—El tipo no se quedó. La siguió hasta dentro con una maleta y me dijo que ella le había pedido que se parase aquí. El tipo me dijo que se había acabado su tiempo de contrato, que no iba a esperarla, y que ella estaba sola.
—¿Nada más?
—Murmuró algo acerca de tener que volver a San Luis, así que supongo que es de allí de donde vino —Cristian suspiró—. Necesito que me hagas un favor, Alfonso.
—No sé por qué tengo la sensación de que no me va a gustar lo que voy a oír.
—Anda, solo quiero que vayas allí y le preguntes a quién podemos llamar para que venga a recogerla.
La petición era sencilla, directa y no requería una gran participación por su parte, pero Pedro no se ocupaba de damiselas en apuros, nunca más. La última mujer que había rescatado se había aprovechado de su generosidad y lo había embaucado de una manera que había alterado mucho su vida. Su expresión debía revelar cuáles eran sus pensamientos porque Cristian le dijo:
—Estoy seguro de que podría conseguir una fila de voluntarios para hacerlo, pero me temo que la mayor parte de los hombres que hay aquí le harían proposiciones en vez de decírselo. Y teniendo en cuenta el estado mental en que ella se encuentra…
Pedro frunció el ceño. Las palabras de Cristian no presentaban un retrato halagüeño, pero él había ido a Leisure Ponte a relajarse, a tomar unas cervezas y a charlar con él y alguno de los viejos que habían sido amigos de su padre hasta que murió. La misma rutina aburrida de todos los sábados, muy distinta de la de su hermano, que solía dedicarlos a fiestas, mujeres y generalmente a acabar peleando con sus amigos. Federico. Viendo un camino para liberarse de las buenas intenciones de Cristian, Pedro miró en el bar buscando una cabeza morena y una sonrisa encantadora que pertenecían a su hermano pequeño.
—¿Por qué no buscas a Federico y le pides que lo haga él? —sugirió Pedro.
Aunque a su hermano le gustaba el bello sexo y ellas lo rodeaban como abejas a la miel, él nunca se aprovechaba de una mujer. El honor y el respeto que su madre les había inculcado era muy profundo, pero Pedro dudaba que su madre pudiera haber previsto el preció que su hijo mayor había pagado por ser tan caballeroso. Su hija de ocho años era un recordatorio constante de lo honorable que había sido. Una lástima que la madre de Camila no hubiera sido igualmente responsable, o leal, hacia él o hacia la niña de la que nunca se había preocupado de verdad.
—Tu hermano se fue con Emma Gentry hace más o menos una hora. Y no parecía que fuera a volver pronto.
Pedro no se sorprendió. Él y su hermano compartían la misma casa, que había heredado de su madre cuatro años antes, cuando ella se fue a Iowa a vivir con una hermana. Pero Federico, a sus veintiséis años entraba y salía como le apetecía. Con frecuencia pasaba en otro sitio las noches del viernes y del sábado. A él no le importaba con quién siempre que Federico no se metiera en problemas.
—¿Y Daniel? Es completamente inofensivo y puede hacerlo tan bien como yo.
—Daniel es un salido. Míralo, está con la boca abierta mirándola, ¿Crees que sería capaz de decir una sola frase coherente en esa situación?
Pedro no pudo evitar reírse. Miró a los demás varones que estaban sentados en las mesas cercanas y se dió cuenta de que Daniel no era el único que estaba mirando así a la novia. Era sorprendente que aquella mujer pudiera tener ese efecto sobre tantos hombres.
—Te lo voy a decir más claro, Alfonso, no te estoy pidiendo que te cases con ella. Se está haciendo tarde y, si vive en San Luis, les va a llevar cerca de una hora venir a recogerla.
—Vale —dijo Pedro que se sentía mal por resistirse a hacer algo tan simple por un amigo—. Me debes una, Cristian.
—Vale. ¡Hala!, vete a hacerlo y te tendré una cerveza bien fría cuando vuelvas.
Pedro masculló una última protesta que no hizo cambiar de opinión a Cristian. Se bajó del taburete y se dirigió hacia ella. Cuanto antes hiciera el recado antes podría continuar con sus actividades sociales del sábado noche. Muchos ojos curiosos lo contemplaron haciéndolo sentir incómodo porque las conversaciones se acallaban a su paso. Aquello era una primicia… Pedro Alfonso acercándose a una mujer en Leisure Pointe. Era un hecho conocido que él no se relacionaba con mujeres de Danby más allá de un saludo cortés. Las pocas que habían sido lo bastante atrevidas como para perseguirlo habían sido rechazadas con tanto tacto como le fue posible, sin importar lo atractiva que fuera la oferta.
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