—No te he preguntado eso, Pedro.
—Lo sé.
El tacto de su palma era frío y suave. Y todo lo que había de femenino en Paula respondió con un poderoso arrebato de deseo. Horrorizada, se dio cuenta de que quería que la besara, que la tocara, que la estrechara en sus fuertes brazos... Tal vez el golpe en la cabeza la había afectado más de lo que Pedro pensaba, porque le pareció sentir una respuesta igualmente poderosa en él. Si uno de los dos no hablaba, podrían quedarse así para siempre, envueltos en una especie de encantamiento en la cima de una colina nublada...
—¿Y? —preguntó, rompiendo el hechizo. Los cuentos de hadas eran para los niños.
Él se removió y la soltó.
—No tengo respuesta para tu pregunta, Paula. Ya no sé lo que soy.
Antes de que ella pudiera replicar, él se retiró y dejó caer la mano al costado, poniendo espacio entre ambos. Paula sospechó que, ahora que se había abierto como una ostra revelando su perla, se sentía expuesto y vulnerable y necesitaba refugiarse en su coraza. Y como si le confirmara sus sospechas, él rompió el contacto visual y miró por encima de su cabeza, a la salvedad de la nada que ofrecía el banco de niebla. La distancia, mental y física, sólo sirvió para demostrar lo cerca que habían estado el uno del otro durante un breve instante.
—La niebla se está despejando —murmuró él—. Parece que vas a tener un poco de sol antes de marcharte.
—Tendré mi cámara preparada —dijo ella, sintiendo cómo se le encogía el corazón mientas se giraba para seguir su mirada.
Valentina y Alicia volvían a la casa. La niebla era efectivamente menos densa, y Paula creyó ver incluso un atisbo de cielo azul.
—Será mejor que vaya a rescatar a Alicia.
«Y a reprender a Valentina por lo del teléfono», añadió para sí. Sandra y Brenda Alfonso tenían que estar subiéndose por las paredes. Debería habérselo dicho a Pedro, pero no quería que se enfadara con la niña, y unos minutos más o menos no supondrían ninguna diferencia. En cuanto él se marchara a arreglar la caldera o cualquier otra cosa, ella volvería a enchufar el teléfono y asunto arreglado. Se acercó a la mesita para agarrar la bandeja y él se apresuró a abrirle la puerta, como si estuviera impaciente por librarse de ella.
—Es casi la hora del almuerzo —dijo Paula. Estuvo a punto de sugerir que se uniera a ellas, pero se lo pensó mejor. No debía de mostrarse demasiado transparente—.¿Puedo prepararte algo?
—Deberías tomarte las cosas con calma.
—Y lo hago. Me he pasado toda la mañana durmiendo frente al fuego mientras Alicia ha estado haciendo mi trabajo además del suyo.
¡No! Aquello no era un trabajo. No le estaban pagando por hacerlo. Lo hacía porque no tenía más remedio...
—Si te tranquiliza saberlo —añadió—, te prometo que no prepararé nada más que una tostada o un sándwich. ¿Qué prefieres?
Él la miró con ojos entornados, y ella supo que había hecho bien en no invitarlo a la cocina.
—Si vas a preparar unos sándwiches, tomaré uno aquí —dijo finalmente.
La dejó de pie en la puerta, se dirigió hacia el escritorio y, como si quisiera demostrar que no tenía intención de moverse en todo el día, se sentó y abrió el ordenador portátil. Pedro encendió el portátil, obligándose a no mirar a Paula mientras ésta salía de la biblioteca. Pero la suavidad de su piel parecía haberse quedado impregnada en sus dedos, y su esencia femenina lo embargaba y reavivaba como la suave brisa primaveral. No eran unos pensamientos muy apropiados para un médico, pero hacía seis meses que no pensaba en sí mismo como tal. No podía creer que se lo hubiera dicho a Paula. Como si quisiera que pensara bien de él... ¡Le importaba un bledo lo que pensara de él! Puso una mueca. No podía exigirle que regresara a Londres aquel mismo día, ni aunque su coche estuviese arreglado, la línea telefónica restablecida y Bianca hubiese encontrado una solución alternativa para Valentina. Se pasó la mano por el rostro, sintiendo la aspereza de una barba incipiente. ¿Acaso le extrañaba que cuando le abrió la puerta a Paula, ésta lo mirara como si fuese un monstruo? Volvió a cerrar el portátil. ¿Y qué si lo había mirado así? Cualquier cosa era mejor que la compasión. El no quería su compasión. Quería... La llegada de la grúa del taller le evitó enfrentarse a su verdadero deseo. Pero cuando echó la silla hacia atrás, contento de librarse de sus pensamientos, vió la pulsera de Paula en el suelo, junto a la mesa. Y entonces, al agacharse para recogerla, vió la clavija del teléfono desenchufada.
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