jueves, 13 de junio de 2024

Inesperado Amor: Capítulo 44

 —¿Su certificado de nacimiento? —repitió él, perplejo—. ¿Qué demonios hacía con eso? Debería estar guardado bajo llave. Para no hacer daño a nadie...


—Dijo que lo había encontrado tirado por ahí, aunque sospecho que en realidad lo estaba buscando y que tal vez se aprovechó de algún cajón abierto —sonrió y él se olvidó de respirar—. No sé tú, pero yo confío en la habilidad de Valentina para crear una distracción conveniente cuando quiere conseguir algo.


—Es un pequeño demonio —corroboró él, y se sorprendió a sí mismo devolviéndole la sonrisa.


—Y en caso de que te preguntes por qué, diría que estaba intentando averiguar quién era ella.


La sonrisa se borró del rostro de Pedro.


—Ella sabe quién es.


—¿Eso crees? Si estuvieras en su lugar, ¿No tendrías unas cuantas preguntas?


—Debería habérselo preguntado a Bianca —dijo él—. Su certificado de nacimiento no le dirá nada.


—¿No? —preguntó ella, y abrió el documento—. A mí me parece que este pedazo de papel nos dirá bastante. Por ejemplo, no es un certificado de nacimiento normal y corriente. Ni siquiera un certificado de adopción. Es un certificado de nacimiento consular expedido en Digali, un pequeño país subsahariano que sufre desde hace muchos años una terrible guerra civil —levantó la mirada, desafiante—. ¿Estuviste trabajando allí?


—Para una ONG, sí.


—¿De verdad? —preguntó con repentino interés, y soltó un pequeño suspiro—. Cómo te envidio.


—Deberías haber seguido con tu carrera si querías trabajar sobre el terreno. ¿Tienes idea de cuánta ayuda se necesita?


—Lo sé, pero la vida se interpuso en mi camino —dijo ella con una triste sonrisa, y pareció perderse en sus pensamientos por un momento.


—¿Me contarás qué pasó? —le preguntó. Tenía que saber lo que la había vuelto tan triste.


Ella lo miró en silencio durante un rato.


—Tal vez. Más tarde, quizá...


¿Dependiendo de lo franco que fuera con ella? No tenía intención de mentirle.


—¿Es una promesa? —preguntó, inclinándose hacia delante y aguardando su respuesta con la respiración contenida. Y cuando ella asintió, Pedro supo que no había sido una decisión fácil y que lo había pensado muy seriamente antes de confiar en él.


—Es un trato, Harry. Tú me cuentas tus secretos y yo te cuento los míos.


—Mis secretos están ahí, en tu regazo, en un documento público.


—Quiero saber algo más aparte de que eres un mentiroso, Pedro Alfonso—las palabras eran duras, pero su voz no. Ni tampoco su mirada—. Muy bien —dijo ella, cuando él no dijo nada—. Vamos a ver —.desdobló la hoja y empezó a leer.


"Padre: Pedro Alfonso. Profesión: Cirujano. Madre: Romina Ngei. Nombre del bebé: Valentina Romina. Lugar de nacimiento..."


—¿Cómo lo hiciste, Pedro? —le preguntó—. ¿Por qué lo hiciste?


—Porque no podía dejar que Valentina se convirtiera en otra estadística de guerra.


—Tiene que haber docenas de bebés. Cientos...


—Miles —corrigió él—. Siempre son los inocentes quienes más sufren.


—Pero ¿Por qué ella?


Él negó con la cabeza, reacio a revivir el horror. Quería levantarse, salir de la biblioteca, perderse en las colinas... Pero eso era lo que había estado haciendo durante años. Huir hacia delante, refugiarse en el trabajo. El hecho de haber llegado finalmente a un punto muerto demostraba que no era ésa la respuesta. E ir de un sitio para otro no había supuesto la menor diferencia. Pero había mantenido su dolor encerrado durante tanto tiempo que no podía expresarlo con palabras. Se arrodilló frente al fuego, removió las cenizas con un atizador y añadió un par de troncos, observando cómo empezaban a arder. Quería retrasar el momento lo más posible. Ella no lo presionó. Permaneció callada mientras él organizaba sus pensamientos.


—Su madre era una refugiada que huía de los combates —dijo él finalmente—. Nunca supe su nombre... Tuve que inventármelo —la miró para asegurarse de que lo entendía y ella le puso una mano en el hombro para confirmárselo—. Ni siquiera sé de dónde era, sólo que había tenido la desgracia de meterse en un campo de minas. La llevaron al hospital donde yo trabajaba. Lo único que pude hacer fue traer al mundo a Valentina con una cesárea de emergencia.


Paula no dijo nada. Se limitó a cubrirse la boca con la mano. Podía imaginar el horror que Pedro describía sin necesidad de más detalles.


—Valentina era pequeña y débil, pero cuando saqué su cuerpecito de los restos de su madre y la lavé, soltó un grito de... Triunfo. Era como si exclamase: «¡Lo he conseguido! ¡Estoy viva!». Y me agarró el dedo como si nunca fuera a soltarlo. En aquel lugar tan espantoso, fue como un milagro, Paula.


—Lo fue. Tú la salvaste.


—¿Pero para qué? La cruda realidad era que no sobreviviría ni un solo día en un campo de refugiados sin una madre que la cuidara.


—Pero sobrevivió.


—Le hice una promesa. Le prometí que no se convertiría en otra víctima anónima de una guerra sin sentido.


—La salvaste —repitió Paula en un susurro—. ¿Cómo lo hiciste?


—Me la quedé yo. Dormía a mi lado y viajaba conmigo. Yo le daba de comer, la cuidaba y en una ocasión realicé una operación con ella sujeta a mi espalda.


Debió de estremecerse al pensar en lo cerca que había estado de perderla, porque de repente Paula estuvo arrodillada junto a él, tomándole la mano y sosteniéndosela por un momento, antes de rodearle el cuello con un brazo y apretarlo contra su pecho.

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