jueves, 8 de febrero de 2024

Acuerdo: Capítulo 6

 –Hablando de programas –comentó, sudando–. Tal vez le interese saber que su abuela me pidió que utilizase exclusivamente su sistema operativo. Tenía reservas frente a los que estaban en la nube, así que compraba las versiones que se podían descargar. Utilizábamos todos los módulos de trabajo. A ella le gustaba porque usted aseguraba que eran imposibles de hackear. Aunque estoy segura de que usted podría acceder a ellos, si lo necesitase.


Paula supo que aquello podía mantenerla donde estaba o caer en picado, hasta la muerte. 



Paula. Sonaba a nombre de flor exótica de una remota selva, de esas flores que tienen los pétalos brillantes, en distintos tonos de beige, con trazos rojo pasión y misterioso azul índigo. De esas flores cuyo perfume atrae inexorablemente a las abejas en su dulce trampa. Para después paralizarlas y comérselas vivas. Pedro había aprendido muy pronto a no ceder a ningún tipo de manipulación. El sexo le gustaba lo mismo que el whisky con hielo o un baño refrescante en un día de calor, pero no lo necesitaba ni sucumbía a él. No obstante, aquella mujer había conseguido que se pusiese tenso solo con su presencia, con mirarlo con aquellos ojos de color azul verdoso, enmarcados por unas gruesas pestañas. Y pensar que solo había ido a casa de su abuela como último recurso, pensando que podría encender el ordenador y averiguar cómo funcionaba aquella aplicación llamada Pau. Era evidente que tenía todo bien puesto, a pesar de aquel vestido tan poco favorecedor, de un color que no le favorecía, pero era alta como una modelo y de complexión perfecta. No necesitaba maquillaje ni adornos. En su mente, solo tenía que quitarse el vestido y las horquillas del pelo para estar perfecta. Pero trabajaba para él, se recordó.


–¿Por qué iba a necesitar hackear unas cuentas que me pertenecen? –lepreguntó.


–No…


Paula no dijo más, pero él dejó a un lado la taza de café. Ella tragó saliva y bajó la mirada, pero supo que él se había dado cuenta de que estaba asustada. Pedro sonrió, divertido por su adorable intento de extorsionarlo.


–Supongo que sabes que podría hacer que te detuvieran –le dijo, aunque no se lo podía ni imaginar.


–Puede llamar a la policía si quiere –respondió ella–. No he hecho nada ilegal. Todavía.


¿Todavía?


–Ah, tenías planeada una ciberbomba.


Pedro debía sentirse furioso, pero en realidad tenía ganas de echarse a reír. Aquella chica no sabía con quién estaba tratando.


–¿Por qué no lo llamamos incentivos? –le preguntó Paula, levantando la vista clara como el mar Caribe, plácida y atractiva y llena de tiburones y medusas venenosas.


La mitad de su mente se sumergió en la inmensidad de su mirada mientras la otra mitad procesaba sus palabras. Incentivos, en plural.


–Llámalo como quieras. Voy a avisar a la policía.


Ni siquiera sabía por qué había dicho aquello. Tardó más tiempo del necesario en sacar el teléfono, esperando a que ella diese el siguiente paso.


–Si no me conecto pronto, la prensa recibirá un aviso.


–¿Tenía mi abuela un fumadero de opio? ¿O qué pretendes ocultar?


Que él supiese, el peor crimen que había cometido Sara Chen había sido enfadarse con la elección de su hija al escoger marido, y con razón. Paula palideció.


–Prefiero no hablar de ello.


–Porque no tienes nada que contar.


–Porque no quiero manchar el nombre de su abuela, que se portó muy bien conmigo.


–Pero estás dispuesta a destruir su reputación para conseguir lo que quieres de mí.


–Le diré la verdad –respondió ella, muy seria.


–¿Tiene algo que ver con mi madre?


–En absoluto –respondió ella, sorprendida.


–Entonces, ¿Qué es? No estamos jugando a las adivinanzas.


Ella apretó los labios y miró hacia la puerta para asegurarse de que estaba cerrada.


–Tráfico de seres humanos y confinamiento forzoso.


–¡Ja! 

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