La camisa se le había salido de la cinturilla y Pedro metió las manos por debajo para acariciarle los pechos. Aquello era demasiado y, al mismo tiempo, no era suficiente. Echó la cabeza hacia atrás, su mirada gris verdosa se había oscurecido, era misteriosa. A Paula le latía tan deprisa el corazón que sentía cómo se sacudía todo su cuerpo.
–¿Ahora estás fingiendo? –le preguntó Pedro.
Ella bajó la vista a sus manos, que tenía pegadas a los pechos, y a la ropa que Pedro le había dado, que estaba arrugada en el suelo.
–No.
No tenía ni idea de lo que estaba haciendo, pero le encantaba que Pedro le acariciase los pechos.
–Bien –respondió él con satisfacción, pasando los pulgares por encima del sujetador de algodón–. Entonces, voy a cerrar la puerta.
Aquello hizo que Paula entrase en razón.
–Es que… Iba a reservarme –le dijo.
–¿Reservarte? –preguntó él.
Y ella tuvo que hacer un esfuerzo enorme para recordar de lo que estaban hablando y darle una explicación antes de que Pedro volviese a besarla.
–Soy virgen.
Pedro se detuvo a un milímetro de sus deliciosos labios. Se debatió entre el pensamiento racional y la sensación más dulce de toda su vida. Apoyó las manos de su cintura y tragó saliva.
–¿Eres virgen? –repitió.
Notó que Paula temblaba bajo sus manos.
–Sí.
–¿Y me has besado así?
Sus ojos verdes todavía tenían las pupilas dilatadas.
–¿No lo he hecho bien?
Pedro no podía estar más excitado y estaba seguro de que ella también. Habría dado cualquier cosa por comprobarlo con la boca. Pero se negaba a creer lo que Paula le acaba de decir.
–Retrocede un paso.
Ella obedeció y Pedro bajó las manos. Paula tenía la camisa abierta y los pezones marcados en el sujetador. Él separó los labios, los volvió a apretar. Intentó pensar y hablar de manera coherente.
–¿Soy el primero que te ha besado? ¿Eso es lo que quieres hacerme creer?
–El primer hombre –le contestó ella, cruzándose de brazos–. Me besó un chico cuando yo tenía trece años. Y fue… Horrible.
Paula arrugó la nariz.
–Pero como en casa de Sara casi todo eran mujeres, no he tenido otra oportunidad.
Pedro se rindió. Si hubiesen estado jugando al póker, Paula habría ganado la mano con aquel farol, pero, dadas las circunstancias, se limitó a jurar y a señalar la ropa que había en el suelo.
–Cámbiate. Y después, sal a la cabina de pasajeros. Necesito un minuto para serenarme.
O, tal vez, una ducha fría. Se encerró en el cuarto de baño como si se tratase de un hombre lobo en una noche de luna llena, para no tener que arrepentirse al día siguiente de lo que había hecho. Se pasó la mano por el rostro y pensó que aquel beso había sido todavía mejor que el primero. Y que, si había parado, había sido solo para cerrar la puerta. Al fin y al cabo, estaban casados. Si ambos querían hacerlo, no había nada que se lo impidiese. Pero ella era virgen. ¿Cómo era posible?
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