Había tenido que hacer un esfuerzo enorme para apartarse de ella y no pedir a los hombres que estaban presentes que se marchasen para que pudiesen consumar allí mismo su matrimonio. Estaba acostumbrado a que las mujeres lo persiguiesen. Era un juego al que él se prestaba, y que terminaba en cuanto se aburría. Pero aquella situación con Paula era completamente diferente. La noche anterior, cuando la había convencido de que se casasen, había pensado tener el acuerdo perfecto. Pero había probado sus labios y se había despertado en él una bestia.
–¿Por qué nunca te has defendido frente a sus ataques? –le preguntó, enfadado.
–¿Qué podía hacer? ¿Realizar acusaciones que podrían hacer que terminase en la calle, sin nada? En cierto modo, tiene razón, me congracié con Sara.
Pedro volvió a ver su parte más vulnerable y deseó protegerla otra vez. Bajaron las escaleras y todavía tuvo la esperanza de que apareciese su abuela y le dijese si estaba actuando bien con Paula o si se estaba dejando engañar por la mayor cazafortunas con la que se había encontrado en toda su vida.
–¿Es ese todo el equipaje, señor? –preguntó el chófer, metiendo la maleta de Pedro en el coche.
–Y eso –respondió él, señalando el bolso de Paula, un bolso barato.
¿Cómo habría sido su niñez para que pensase que aquella vida era dar un paso adelante? ¿Cómo era posible que una mujer tan bella, sana e inteligente estuviese en aquella situación? Pedro se había pasado la noche intentando descifrarla. Era una mujer sorprendente.
–¿Qué haces? –le preguntó, al darse cuenta de que Paula se quedaba en el último escalón y no entraba en el coche.
Había dejado de llover, pero había mucha humedad y el traje se le pegaba a la piel.
–¿Se te ha olvidado algo?
–Tengo miedo –admitió ella con el ceño fruncido.
–¿De qué?
–De tí. De lo que he hecho. De todo.
Él también tenía dudas, pero el instinto le decía que debía sacarla de allí.
–No te puedes quedar aquí.
–Lo sé –admitió ella, mirando hacia el coche como si estuviese frente a la silla eléctrica.
–Todo va a ir bien –le dijo él, tendiéndole la mano.
No era típico de él reconfortar a los demás. Le gustaba tener el cuerpo desnudo de una mujer en su cama, pero no era cariñoso. Paula estaba despertando en él sentimientos desconocidos, que también le hacían darse cuenta de que tendría que ser cauto con ella. No obstante, seguía queriendo que lo acompañase. En esos momentos, más que nunca. Apretó los labios y la agarró de la mano, y ella se la apretó con fuerza, haciendo que, incomprensiblemente, se le encogiese el corazón. Se sentaron en el coche y él le recordó que se pusiese el cinturón.
–¿Podré comprar peces algún día? –preguntó cuando ya habían arrancado.
–Es una pregunta curiosa, pero supongo que sí. Tengo varios acuarios. Son muy relajantes.
–¿De verdad? –preguntó ella esperanzada–. ¿Podré verlos?
–Por supuesto.
Pedro se dió cuenta de que Paula tendría que vivir con él por el momento. Aunque, si tenía peces era por un motivo, porque eran silenciosos y no le exigían nada. ¿Qué había hecho?
–Tal vez un gato sería mejor –recapacitó Paula, apoyando el brazo en el reposabrazos y mirando hacia la ventana–. Pasar la vida metido en un acuario no es divertido.
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