jueves, 8 de febrero de 2024

Acuerdo: Capítulo 8

 –¿Tenías catorce años?


–Sí.


–¿Por qué no te has marchado? Yo diría que ya has saldado tu deuda.


–¿Adónde iba a ir? –preguntó ella, levantando las manos–. Si su abuela tenía mi pasaporte, habrá caducado hace tiempo. No estoy aquí de manera legal y tampoco tengo nada en Venezuela. Supongo que podría vivir en la calle y trabajar en negro, como hacen tantos otros ilegales, pero no sé si eso sería mejor que esto. Al menos, aquí estoy a salvo, tengo comida y ropa.


Pero acababa de perder aquella red de protección. Pedro empezó a comprender su motivación.


–Estoy agradecida con su abuela –admitió ella–. Al principio no lo entendía, pero había un hombre que también venía a ver a mi madre. Estoy segura de que, si Sara no me hubiese traído aquí, mi madre me habría vendido a aquel hombre.


La idea lo repugnó.


–¿De verdad no te ha pagado nunca?


–Por favor, no se sienta ofendido –respondió ella a modo de disculpa–, pero pienso que me veía como a una especie de hija. Y uno no paga a la familia por trabajar en el negocio familiar.


–¿Y, si te veía así, por qué no te lo dejó todo a tí?


–Me dijo… –contestó ella, levantando la vista al techo–. Me dijo que, cuando llegase el momento, me arreglaría un matrimonio. No sé si hablaba en serio, pero si yo sacaba el tema del dinero, se ponía a la defensiva y me preguntaba si prefería dedicarme a fregar en la cocina.


–¿Y nadie más está al tanto de este tema?


–Yo no se lo he contado a nadie. Y supongo que ella, tampoco.


Porque, fuesen cuales fuesen los motivos de la presencia de Paula allí, retenerla en la casa era un delito. O toda una invención. Y su abuela ya no estaba allí. Pedro no podía preguntarle si había mantenido encerrada a aquella joven durante ocho años.


–Señor Alfonso…


–Pedro.


–Señor Alfonso, le agradezco mucho que me haya dado la oportunidad de explicarme –le dijo ella, clavando la vista en el reloj que había en la repisa de la chimenea, una ornamentada pieza de bronce adornada con un elefante con la trompa alzada–. Si quiere que continuemos con esta conversación, me gustaría reiniciar el temporizador del ordenador.


Era un hombre imposible de descifrar. Intimidante, con aquel poder físico que iba más allá de su riqueza y de su influencia. Paula tuvo que recordarse una y otra vez que tenía que respirar y no hacer movimientos bruscos. A los depredadores les atraía el pánico y el olor a miedo. Sospechó que estaba dejando pasar el tiempo a propósito, para torturarla. Tal vez era una prueba, para ver si la ponía nerviosa. Pero ella había aprendido a cultivar el don de la serenidad hacía mucho tiempo. Así que le mantuvo la mirada y se negó a ceder. Él asintió brevemente. Y ella se acercó al escritorio sin traicionarse y abrió el ordenador. No tenía ni un minuto que perder. Aprovechó la oportunidad de estar de espaldas a él para recuperar la compostura. Desbloqueó la pantalla con el dedo, introdujo un código al mismo tiempo y cambió el temporizador para tener treinta minutos más. Cuando se giró vió que Pedro se había puesto en pie. Se había quitado la chaqueta del traje y la había dejado encima del brazo del sofá. La camisa se le pegaba a los fuertes hombros y al pecho y desaparecía debajo del cinturón, acentuando su delgada cintura.


–¿Más café? –le preguntó acercándose a la bandeja, más por evitar acercarse a él que por comportarse como una sirvienta.


Él dejó la taza en la bandeja.


–No, gracias.


Paula se preguntó si había sido un esfuerzo deliberado para acercarse a ella. Su mandíbula parecía tallada en mármol, claramente definida, una estructura angular fascinante para el ojo de un artista. O para el ojo de una mujer que había pasado la adolescencia como en un harén, rodeada de mujeres y con algún hombre de mediana edad. Pedro levantó la barbilla y le preguntó:


–¿Cuánto quieres?


Ella bajó las manos a ambos lados del vestido, relajadas.


–No pretendo chantajearle.


–Pues a mí me parece que sí…


–No, no es mi intención –le aclaró Paula–. He tenido muchas oportunidades de robar. Me gustaba que su abuela confiase en mí y jamás la he traicionado. He trabajado con ella de buena fe, no para pagar la deuda de mi madre, sino para agradecerle que me apartase de mi madre.


–¿Y ya no le debes esa lealtad?


–No se la debo a usted.


La expresión de Pedro no cambió, pero ella sintió que estaba en peligro y su instinto la instó a huir para sobrevivir.


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