–¿Sabes que no soy la única persona que piensa que eres una sofisticada aplicación virtual?
–En mi opinión, esa era la impresión que su abuela quería dar.
–¿Por qué? –inquirió él.
–Entre otros motivos, porque eso obliga a todo el mundo a expresarse por escrito –le explicó ella con toda naturalidad–, dejando un rastro. En una ocasión me contó que, cuando su abuelo falleció, el entonces gerente intentó aprovecharse de ella. Sara no fue capaz de demostrarlo entonces y no pudo tomar el control de lo que le pertenecía sin luchar por ello.
–Los que no aprenden de la historia están condenados a repetirla. Al parecer.
Ella sintió que se le salía el corazón del pecho.
–Desde entonces, siempre estuvo muy pendiente de sus finanzas. Todas las operaciones, salvo las más rutinarias, requerían de su aprobación.
–¿De verdad? Yo tengo la sensación de que la que se ocupaba de todo eras tú.
–A Sara no le gustaban los ordenadores. Yo trabajaba bajo su dirección. Y la aconsejaba cuando surgían oportunidades, pero no era el momento de comentar aquello.
–Me parece que, con tus actos, has levantado un imperio, haciéndote indispensable. Ya lo he visto antes, en muchas ocasiones.
–Yo no tengo ningún imperio –le aseguró ella.
Pedro la miró con cinismo y a Paula le costó mantenerle la mirada.
–¿Vives aquí? –le preguntó él, como si se tratase de un parásito.
–Tengo una habitación asignada, sí.
–¿De dónde eres?
–De Venezuela.
–No era esa mi pregunta, pero es cierto que se te nota en el acento – comentó él–. Es muy exótico.
Daba la sensación de que se estaba burlando de ella, lo que le dolió. Pedro la miró fijamente y ella volvió a sentir la tensión sexual, lo que la desconcertó. Supuso que podía utilizar su voz y sus encantos para distraerlo, pero no tenía práctica con aquellas armas. En su lugar, se sintió fascinada por la voz de él.
–¿Cuánto tiempo llevas aquí?
–Ocho años.
–No me refiero a cuánto tiempo llevas en Singapur, sino en esta casa, trabajando para mi abuela.
–Vine a trabajar a esta casa cuando llegué a Singapur, hace ocho años.
Él frunció el ceño.
–¿Cuántos años tienes?
–Veintidós.
–¿Te contrataron de doncella? –le preguntó él con sorpresa–. ¿Cómo llegaste a realizar un trabajo tan importante?
Ella se humedeció los labios. ¿Cómo lo podía explicar?
–Como he dicho, a su abuela no le gustaban los ordenadores, pero quería estar en contacto con todas las facetas de su negocio.
–¿Y tú eras sus manos?
El tono de Pedro era escéptico, pero aquello era cierto. Paula no podía contar la cantidad de veces que había ayudado a Sara con el ordenador.
–Realizaba varias tareas confidenciales bajo su dirección.
–¿Transferencias bancarias, compra-venta de acciones…?
–Sí. Si se utilizaba un agente o corredor, yo me aseguraba de que las órdenes se cumpliesen. Recogía información acerca de posibles empleados y socios comerciales, la ayudaba a revisar los informes de ejecución, presupuestos y cuentas.
–A todo el mundo le encantan las auditorías, en especial, hechas al azar. Apuesto a que eres muy popular –comentó Pedro en tono sarcástico.
–Un mal necesario –respondió ella.
Debía de ser lo menos malo que la habían llamado.
–Como usted mismo ha dicho, la mayoría de los empleados piensan que soy un programa de ordenador. Y nunca me ha preocupado si les gusto o no, lo importante era que su abuela estuviese satisfecha con mi trabajo.
Era mentira. Le habría encantado tener algún amigo, algún amigo de verdad, no solo una señora mayor que ya había perdido la curiosidad por el mundo, que tenía demasiado miedo a abrirse a ella, por si la espantaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario