martes, 11 de junio de 2024

Inesperado Amor: Capítulo 37

 —Si no le parece bien, señorita, dígamelo y encargaré el coche enseguida.


—¿Qué? Oh, no. No, de verdad que no. Si necesito bajar al pueblo, estoy segura de que a Pedro no le importará prestarme el Land Rover. Y comprendo lo de las piezas. He tenido problemas similares en el pasado. No hay ninguna prisa.


Por alguna razón, aquello pareció divertir al mecánico.


—Lo que usted diga, señorita. ¿Le importa cerrar la verja cuando yo salga?


—Con mucho gusto.


Esperó a que Sergio saliera con la grúa y cerró la verja antes de volver a la casa. La niebla se había disipado ligeramente, lo bastante para ver el buen emplazamiento de la mansión. Ya no parecía amenazadora, sino un refugio para el mal tiempo. Entonces vió un movimiento a lo lejos, y distinguió una figura oscura subiendo rápidamente a la cumbre. Pedro tenía todo el derecho a estar enfadado. Ella debería haberle contado lo que había hecho Valentina con los teléfonos. Y ahora había agravado aún más la situación al animar a Sergio para que se tomara su tiempo arreglando el coche. En realidad eso no suponía ninguna diferencia, puesto que todo lo que Sandra le había dicho por teléfono era que Brenda Alfonso no había respondido a sus mensajes, añadiendo que no se preocupara y que estaba trabajando en ello. Tal vez debería hacer el trabajo completo, volver a llamar a Sandra y decirle que también ella se tomara su tiempo. Aunque estaba llegando a la conclusión de que tampoco eso supondría ninguna diferencia. Brenda Alfonso tenía que saber que su madre estaba en Nueva Zelanda, ya que un viaje así no se programaba en el último minuto. Y llevaba allí cinco meses, por el amor de Dios. Era imposible no saberlo. Tal vez fuera una paranoia, provocada por el golpe en la cabeza, pero Paula empezaba a sospechar que Brenda Alfonso sabía exactamente lo que estaba haciendo. Pedro era el único adulto responsable que estaba disponible, y en vez de darle la oportunidad de que se negara, algo que sin duda él habría hecho, le había enviado a la niña... Con niñera incluida. E igualmente obvio era que, a pesar de sus protestas, Sandra Campbell sabía cuál era la situación desde un principio. Nunca dejaba nada al azar en su trabajo. Lo único que desconcertaba a Paula era que nadie hubiese pensado en meter en la bolsa de Valentina una ropa más adecuada para el campo.


—Los conejos. Vamos a ver los conejos.


Valentina estaba enseñándole a Paula la reserva particular de animales. Habían saludado a los cachorros y a su madre, le habían dado una manzana a Fudge y le habían acariciado la crin, y les habían llevado zanahorias a los burros. Ahora estaba siendo arrastrada hacia una pequeña explanada tras los establos, donde vivían los conejos y las gallinas. La desgana de Jacqui era más por las gallinas que por los conejos. No le gustaban nada sus pequeños y afilados picos, sus ojos diminutos y brillantes ni el modo en que levantaban la cabeza al caminar. La ponían muy nerviosa. Los conejos, mucho más desconfiados, se resistían a abandonar la seguridad de la conejera y acercarse.


—Prueba con una zanahoria, Valentina. A los conejos les encantan, ¿No?


—No tanto como las hojas de diente de león.


Paula dió un respingo al oír la voz de Pedro tras ella. La hierba había amortiguado sus pasos, y ella había estado tan concentrada en las gallinas que no lo había visto acercarse. Se dió la vuelta, preguntándose si la caminata por la colina habría aliviado su enfado, pero el rostro de Pedro no revelaba ninguna emoción.


—¿Por qué no me lo dijiste, Paula? —preguntó él.


Paula no quería que Valentina presenciara lo que sin duda iba a ser una conversación bastante incómoda, así que la dejó metiendo una zanahoria a través de la valla de alambre y se alejó hasta el muro de piedra en el extremo de la explanada. Pedro captó la insinuación y la siguió. Se apoyó de espaldas contra el muro y esperó una explicación.


—Supe lo del teléfono pocos minutos antes que tú —dijo ella—. Te pido disculpas por no habértelo dicho, pero no quería que te enfadaras con Valentina. Mi intención era arreglarlo en cuanto tuviese ocasión. Y lo habría hecho enseguida, si no te hubieras quedado en la biblioteca.


—¿Temías que me enfadara y le gritara?


—Sí —admitió ella, mirándolo a los ojos—. Aunque tú no gritas, ¿Verdad?


—A pesar de mi aspecto, Paula, no soy un ogro.


Ella alargó una mano y lo tocó ligeramente en el brazo. Por supuesto que no era un ogro. Sólo era un hombre triste y desdichado. Pero ¿No eran así los protagonistas de los cuentos de hadas?


—Reprimes todas tus emociones. Tal vez sería mejor que le gritaras a Valentina. Seguro que podría soportar un estallido emocional tuyo mucho más que tu silencio —se encogió de hombros—. Que tú pudieras o no, es otra cuestión.


—No necesito la psicología de una aficionada —dijo él.


—Sólo te estoy diciendo cómo lo veo yo, pero la próxima vez que desaparezcas entre la niebla, deberías probar a abrir la boca y soltar un grito desgarrador. Es muy terapéutico.


Le sostuvo la mirada, desafiante, y al final fue él quien la apartó y la perdió en la niebla.


—No espero que entiendas lo difícil que me resulta...—hizo un gesto de impotencia con la mano.


—Sólo es una niña pequeña, Pedro. Que sea adoptada y de un color distinto al tuyo no la hace diferente. Quiere que la aceptes...

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