—¿Te has vuelto completamente loco? —Pedro miró a Cristian con la boca abierta—. ¡No puedo llevarla a casa conmigo!
—Venga, Pedro. Estoy seguro de que ella lo verá todo más claro por la mañana y se dará cuenta de su error y volverá al sitio del que haya venido. Es una noche, Alfonso, no toda una vida.
—Búscate a otro chivo expiatorio, Cristian.
—No me fío de nadie más —dijo Harían en tono serio tras echar una ojeada al bar repleto.
—Yo no quiero vagabundas —dijo en un último esfuerzo para convencer a Cristian de que él no era el hombre indicado para hacerse cargo de Paula Chaves.
—Entonces me temo que tendré que llamar al sheriff para que venga a llevársela y tendrá que pasar la noche en comisaría, en una celda.
Cristian se fue a servir a un cliente y dejó solo a Pedro con su sensación de incomodidad. Miró hacia Paula, que parecía muy desconcertada y perdida, y la imaginó despertándose a la mañana siguiente en un estrecho jergón, desorientada y asustada y sin un ápice de aquella respetabilidad y dignidad que ella deseaba. Él no necesitaba la responsabilidad ni las complicaciones que aquella mujer podía llevar a su vida, pensó irritado. Y estaba claro que no necesitaba la distracción de saber que estaba durmiendo en su casa, aunque solo fuera por una noche. Mientras rumiaba estas ideas en silencio, Guido Harding, una de esas personas que van a la deriva y que trabajaba en el aserradero de la ciudad, se acercó a la barra. Pedro lo saludó con la cabeza cortésmente, pero había algo en Harding que no le gustaba o le hacía desconfiar. Él joven era demasiado arrogante. Un mes antes había acudido a la empresa de Pedro en busca de trabajo para el verano y, aunque había estado pensando en contratar a un hombre más, había escuchado a su instinto y lo había rechazado. Guido miró con lascivia hacia Paula y luego sonrió a Cristian, que seguía al otro extremo de la barra.
—Oye, Cristian, ¿Qué pasa con la preciosa novia del fondo?
—Estamos intentando ver qué hacemos con ella —contestó Harían muy a regañadientes. Los ojos grises de Guido brillaron de interés.
—¿Necesitan a alguien que la acompañe a un motel para que pase la noche?
El tono de voz de Guido era inconfundible. La simple idea de que aquel hombre tocase a Paula o se aprovechara del estado en que se encontraba en aquel momento hizo que Pedro de pronto sintiera necesidad de marcar el territorio.
—No —repuso antes de que Cristian pudiera decir nada—. Ya tiene un sitio donde quedarse.
Cristian alzó las cejas sorprendido porque Pedro había rechazado de plano hacerse cargo de la novia hacía solo unos instantes. La mirada insolente de Guido resbaló hacia Pedro.
—Simplemente quería ofrecer mi ayuda.
Pedro podía jurar que a Guido le hubiera gustado mucho ayudar a Paula. Su temperamento se inflamó, sorprendiéndolo por el sentimiento de posesión que ella le inspiraba. La última vez que había tenido una reacción semejante había sido por otra mujer. Para ser precisos, por la madre de Camila. Y de aquel encuentro solo había obtenido desdicha, penas, y la amargura de haberse sentido utilizado y traicionado.
—Iré a buscar su maleta al almacén —se ofreció Cristian y desapareció como si temiera que Pedro fuera a cambiar de opinión si no se daba prisa.
Pedro respiró hondo. Una noche, se dijo a sí mismo, y después aquel paquete de problemas se habría ido, fuera de su vida y de vuelta a San Luis, el lugar al que ella pertenecía. No podía ser de otra forma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario