El avión se estabilizó y la agradable azafata volvió a aparecer con otra bebida para Pedro y una sonrisa para ella.
–¿Necesita algo más? –le preguntó.
–La limonada con lavanda es muy popular. Deberías probarla –le aconsejó Pedro.
Paula sintió curiosidad, así que asintió.
–También hay unas galletas deliciosas. Se las traeré –le dijo la azafata antes de desaparecer.
–No hace falta que seas tan… Amable conmigo –le dijo Paula a Pedro mientras se preguntaba qué diría la azafata de ella a sus espaldas–. ¿Te doy pena o algo así?
–Me has contado lo mucho que vales, Paula. Ahora, actúa como si tú también te lo creyeras.
Pedro iba a París al menos una vez al año y, casi siempre, acompañado por alguna mujer. No consideraba que sus compañeras sexuales fuesen objetos, pero sí le gustaba ser generoso con ellas, tanto en la cama como en las tiendas. Más de una lo había acusado de ofrecer cosas materiales en vez de sentimientos y sinceridad, y él no había tenido nada que objetar. Había adquirido la costumbre de vivir encerrado en sí mismo. Si le hubiesen preguntado, habría señalado a las artes marciales como la causa de su circunspección. En el fondo, sabía que, sencillamente, era una persona fría y distante. Nunca había tenido amigos íntimos y siempre se había sentido apartado de la sociedad. ¿Se le habría roto el corazón al perder a su madre tan pronto? ¿Sería por miedo a convertirse en el borracho que había sido su padre? Seguro que en parte se debía a aquello, pero sabía que las personas que se dejaban llevar por las emociones solo conseguían más de lo mismo. Las sensaciones físicas de deseo y atracción sexual ya lo distraían lo suficiente. No quería añadir sentimientos a la mezcla. Y, en ocasiones, si lo pensaba, tenía la sensación de que se había dedicado a acumular aquella fortuna para evitar querer esas cosas abstractas que parecían ser tan importantes para otras personas. Tenía sobre sus hombros la responsabilidad de muchos puestos de trabajo e influía en la subida o bajada de la bolsa, pero hablaba a muy pocas personas con sinceridad. Con Paula era diferente. Ella no era su empleada ni era su amante. De hecho, no sabía cómo etiquetarla. Tampoco era una pariente lejana. Se había casado con ella, por lo que era su responsabilidad. Podía contratar a alguien para dar de comer a los peces, pero ¿Quién le daría de comer a Paula si no se ocupaba él? Ella se quedó donde estaba, asomando solo la nariz por la puerta abierta del avión, como un gato olfateando el aire, con los ojos color zafiro impregnándose de las nubes rosadas del atardecer, del coche que había en la pista y de las personas que esperaban allí.
–Ahí abajo hay alguien de uniforme –comentó, girándose hacia él.
Pedro sintió un extraño cosquilleo en el estómago. La sensación era parecida a la que había sentido con el incidente del mayordomo. Se dio cuenta de que quería protegerla, y la agarró de los brazos para tranquilizarla.
–Los agentes de aduanas –le informó–. No te preocupes. Sal.
Paula bajó las escaleras con cuidado. La asistente de Pedro los recibió con una sonrisa y un sobre.
–Su pasaporte, señora Alfonso.
–¿De verdad? –inquirió ella, mirando en el interior.
–Disculpe –dijo el agente de aduanas, tomando el pasaporte el tiempo necesario para mirar el sello que había dentro–. Merci. Disfruten de la estancia.
Y se lo devolvió.
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