—¿Qué pasa con Valentina? —preguntó, intentando borrar la imagen de su cerebro.
—Alicia se ocupará de ella.
—Alicia tiene muchas cosas que hacer. Los animales, las tareas domésticas...
—Eso no es tu problema.
Paula había esperado que se ofreciera voluntario para cuidar de Valentina, pero la cabeza le dolía demasiado para preocuparse por ello.
—De acuerdo, pero no voy a irme a la cama. Tendrás que pedirles a esos perros que me dejen compartir el sofá.
—También podría insistir en que te examinaran con rayos X, porque obviamente no estás bien de la cabeza. Vamos, podrás poner los pies en alto en la biblioteca.
—¿La biblioteca? ¿Quieres decir que vas a dejarme pisar el área lujosa de la casa?
Parpadeó, sorprendida. ¿Realmente acababa de decir eso? Sin duda el golpe en la cabeza había sido más fuerte de lo que pensaba. Vió cómo Pedro apretaba la mandíbula y respiraba hondo.
—Creo que «Lujosa» sería decir demasiado, pero al menos no acabarás cubierta de pelos de perro.
Paula pensó que debería decir algo, pero no se le ocurrió nada sensato, así que dejó que él le pusiera una mano bajo el codo y la ayudara a levantarse.
—¿Puedes caminar?
—Pues claro que puedo caminar —declaró ella, haciendo lo posible por ignorar las vueltas que daba la habitación—. No soy una inválida.
—No, sólo eres una espina en el trasero. ¿No eres capaz de cerrar la boca?
—Claro que... —se detuvo—. Era una pregunta con trampa, ¿Verdad?
Él no respondió, posiblemente para demostrarle que uno de los dos tenía algo de control sobre su boca, aunque también podía ser para no echarse a reír. Paula entrevió los paneles del vestíbulo, el pie de la escalera de roble y de repente se encontró en una habitación donde se respiraba un ambiente cálido y familiar. Las cortinas de terciopelo que una vez habían sido verdes se habían desteñido hasta quedar en un tono gris plateado. Una alfombra persa, de hermoso diseño pero raída y deshilachada, cubría el suelo. Había un inmenso sofá junto a una bonita chimenea, dispuesta con troncos esperando a ser encendidos y proyectar el resplandor de las llamas sobre las estanterías que se alineaban en las paredes. No se parecía en nada a la casa de piedra del gigante de los cuentos. Realmente, la primera impresión no siempre era la más acertada... Pedro se acercó a la chimenea y se agachó para encender el fuego, aunque no hacía frío en la habitación. Paula se sentó en el borde del sofá mientras él avivaba las llamas, observando sus hábiles movimientos y su rápida reacción cuando un tronco se cayó del montón. Cerró los ojos y olvidó el dolor de cabeza, reemplazado por un inimaginable dolor en el estómago.
—¿Paula? —la voz de Pedro le hizo abrir los ojos de nuevo—. ¿Estás bien?
—Sí —respondió ella, aunque sin mucha convicción.
—Pareces un poco pálida. ¿Te has mareado?
Sí, se había mareado, pero no por el golpe en la cabeza.
—Estoy bien, de verdad.
Él la miró unos segundos más, antes de volverse hacia el fuego. Cuando estuvo satisfecho con el resultado, colocó una rejilla protectora delante de la chimenea.
—¿Quieres que me lleve eso?
Paula bajó la mirada hacia el hielo, que empezaba a fundirse en su regazo.
—Nada de esto es necesario —protestó—. Debería estar...
—¿Qué?
Buscando el teléfono. Llamando a Sandra para averiguar lo que estaba pasando. Pero, como Pedro le había recordado, Valentina quería quedarse allí. Entonces, ¿Por qué no podía limitarse a descansar y dejar que las cosas siguieran su curso?
—Nada.
—Respuesta correcta —dijo él.
Y esa vez, sus labios se curvaron lo suficiente para definir aquella mueca como una sonrisa. Una sonrisa torcida. Ligeramente irónica, incluso. Pero una sonrisa al fin y al cabo.
—Ahora pon los pies en alto mientras voy a buscar las aspirinas.
Antes de que ella pudiera protestar, se inclinó, le levantó los pies con una mano, le quitó los zapatos y los dejó sobre el sofá.
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