Cuando Pedro regresó unos minutos más tarde con una aspirina y una manta, Paula se había quedado dormida. Él la contempló durante un rato. Había recuperado el color de las mejillas y respiraba con normalidad, pero tenía unas manchas oscuras bajo los ojos. Unas manchas que no tenían nada que ver con el golpe en la cabeza. Las había visto la noche anterior, cuando ella había bajado a la cocina sin maquillaje, y sospechaba que hacía tiempo que no dormía bien. Un síntoma que él conocía bastante. Sin duda había un hombre detrás de todo aquello. ¿Por qué si no se iba sola de vacaciones? Dejó las aspirinas en la mesita y, tan delicadamente como pudo, la cubrió con la manta.
—¿Cómo está? —preguntó Alicia, que entraba en ese momento con el té.
—Se ha dormido. El descanso le sentará bien.
—No debería quedarse sola. Mi sobrino se cayó una vez de un árbol y...
—Sí, gracias, Alicia. Me quedaré y le echaré un ojo. Deja la bandeja.
—De acuerdo. Estaré arriba limpiando las habitaciones, por si me necesita.
—Llévate a Valentina contigo. No quiero que venga a molestar a Paula.
Alicia dejó escapar un sonido que sólo las mujeres de cierta edad podían emitir, pero que expresaba claramente lo que estaba pensando. Sabía que Pedro no quería que Valentina lo molestara a él.
—Debería estar en el colegio, jugando con niñas de su edad.
—Ahórrate el sermón para Bianca.
—Seguro que la señora Jackson, su tutora, estaría encantada de aceptarla hasta el final del trimestre.
—Seguro, pero no va a quedarse —dijo Pedro.
—Si usted lo dice... —dejó la bandeja en la mesa—. Bueno, no puedo perder el tiempo cotilleando. Si necesita algo, ya sabe dónde estoy.
—¿Podrías buscar el móvil de Paula? No estaba en el despacho, así que debe de habérsele caído en el piso de arriba.
—De acuerdo.
Al girarse hacia la puerta, los dos se encontraron con Valentina, que parecía temerosa de entrar en la habitación.
—¿Está muerta? —susurró—. ¿La he matado?
—¿Tú? —exclamó Alicia—. ¿Cómo se te ocurre pensar eso?
Pedro se acercó rápidamente a la puerta.
—Se ha golpeado la cabeza contra la mesa, Valentina. No ha sido culpa tuya.
—Pero parecía...
—Se pondrá bien. Sólo necesita descansar un rato. Ahora vete con Alicia.
—Prefiero ir al colegio. ¿Puedo? ¿Al colegio del pueblo? Por favor...
—No, Valentina —se negó Pedro, sorprendido por la impaciencia de la niña—. Tu madre no ha metido en tu equipaje ropa adecuada para este tiempo...
—¡No le eches la culpa a ella! ¡No es culpa suya! Yo hice mi equipaje. ¡Quería estar guapa para gustarte!
Nada más decirlo, se dió la vuelta y se alejó corriendo, como aterrorizada por sus propias palabras.
—¿Sabe, señor Pedro? —dijo Alicia—. No me corresponde a mí decirlo, pero esa niña necesita un poco de orden en su vida.
—Tienes razón, Alicia —afirmó él—. No te corresponde a tí decirlo.
La mujer soltó un bufido que expresó claramente lo que estaba pensando y salió tras Valentina. El sabueso se había aprovechado de la llegada de Alicia para deslizarse en la biblioteca y tumbarse junto a la chimenea, esperando no llamar la atención. Pedro añadió otro tronco al fuego y se volvió para asegurarse de que Paula seguía dormida. Estaba acurrucada de costado, con la mejilla apoyada sobre las manos y un mechón sedoso deslizándose sobre su frente. Con mucho cuidado, deslizó un dedo bajo el mechón y se lo apartó del rostro. Y fue entonces cuando vió la cadena de plata en la muñeca. La había notado antes, cuando ella sostenía el hielo contra la frente, pero ahora pudo ver el corazón plateado. Tenía un mensaje grabado. Unas diminutas palabras que él sabía que no debía leer, pero que saltaron a la vista al reflejar la luz de las llamas. «Olvida y sonríe». El mensaje le resultó familiar, y buscó en un diccionario hasta encontrar la cita completa. Y sintió... Algo. Hacía tanto tiempo que había cerrado la puerta a las emociones y los sentimientos que no supo lo que era. Sólo sabía que dolía, y que si no lo remediaba, el dolor sería insoportable. Pero había reconocido el peligro desde que ella había puesto un pie en la casa. Había intentando echarla pero, a diferencia de la mayoría de las personas, ella parecía inmune a su grosería. Era como si comprendiera lo que estaba haciendo. Era ridículo. Ella no lo conocía ni sabía nada de él. Y sin embargo había encontrado el camino hasta su casa, hasta su vida, y Pedro temía que no se contentara hasta que hubiese traspasado la armadura con la que se protegía de las intrusiones externas. Pero ahora ésa era la menor de sus preocupaciones. Podía mantener a distancia al mundo exterior. Lo que no podía afrontar era lo que estaba encerrado en su interior. Se apartó del sofá, tomó una biografía de las estanterías y se acomodó en un sillón. Leer y observar. Observar. ..
No hay comentarios:
Publicar un comentario