedo a los labios.
—Túmbate —susurró.
Tal vez la entendiera, o tal vez fuera lo bastante listo para saber que no tenía nada que ganar si se movía y despertaba al hombre durmiente. En cualquier caso, volvió a agachar la cabeza entre las zarpas y soltó un gemido mientras miraba a Pedro. Al igual que Valentina, era otra alma que anhelaba una palabra amable, una cariñosa caricia del objeto de adoración. La idea la sorprendió. ¿Por qué anhelaba Valentina recibir atención de Pedro? ¿Tendría él realmente algún problema con su adopción, o acaso había algo más turbio? El modo tan agresivo en que Valentina se comportaba y hablaba de él denotaba una necesidad tácita de atención y cariño.
—¿En qué piensas?
Paula dió un respingo, sobresaltada al oír la voz de Pedro.
—Lo siento —dijo él—. No pretendía asustarte. ¿Cómo está tu cabeza?
—Bien —respondió ella con una sonrisa, aunque cometió la equivocación de asentir—. Parece que tú también necesitabas dormir un poco.
Él se inclinó para recoger el libro y se puso en pie.
—Sólo estaba descansando la vista —dijo, devolviendo el libro a la estantería. Por un momento había olvidado ponerse la máscara, pero de nuevo se escondía tras su carácter adusto y gruñón.
—Estoy lista para esa taza de té. ¿Puedo preparar una para tí? — entonces vió la bandeja en la mesa, con té para dos—. Oh —alargó un brazo y tocó la tetera. Estaba fría—. ¿Cuánto tiempo he estado dormida?
Pedro miró su reloj.
—Un par de horas. ¿Me avisarás si te mareas?
—¿Crees que me he dormido por tener una contusión? Nada de eso. Simplemente estaba cansada. Me temo que anoche no dormí muy bien... Pero no te disculpes, por favor. El problema no era la cama, sino mi preocupación por Valentina —añadió rápidamente, por si acaso Pedro sentía remordimientos de haberle asignado un dormitorio en mal estado—. ¿Has comprobado si ha vuelto la línea telefónica?
—No, no lo he comprobado —admitió—. Hazlo tú misma.
Le indicó un teléfono que había sobre un pequeño escritorio, junto a la ventana. A diferencia de la caótica mesa del despacho, aquélla sólo contenía un ordenador portátil además del teléfono. Paula levantó el auricular. No había línea, pero el perro, intuyendo la posibilidad de acción, se acercó a ella y, al no recibir atención, empezó a olfatear bajo la mesa. Algo sonó contra el zócalo. Miró detrás de la mesa y vió que era la clavija del teléfono. Estaba desenchufada, sobre el suelo. Estaba a punto de decírselo a Pedro cuando vió por la ventana a Alicia y a Valentina, ataviada con su ridícula combinación de volantes y botas de goma, dándole zanahorias a un par de burros sobre el muro de piedra que separaba el camino de entrada de un campo. Y, de repente comprendió lo que había sucedido. Valentina. Había ido furtivamente por la casa desconectando los teléfonos y escondiendo su móvil. Sólo para ganar un poco de tiempo.
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