–No, que yo sepa –respondió ella, andando de un lado a otro para intentar tranquilizarse y pensar–. Solo hablamos de ese tema un par de veces. Una de las doncellas se marchó para casarse el año pasado. Sara me dijo que yo no tendría que casarme con un hombre que oliese a pescado, que me buscaría un buen marido, pero también me dijo que me llevaría de compras, que haría que el conductor me enseñase a conducir y que me llevaría a Venezuela para que pudiese decirle a mi madre lo que pensaba de ella, pero nunca era buen momento para nada de eso.
Hizo una breve pausa.
–Tampoco pienso que pretendiera mentirme –continuó–. Hablaba mucho de cosas que nunca ocurrían. Quería redecorar la casa, jubilarse. Decía que, cuando tú vinieras a verla, te llevaría a conocer la zona.
Pedro conocía la zona. Había estado por allí varias veces y nunca había querido que su abuela se enterase. Se le hizo un nudo en el estómago. ¿Habría querido su abuela presentarle a Paula? Aquello era lo de menos, no le interesaba buscar mujeres para que se casasen con nadie, ni que su abuela le buscase una esposa a él.
–No quiero casarme con uno de esos hombres y verme atrapada aquí durante el resto de mi vida –dijo Paula en un hilo de voz–. ¿Por qué querría Sara hacerme algo así?
¿Por qué había pensado Mae que podía hacérselo a él? La respuesta era la misma en ambos casos.
–Nunca superó que mi madre no aceptase el matrimonio que ella le había propuesto. Los buenos hijos permiten que sus padres los emparejen bien.
–¡Pero yo no soy su hija y no voy a hacerlo!
Pedro levantó una mano.
–Pero esto demuestra que te veía como a una hija adoptiva. Se interesaba por tu futuro como habría hecho una madre. No buscó marido a ninguna de las doncellas. Solo a tí.
De hecho, como el resto del personal que trabajaba en la casa, las doncellas tenían derecho a una compensación basada en sus años de servicio. Pedro había comentado aquello con el mayordomo y le había pedido que planease dejar la casa con el personal mínimo necesario. No obstante, Paula no pertenecía al personal de la casa. Eso daba igual, él podía ofrecerle una cantidad que le pareciese justa de su propio bolsillo y hacer caso omiso de los deseos de su abuela. No le debía nada a Sara. Salvo que era la madre de la mujer que le había dado a él la vida. Paula podría contarle cosas acerca de su abuela, tal vez incluso de su madre, que probablemente nadie más supiese. Juró en silencio y se pasó una mano por el pelo. Ella se acercó a la ventana y Pedro pensó que, a pesar de su altura, parecía muy frágil.
–No sé cómo pedir que me deporten. Me preocupa que me metan a la cárcel si se enteran de los años que llevo aquí, pero tampoco puedo quedarme. No quiero y no tengo ningún motivo para quedarme. Nadie me ayudará a encontrar trabajo ni un lugar en el que vivir. Todo el mundo me odia porque nunca he tenido que hacer la colada ni limpiar el polvo. Piensan que soy una aprovechada.
Tenía los dedos clavados en sus propios brazos.
–Paula.
Se acercó a ella.
–Mi abuela quería que cuidasen de tí. Y ésta es la prueba –le dijo, señalando la carpeta.
–Quería darme a un extraño como si fuese… Un objeto –replicó ella enfadada.
–Yo no pienso que eso sea verdad.
Pedro ya le había dado a entender antes que era ella un bien más de la herencia. Una herencia que no necesitaba, pero que iba a aceptar. Y, si la aceptaba, tendría que hacerlo con aquel tesoro que su abuela había tenido en casa como una piedra preciosa metida en una caja fuerte. Se fijó en el feo vestido de Paula, en sus sandalias planas, en que llevaba el pelo recogido en un moño y tenía las manos metidas en los bolsillos. Fuese como fuese, Sara había mantenido a aquella mujer a su lado. E incluso había querido casarla con él. Aunque fuese solo por ese motivo, no podía dejarla tirada.
-¿Pagarías la dote si me casase con uno de ellos? -le preguntó ella atemorizada, mirando los papeles con angustia.
La idea le causó repulsión. Pensó que si alguien tocaba a Paula sería él.
-No. Quiero que te cases conmigo.
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