jueves, 13 de junio de 2024

Inesperado Amor. Capítulo 43

Pedro sabía que estaba jugando con fuego. A pesar de sus esfuerzos y su mal carácter, no había conseguido desanimar a Paula, sino que ésta había llegado finalmente a tocarlo. No sólo físicamente, sino también en un lugar oscuro y cerrado donde nadie había estado en los últimos cinco años. Ni siquiera él. Cada vez que la veía y le hablaba, ella se acercaba un poco más, eludiendo sus defensas. Tal vez no tuviera un paraguas como Mary Poppins, pero había algo mágico en ella. ¿Por qué Paula no le tenía miedo? Todo el mundo parecía haber captado el mensaje de «No molestar», pero ella lo ignoraba por completo. Y ahora lo había besado y él la rodeaba con un brazo... Y lo único que tenía en la cabeza era la idea de devolverle el beso. De besarla de verdad. Tendría que haberla dejado caer en la bañera. O haberse sumergido él mismo. El agua no estaba fría, pero habría servido para apagar el fuego que ardía en sus venas siempre que tocaba a Paula. Ella estaba inutilizando los esfuerzos que él hacía por bloquear las emociones. Era un peligro para su estabilidad mental y emocional, y sabía que debía acabar con eso sin pérdida de tiempo. Pero que Dios lo ayudara, porque era irresistiblemente encantadora, y la bondad y el calor que emanaban de ella lo atraían como un fuego en una fría noche de invierno. Mientras seguía sosteniéndola, desgarrado entre la voz de la razón y la fuerza del corazón, ella cerró los ojos y sus labios entreabiertos soltaron un suave suspiro. Y entonces él supo que nada podía salvarlo. Paula sintió el roce de los labios de Pedro contra los suyos. Un contacto casi imperceptible, pero que bastó para concienciarla del peligro. Sin embargo, era demasiado tarde. Por breve que fuera el contacto, tuvo el poder de agitarle todo el cuerpo, despertándolo de un estado lánguido y apagado como los primeros rayos de la primavera... Y al mirar a sus ojos en llamas, comprendió que, mientras que Pedro Alfonso había protegido su corazón contra el mundo exterior, ella había entregado el suyo.


—¡Perdonen! —gritó Valentina—. Si van a hacer cosas vulgares como besarse...


—¡No! —exclamó Paula. Se apartó bruscamente, envolvió a Valentina con una toalla y la sacó del agua para empezar a secarla—. He perdido el equilibrio, nada más, y el tío Pedro me ha sujetado.


Valentina la miró con escepticismo y se volvió hacia Pedro, totalmente inexpresiva.


—Él no es mi tío. Es mi papá.


Pedro se quedó helado. ¿Qué demonios le había contado Alicia a la niña? ¿Qué historias le había metido en la cabeza? La culpa lo traspasó, más afilada que cualquier dolor que hubiera sufrido, directa al corazón. Le había entregado aquella niña a una mujer que la trataba como a un objeto, y se había apartado sin luchar, renunciando a su amor y su respeto. ¿Qué podía decir ahora que no empeorara aún más las cosas? Algo. Tenía que decir algo y rápido, porque los ojos grises de Jacqui le exigían la verdad.


—Paula... —empezó, pero la voz se le quebró.


La expresión de Paula cambió de la duda a la certeza.


—Discúlpame, Pedro. Es tarde y tengo que acostar a Valentina si mañana vamos a ir de compras —levantó a la niña en brazos y salió del cuarto de baño.


Unos minutos antes, Pedro había estado quejándose porque aquella mujer hubiera derrumbado el muro defensivo que él había levantado. Ahora ella se había retirado, dejándolo a merced de los sentimientos. Había intentando decir algo, pero era demasiado tarde. Se había ido. Y también la niña. Por un momento estuvo tentado de seguirlas y ofrecer una explicación. Pero ¿Era eso justo? Había hecho lo que había hecho, y ya no podía cambiarse. Tal vez fuera mejor así. Debería darse una ducha, mantener las distancias por el bien de todos, volver a la fingida normalidad de su vida. Pero un murmullo de voces procedente de la torre lo atrajo, igual que antes lo habían atraído las risas. Eran las palabras tranquilizadoras de Paula mientras acostaba a Valentina y las disculpas desesperadas de la niña.


—Lo siento, lo siento... No quería decirlo. Él no me obligará a irme, ¿Verdad? Aún puedo ir al colegio...


Pedro llamó a la puerta y la abrió. El corazón se le encogió al ver a Valentina acurrucada en su cama y se le hizo un nudo en la garganta. Las dos lo miraban, esperando a que hablara.


—Ven a verme mañana antes de ir a comprar, Paula —consiguió decir—. Necesitarás dinero.


Sintió la mirada de Paula fija en él, y supo que intentaba averiguar lo que estaba pensando. Esperó que cuando lo descubriera se lo dijera, porque él había abandonado el guión que se había escrito para sí mismo y estaba vagando en la oscuridad, buscando alguna luz que le mostrara el camino.


—Me gustaría que tú también vinieras —dijo ella—. En los sitios que no conozco me desoriento con facilidad.


Allí estaba. La luz en la oscuridad.


—Por supuesto —respondió—. ¿Sabes lo que necesita?


—Haré una lista —dijo ella. Él asintió y se giró para marcharse— Pedro... —lo llamó. Él se detuvo y espero—. Te he dejado algo de cena en el frigorífico.


El destello se hizo más brillante y más cálido. A Pedro le pareció que había pasado una eternidad hasta que Paula fue a verlo a la biblioteca con una bandeja.


—He hecho café.


—No tenías que molestarte —dijo él, tomando la bandeja y dejándola sobre la mesita.


Aunque tal vez Paula hubiera hecho bien en molestarse. La bandeja, el café... No eran más que una manera de mantenerse ocupada y así evitar mirarlo. Y era sólo en esos momentos, cuando ella no lo miraba, cuando comprendía lo directa y penetrante que era su mirada. Era curioso cómo podía ver en su interior, sin importar la máscara que llevara. Después de verse a sí mismo con claridad por primera vez en mucho tiempo, no la culpaba por no querer mirarlo a los ojos en esos momentos. Ella sirvió el café en dos tazas y le tendió una a él sin leche ni azúcar. Entonces se sentó en el sillón más alejado de la chimenea y esperó a que él también se sentara.


—Debes de estar preguntándote... —empezó a decir él.


—Sí, pero antes de que digas nada, Pedro, tienes que saber que Valentina y yo hemos tenido una charla por lo de los teléfonos y las mentiras. Ella ha confesado que escondió mi móvil y que sacó de su bolsa la ropa para el campo que su madre había metido y la cambió por sus vestidos más bonitos. Por lo visto, quería que te fijaras en ella.


—Pues dile que lo ha conseguido.


—Te sugiero que se lo digas tú mismo —replicó ella, muy seria.


—Lo haré —prometió él, consciente de que estaba en un serio problema, y no sólo por Valentina.


—Bien. A partir de ahí todo será más fácil. Valentina estaba muy preocupada por lo que pudieras pensar de ella—se metió la mano en el bolsillo y sacó una hoja plegada—. Por eso me dió su certificado de nacimiento.

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