-¿Seguro que éste es el lugar? –preguntó Paula confundida–. ¿Dónde está el resto del mundo?
–¿El resto del mundo? –repitió Pedro, saliendo del coche, a su lado, y aceptando el paraguas que le daba el chófer.
Los aeropuertos eran lugares llenos de gente, ¿No? Pedro la había llevado a un lugar tranquilo, rodeado de campo. Había un avión con letras escritas en árabe en la cola aparcado al otro lado del edificio bajo que se extendía a sus espaldas. El chófer le dió el equipaje a un asistente y subieron las escaleras que tenían delante para entrar en él. El aparato era como cualquier otro por fuera, con el símbolo chino de un dragón. Paula supo que eso significaba que era de Pedro, porque era el símbolo que había utilizado desde que, de niño, había desarrollado un juego de dragones para el teléfono.
–¿No tengo que enseñar mi pasaporte?
–Lo harás cuando aterricemos en París.
–¡París! –exclamó ella, girándose–. Me has dicho que ibas a llevarme a Nueva York.
–Vamos a hacer una parada para ir de compras –le dijo él, mirándola de arriba abajo con desdén.
Todo estaba ocurriendo muy deprisa. Paula casi no podía ni respirar. Y se quedó boquiabierta al entrar en el avión. No era como un autobús, con hileras de asientos, un pasillo y pequeñas ventanas. Era como una casa. De hecho, el personal los esperaba haciendo fila, como había ocurrido al llegar Pedro a la mansión de Sara. El piloto les dió la bienvenida e invitó a Pedro a ir con él a la cabina para revisar la trayectoria de vuelo.
–¿La acompaño a su habitación, señora Alfonso? –preguntó una bella azafata.
–Me puedes llamar Paula.
Pensó que tenía que hablar con Pedro acerca de cómo de real era aquel matrimonio antes de permitir que la fuesen llamando señora Alfonso por ahí. Siguió a la otra mujer y atravesaron una zona con un sofá, sillones reclinables frente a un televisor de pantalla plana y una chimenea. Paula decidió que aquello no era como una casa, con tanto cromo y cristal, sino como una nave espacial. Entraron en una pequeña suite en la que había una enorme cama, una zona de comedor para dos, un sofá, un escritorio y otro televisor.
–Por favor, utilice la campana si me necesita –comentó la azafata antes de marcharse.
Paula vió su bolso colgado detrás de la puerta. Abrió un par de cajones y encontró ropa de Pedro.Se le detuvo el corazón. Aquella era su habitación. Y había ropa interior en un cajón. Cerró el armario y tocó el jarrón que había encima de la mesita de noche. Tenía la base magnética, para no caerse si había turbulencias. Entró en el baño, lleno de espejos y luces tenues, una mampara mate en la ducha y toallas a juego con las sábanas de la cama. Se miró al espejo. Pedro tenía razón. Aquella chaqueta no le favorecía. Llevaba tanto tiempo intentando pasar desapercibida que casi se le había olvidado sacarse partido. Allí solo había jabón y crema, no había maquillaje, así que se lavó y se peinó, se dejó el pelo suelto. Su melena ondulada siempre había sido uno de sus mejores atributos, junto a su piel dorada. Dejó la chaqueta en la percha que había detrás de la puerta a pesar de que el sujetador de algodón sencillo se le marcaba con el jersey de punto. Se detuvo frente a la puerta abierta. Pedro estaba al otro lado, avisando a alguien por teléfono, en francés, de la hora a la que iban a llegar. Él dejó un par de pantalones color crema a los pies de la cama, miró la camisa azul que había en la percha que tenía en la mano. La dejó en el armario y sacó una roja.
–Merci. Adiós.
Terminó la llamada.
–Son para tí. Para que viajes más cómoda.
Quitó la camisa de la percha y tomó los pantalones.
–Y son más favorecedores. Mejor sin la chaqueta.
La miró fijamente y ella se acordó del beso. Se puso tensa.
–Gracias –murmuró, acercándose a tomar la ropa–. Deberíamos hablar de un par de cosas.
–Por supuesto –le respondió Pedro en tono ausente.
Estudió con la mirada su pelo y la curva de sus pechos. Levantó la mano y ella notó un suave tirón, como si estuviese enredando unos mechones de pelo en sus dedos. Paula se quedó muy quieta, sin saber qué hacer, pero siendo consciente de que le gustaba la sensación. Era como el beso, que la había dejado conmocionada, mientras que a él no parecía haberle afectado nada.
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