La humedad de aquel día de verano en Nueva York lo golpeó en el rostro, pero en Singapur ya habían comenzado las lluvias monzónicas. No obstante, su mayordomo siempre lo tenía todo preparado en el avión, para todo tipo de climas y ocasiones. Su abuela también tenía en casa una habitación reservada para él, aunque jamás la hubiese utilizado. Lo había invitado periódicamente, tal vez para hablar de su herencia. Pedro poseía además un edificio de departamentos en la ciudad. El ático lo habían diseñado para él, para que no tuviese que ir a casa de su abuela…
–¡Pedro!
Una mujer se interpuso en su camino y se quitó las gafas de sol, dejando al descubierto sus largas pestañas postizas y unas cejas enceradas.
–He pensado que tal vez te apetecería llevarme a comer. Soy Tatiana –le recordó, al ver que él la miraba como si no la reconociese–. Nos conocimos en la fiesta de jubilación de mi padre, el fin de semana pasado. Me dijiste que te había gustado mi canción.
Él pensó que debía de habérselo dicho por educación, porque no recordaba su voz, a su padre ni la fiesta.
–Me marcho de viaje –le respondió, echando a andar.
Si había algo que necesitaba menos que el dinero, era a otra cazatesoros lanzándose a sus pies. Se sentó en el asiento de cuero del coche y el conductor cerró la puerta tras de él. Pedro miró la caja cuadrada de su Girard-Perregaux y calculó la hora aproximada de llegada. No le interesaban los relojes antiguos ni los maletines de Valentino, pero las apariencias eran importantes para los demás. Él siempre jugaba para ganar, incluso cuando se vestía, así que encargaba trajes hechos a medida, de las mejores lanas. Tenía zapatos de las mejores pieles, hechos de encargo en Italia. Y llevaba todo aquello con un cuerpo que mantenía al máximo de su potencial atlético. Se ponía crema solar e hidratante. Y lo cierto era que no le importaba que hacerse con el patrimonio de su abuela lo convirtiese en el hombre más rico del mundo. Lo que aquello significaba para él era más trabajo, algo que, por desgracia, no necesitaba. Su abuela era su único pariente digno de mención a pesar de que casi no tenían relación. Y aunque no sintiese demasiado interés ni por ella ni por su dinero, sí sentía la responsabilidad de preservar su imperio, levantado a lo largo de setenta años. A pesar de que era de ideas progresistas, respetabalas instituciones. Volvió al mensaje original y se acercó el teléfono a los labios para dictar un mensaje: "¿Quién es el administrador de Sara?" Y Paula le respondió: "Yo asisto a la señora Chen en la gestión de sus operaciones. ¿Tiene alguna duda o instrucción en concreto?" Era lo que tenía la inteligencia artificial, que era deliciosamente pasivoagresiva. "Envíame la información de contacto de la persona que se ocupe de las operaciones bancarias de Sara". Paula insistió: "Yo realizo esas funciones. ¿En qué puedo ayudarlo?" Pedro juró entre dientes. En cuanto se conociese la noticia y su parentesco con Sara Chen, se montaría todo un circo alrededor de sus participaciones financieras. Tenía que darse prisa porque el médico ya estaba al tanto de su relación. Decidió empezar a dar instrucciones a su propio equipo de asesores y agentes, para que se pusiesen en contacto con los de ella. En cuanto supiese quién gestionaba los negocios de Sara Chen, asumiría las riendas.
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