—No te vayas, Paula.
Se detuvo y miró por encima del hombro.
—Creía que no me habías visto.
—No necesito verte. Siento tu presencia —dijo él. Se levantó, miró una vez más a Valentina y fue hacia la puerta—. No te vayas, Paula.
Paula estuvo a punto de preguntarle cómo sabía lo que estaba pensando, pero se contuvo. Pedro había estado leyendo sus pensamientos desde su llegada a la casa.
—Valentina ya no me necesita —dijo—. Te tiene a tí.
—¿Y si vuelvo a decirte que yo te necesito?
Ella se recordó a sí misma que no le había hecho ninguna promesa. Que a pesar del inesperado encanto de una colina brumosa debía estar en España. Que todo lo que él necesitaba y pedía era que lo ayudara con Valentina.
—Eres igual que todos los hombres —le dijo, quitándole importancia—. No soportas ir de compras.
—¿Eso es un sí? —preguntó él, mirándola fijamente.
—Me quedaré un poco más —concedió ella, sabiendo que era una estúpida—. Valentina nunca ha ido al colegio. Tal vez le resulte difícil.
—¿Es una promesa?
Estaba tan cerca de ella que podía tocarla, besarla... Un solo beso y sería capaz de jurar lo que fuera, y seguro que Pedro lo sabía. Pero él no hizo nada.
—Sí, es una promesa —respondió ella.
¿Cuánto tiempo sería «Un poco más?», se preguntaba Paula. Cuando cada momento era valorado como si fuese el último, el tiempo transcurría a una velocidad endiablada. Había pasado el día con Pedro y Valentina comprando ropa normal. El uniforme para el colegio y otras cosas para poder salir al campo. Botas de agua, chaquetas, pantalones, camisetas, calcetines...
—Valentina debe de tener todo esto en casa —protestó cuando añadieron otra prenda «Esencial» al carrito.
—¿En serio? —preguntó él, sacudiendo la cabeza—. No he visto una ropa como ésta en High Tops, ¿Y tú?
—No, quiero decir que... —se calló y a punto estuvo de abrazarlo. Pero se contuvo, metió otro par de calcetines en la bolsa y se contentó con una sonrisa.
Él no sonrió, sino que se limitó a mirarla fijamente, Ella tragó saliva y se volvió hacia Valentina.
—¿Tienes hambre?
Intentó conducirlos en la dirección de la comida sana, pero Valentina quería una hamburguesa.
—Sólo por esta vez —aceptó Pedro.
Al día siguiente, Pedro no quiso escucharla cuando Paula insistió en que debería ser él quien llevara a Valentina al colegio.
—Iremos los dos, para que la directora pueda conocerte —dijo él. Era un argumento tan razonable que Paula no se pudo negar.
Pero cuando Valentina, encantadora con su falda gris y jersey rojo, se separó de ellos y fue absorbida por una multitud de niñas ansiosas por descubrir quién era, las manos de Paula y Pedro se entrelazaron y se apretaron fuertemente.
—Estará bien, ¿Verdad? —preguntó él.
—Son las otras niñas de quienes deberías preocuparte —respondió ella, reprimiendo las lágrimas.
Al final de las clases, Valentina salió exultante de alegría.
—¡Es genial! —exclamó—. Tu nombre está en la lista de mamas, y voy a hacer de hada en la obra de final de curso. Los dos tendrán que sentarse en primera fila para verme.
Pero entonces llamó la hermana de Paula para que le contara cómo estaba disfrutando de sus vacaciones, y cuando ella le explicó lo sucedido, su hermana se enfadó mucho y le echó un sermón por haber renunciado a su tiempo libre para hacerse cargo de otra niña. Ella no iba a quedarse para siempre. Sólo hasta el final del trimestre escolar. De ningún modo cambiaría el placer de ver a Valentina en su primera función por toda la sangría de España. Y entonces Sandra llamó y comunicó que Brenda Alfonso había mandado por fax una disculpa desesperada, junto a una autorización para que Valentina pudiera quedarse con Pedro.
—No tienes que quedarte ahí ni un día más, querida. He hablado con varias agencias de viajes y esta misma tarde van a enviarme los horarios de los vuelos. Y Brenda va a pagarlo todo.
—Es muy amable de su parte, pero creo que voy a olvidarme de España este año —dijo Paula—. Me gusta este lugar.
—¡Pero no puedes quedarte!
—¿No puedo?
—A Brenda no le gustó nada que te quedaras ahí. No te pagará otro día más.
—Sandra, puedo hacer lo que quiera. No trabajo para tí ni para Brenda Alfonso —declaró, y colgó sin decir más.
Al levantar la mirada, vió a Pedro apoyado contra la puerta. Parecía a punto de echarse a reír.
—Sólo será hasta el final del trimestre —se apresuró a decir ella—. No puedo perderme la obra de teatro.
—Valentina estará encantada.
«¿Y tú, Pedro Alfonso?», se preguntó ella. Pero ninguno dijo nada más. Se acabaron las insinuaciones y el consuelo. Sólo estaba ahí. Él las llevaba al colegio cada mañana, aunque los baches del camino habían sido allanados y el coche de Jacqui estaba de vuelta en la cochera, de modo que ella podría haber conducido fácilmente. Se encontraban en las comidas, cuando volvía del campo o de la librería, dispuesto a compartir un sándwich si ella le había preparado uno, o listo para hacer uno y compartirlo con ella si Jacqui había estado ocupada ayudando a Alicia. Cuando ella quería ir de compras, él empujaba el carrito en el supermercado, y parecía contento de demostrarle que podía cocinar tan bien como ella. Tampoco desaparecía inmediatamente después de cenar, sino que se quedaba para ayudarla a recogerlo todo mientras le preguntaba a Valentina cómo había pasado el día. Preparaba el café, participaba en el baño de la niña y se turnaba con Paula para leerle cuentos en la cama. Paula estaba convencida de que Pedro quería aquel momento especial exclusivamente para sí mismo, pero él había insistido en compartirlo. Y una vez que Valentina estaba dormida, pasaban las veladas en la biblioteca, frente al fuego, leyendo y escuchando música suave de fondo. La niña tenía razón. High Tops era un lugar maravilloso para quedarse, ahora que la niebla se había disipado y el cielo lucía su azul radiante sobre la belleza del valle. Por todas partes se veían narcisos y corderos. Y alguien tenía que vigilar a las gallinas, que ponían huevos por todas partes.
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