–Pau –la presentó el mayordomo.
Se había colocado de manera deliberada la última en la fila de personal, después del ama de llaves y de la cocinera, todos apostados frente a la mansión de estilo colonial rodeada de viñedos de Sara Chen. Y que se había convertido en su mansión.
–Eres humana.
Si lo era, Pedro Alfonso era el primero en darse cuenta en sus veintidós años de existencia. La reacción de su cuerpo al darle la mano al nieto de Sara fue muy humana.
–Señor –murmuró, inclinándose ligeramente.
Tenía el corazón acelerado, estaba sudando y se le había hecho un nudo en el estómago. A excepción del mayordomo, que estaba casado, y de los jardineros, apenas veía a ningún hombre. Sobre todo, a hombres como aquel. Tenía el pelo negro y brillante cortado a la perfección, estaba recién afeitado y parecía tener los pómulos de mármol. Y sus labios… No supo con qué compararlos, porque no eran generosos y femeninos, como los suyos, sino más finos y rectos, y una declaración silenciosa de autoridad, como el resto de él.
–¿Es ese tu nombre completo? ¿Pau?
–Paula –respondió ella–. Chaves.
Él se fijó en el vestido, recto, con el cuello fruncido y un dobladillo de color amarillo claro que le llegaba justo por encima de los tobillos, dejando al descubierto sus pies calzados con unas sandalias. Las doncellas llevaban un delantal encima del vestido y parecían eficaces e inteligentes. Paula deseó tener también una capa más de protección, pero ni siquiera con una armadura habría podido disimular que su pecho era mucho más pronunciado que el de la mujer malaya de complexión delicada que había a su lado. A ella se le ceñía la tela a las caderas y necesitaba que la raja de la falda fuese más grande para poder andar. Pedro era más alto de lo que había imaginado. Paula entendió que Sara siempre le hubiese dicho a ella que se sentase. Intimidaba mucho que alguien te mirase desde arriba. Pedro estudió su rostro, un rostro que Paula sabía que era llamativo. No porque su piel fuese más clara que la del resto de los empleados, ni porque sus ojos fuesen caucásicos. Tenía el pelo castaño claro, la nariz estrecha y elegante. Los párpados de Pedro eran asiáticos, pero sus iris eran de un color verde grisáceo inesperado. Ella había visto muchas fotografías suyas, por lo que ya había sabido que era muy guapo, pero no había imaginado que irradiaría semejante poder. Tendría que haberlo imaginado. Su abuela tenía un efecto parecido, aunque la fuerza de aquel hombre había estado a punto de tumbarla nada más bajarse del coche. Él relajó el apretón de manos, pero no la soltó, y Paula tardó demasiado tiempo en apartar la mano. Se sintió como una tonta. Supo que las doncellas se reirían de ella, pero no había podido evitar sentirse fascinada.
–¿Le apetece un refrigerio, señor? –preguntó el mayordomo–. Su habitación está preparada, si desea descansar.
–He venido a trabajar –respondió él, mirando hacia la casa–. Me vendrá bien un café.
–Por supuesto.
El mayordomo dio unas palmadas para que todo el mundo volviese a sus quehaceres. Paula suspiró aliviada y echó a andar también.
–Paula –la llamó Pedro–. Quiero que me acompañes al despacho de mi abuela.
Hablaba inglés con acento americano, no con el acento inglés que ella se había acostumbrado a oír y a imitar. Pedro le hizo un gesto con la mano para que lo siguiese y empezó a subir las escaleras. La situación la incomodó. Siempre intentaba sentirse aceptada y, a pesar de que Sara la trataba de manera especial en ciertos aspectos, ella intentaba no destacar. Además, se sentía culpable y todavía no se atrevía a confesar lo que había hecho. Se concentró en su respiración y en mantenerse erguida. Se aseguró de que su expresión fuese serena, sus movimientos graciosos y calmados a pesar de que tenía el pulso acelerado y estaba agotada de no dormir. Había tenido veinte horas para reaccionar a aquel repentino cambio de circunstancias. Tenía la costumbre, adquirida a lo largo de años de aburrimiento y encierro, de planear mentalmente cualquier posible situación. Por eso, en cuanto habían dado la voz de alarma de que saliesen al jardín, ella había sabido lo que tenía que hacer. No obstante, había necesitado nervios de acero y horas de cuidadosa programación durante la noche. No podía cometer ningún error, ya que estaba segura de que aquel hombre jamás se lo perdonaría. Pedro se detuvo al entrar en el opulento vestíbulo, se fijó en las baldosas del suelo, en la madera labrada de la barandilla de la escalera, en las obras de arte de un valor incalculable y en los adornos florales. Todo aquello era suyo. Paula se detuvo también y esperó, hasta que él la miró.
–El despacho de la señora Chen está en el tercer piso –murmuró, señalando la escalera con la cabeza.
Pedro esperó a que pasase ella y la siguió.
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