Y ¿Cómo no se había dado cuenta? No se consideraba un mujeriego, pero se había acostado con el suficiente número de mujeres como para reconocer un beso inexperto. Pero se había dejado llevar en ambas ocasiones. Le gustaba tener el control y Paula le había permitido que lo hiciese, señal que él había interpretado como que eran compatibles, nada más. Lo que no entendía era por qué el hecho de que fuese virgen lo excitase todavía más. Aquel era un tema que nunca le había interesado, pero lo cierto era que la idea de ser el primer amante de ella no podía gustarle más. Se pasó la mano por el pelo. Cuanto más la conocía, más cuenta se daba de que estaba ante el ser extraño que ella misma admitía ser, pero la única manera de comprobar si de verdad era virgen era acostándose con ella. Pero, si era virgen, no debía tocarla. Aquella paradoja no iba a torturarlo en absoluto.
Paula se apresuró a cambiarse de ropa, aterrada con la idea de que Pedro saliese y la viese desnuda. Y volviese a rechazarla. En el fondo, sabía que, gracias a él, no había hecho algo impulsivo e imprudente, pero, aun así, no podía evitar sentirse rechazada. Como si hubiese hecho algo indebido. O, todavía peor, como si hubiese hecho algo le que hubiese repugnado. Se puso los pantalones y se los ató a la cintura, pero aun así se le bajaron hasta las caderas. Solo tuvo que darle dos vueltas a la cinturilla para que le quedasen bien de largos, ya que era casi tan alta como Pedro. La camisa también le quedaba grande y se la tuvo que remangar, pero era de un tejido muy suave y olía a él, cosa que la desconcertó y le gustó al mismo tiempo. Salió a la cabina, se sentó en uno de los sillones y estudió el panel que había sobre el brazo. El sillón se podía reclinar y daba varios tipos de masajes. Además, tenía una opción de calor y otra de frío. También podía controlar desde allí la televisión, la música, las luces y llamar a la azafata. Había varias pantallas con las instrucciones de seguridad y un mensaje del piloto dándoles la bienvenida a bordo. Y la cuenta atrás del despegue. Al parecer, el aparato se pondría en marcha en setenta y ocho segundos. Pedro apareció con el pelo húmedo, como si se acabase de duchar. Apartó la bolsa que había encima del otro sillón, la dejó en el suelo y se sentó.
–Es para que juegues durante el viaje.
–¿Es este tu sitio? Supongo que ese es el motivo por el que el panel tiene tantas opciones. Lo siento.
Se dispuso a desabrocharse el cinturón.
–Son los dos sillones iguales –le respondió él, haciéndole un gesto para que no se moviese.
La azafata apareció con un vaso en una bandeja de plata y se lo ofreció a Pedro.
–¿Quiere champán, limonada con lavanda o, tal vez, un capuchino?
–Agua está bien –le contestó Paula.
–¿Con gas o del glaciar Ártico?
Paula miró a Pedro con la esperanza de que este le explicase a la azafata que no hacía falta que la tratase con tanta deferencia.
–Agua mineral canadiense –dijo éste–. Y Paula no tomará marisco.
–Gracias, señor. Ya hemos tenido eso en cuenta. El piloto está preparado para despegar si usted también lo está.
–Gracias.
La azafata desapareció y el avión empezó a moverse por la pista.
Paula no supo cómo empezar a hablar con él de lo que había ocurrido en la habitación. Bajó la vista y la posó en la bolsa, que despertó su curiosidad. Dentro parecía haber varias cajas con el logotipo del dragón dorado de Pedro.
–Adelante –la alentó éste, dando un sorbo a su vaso mientras la observaba.
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