jueves, 29 de febrero de 2024

Acuerdo: Capítulo 32

 –Mais bien sûr, Monsieur –le dijo la costurera, sonriendo de oreja a oreja–. Será un placer.


–Pedro… –empezó a protestar Paula mientras las mujeres se ponían a trabajar.


–Ya sabes lo que te he dicho –la interrumpió él, tocando la cartera en la que Paula tenía el teléfono móvil–. Necesito que estés a la altura.


–¿A tu altura?


–Sí.


–¿Y tú quién eres? –le preguntó ella con tristeza–. Si te he conocido hace diez minutos.


–Soy un hombre que solo se conforma con lo mejor –le respondió Pedro, tocándole la barbilla–. Todo el mundo se va a hacer muchas preguntas acerca de nuestro matrimonio. Vamos a darles una respuesta.


Sus palabras despertaron a la mujer luchadora que seguía habiendo en ella. Quería demostrarle al mundo que merecía ser su esposa. Y tal vez también quisiera demostrárselo a él. En cualquier caso, era un reto personal. Así que se aseguró de que los años de preparación de Venezuela diesen su fruto. Siempre había sido muy autocrítica y sabía cómo sacar partido a sus cualidades. Aunque no tuviese que ganar una corona ni la hubiese tenido que ganar en el pasado. En realidad, de niña solo había intentado ganarse la aprobación de una mujer que no había merecido que la idolatrase. Apartó aquellos recuerdos de su mente y se centró en sacar provecho a lo que había aprendido durante esos años difíciles.


–Ese escote hará que mis hombros parezcan estrechos –dijo–. El que tiene forma de corazón me sienta mejor, pero no quiero volantes en las caderas. Ni nada de color amarillo, me sienta mejor el naranja. Un verde más intenso, ese es demasiado claro.


Tenía claro en su cabeza lo que quería. Una imagen juvenil, pero no demasiado moderna. Sensual, pero no sexual. Carismática sin llegar a ser llamativa.


–Aquí no tengo nada más que hacer –comentó Pedro después de veinte minutos, y se levantó para marcharse–. Saldremos a cenar dentro de tres horas.


Miró a la costurera.


–Y volveremos por la mañana para otra prueba.


–Parfait. Merci, monsieur –le respondió ésta sonriendo. 


Tomaron las medidas de Paula mientras le enseñaban prendas que todavía estaban sin terminar, pero que estarían listas para ser utilizadas con unos retoques.


–Van a tener que trabajar toda la noche –murmuró Paula a una de las costureras.


La joven se movía deprisa, pero, al parecer, no lo suficiente para su jefa, que no dejaba de gritar:


–¡Vite, vite!


–Lo siento –añadió Paula.


–Pas de problème. El señor Alfonso es un buen cliente, así que es un honor para nosotras –le respondió la muchacha mientras sujetaba un alfiler entre los dientes–. ¿Sabe adónde van a ir a cenar? Lo siguiente que deberíamos elegir es ese vestido, para poder realizar las modificaciones mientras la peinan y la maquillan. Debe de ser estupendo. Todo el mundo estará observándola.


Iban a presentarla oficialmente como esposa de Pedro, pero Paula todavía no sabía qué significaba su matrimonio. Él había guardado silencio cuando habían hablado de compartir cama y después, durante el viaje, habían estado hablando de las características de su ordenador nuevo y de algunas inversiones relativas a la fortuna de Sara. A él le había parecido bien que ella siguiese ocupándose de ellas hasta que él pudiese hacerse cargo. Después habían dormitado en los cómodos sillones. En todo caso, no habían hablado de las implicaciones de su matrimonio y a Paula le habría gustado saber qué pensaba Pedro después de que ella le hubiese confesado que era virgen. Se preguntó si la había besado porque le parecía atractiva o solo porque el documento que habían firmado le daba derecho a ello. Ella sabía que era una mujer bella, pero eso no significaba que a él tuviese que parecerle atractiva. Se recordó que este le había hecho un favor al cortar por lo sano. Además de su juventud y de su belleza, otra de las pocas cosas que poseía era su virginidad. Había dado por hecho que eso podía ser valioso para algunos hombres, pero Pedro no parecía ser uno de ellos. 

Acuerdo: Capítulo 31

 –Señor Alfonso, me alegro de volver a verlo. Toutes nos félicitations –añadió, tocándose la gorra antes de marcharse.


–Gracias –dijo Paula sorprendida.


–Su acta de nacimiento está también ahí, con la de matrimonio –continuó la asistente de Pedro–. Por favor, diríjase a mí si tiene cualquier duda o preocupación. Soy la mano derecha del señor Alfonso aquí en Europa, y puedo informarme si necesita cualquier cosa que esté fuera de mi ámbito decompetencia.


–Gracias –le respondió Paula con los ojos como platos, parpadeandorápidamente.


Pedro le dió las gracias también y dirigió a Paula a la parte trasera del vehículo. A ella le temblaron las manos mientras sacaba los documentos del sobre.


–Es mi acta de nacimiento –comentó, maravillada–. Ésta soy yo.


–Bien –le dijo él.


A ella le siguieron temblando las manos mientras doblaba con cuidado el papel para que cupiese en la cartera. También metió allí el pasaporte, la tarjeta de la asistente de Pedro y su acta de matrimonio, después la cerró yla agarró con fuerza.


–¿Tienes frío? –le preguntó él, tomando su mano para ver cuál era su temperatura.


Ella le apretó la mano con fuerza y se giró a mirarlo. Tenía los ojos llorosos.


–Gracias –repitió.


–¿Por qué estás llorando? –le preguntó Pedro, alarmado, tomando una caja de pañuelos para ofrecérselos.


–Porque…


A Paula se le quebró la voz. Se limpió la nariz.


–No sé cómo te voy a compensar por esto, pero lo haré, te lo prometo.


–¿Por qué? No ha sido nada.


Había pagado para poder tener todos los documentos muy pronto, pero el dinero que se había gastado era una décima parte de lo que le daba a su chófer para imprevistos.


–No, yo no era nadie. Ahora tengo lo más importante del mundo, me tengo a mí –le explicó Paula, agarrando la cartera con fuerza–. Gracias.


«Me has contado lo mucho que vales, Paula. Ahora, actúa como si tú también te lo creyeras».Había estado actuando. Todo el tiempo. Y siguió haciéndolo, en especial, cuando varios diseñadores cuyos nombres conocía de las revistas de moda de Sara se comportaron con total deferencia con ella y le dieron la bienvenida a sus showrooms. Tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a reír con incredulidad cuando le ofrecieron champán, caviar e incluso una pedicura.


–Yo…


Miró a Pedro, esperando que este les dijese que ella quería ser modelo y que no tenían por qué tratarla como si perteneciese a la realeza.


–Quiero todo un armario nuevo –dijo él–. De arriba abajo, para el día y para la noche, para trabajar y para salir. Hagan lo que puedan para mañana, el resto deberán enviarlo a Nueva York. 

Acuerdo: Capítulo 30

El avión se estabilizó y la agradable azafata volvió a aparecer con otra bebida para Pedro y una sonrisa para ella.


–¿Necesita algo más? –le preguntó.


–La limonada con lavanda es muy popular. Deberías probarla –le aconsejó Pedro.


Paula sintió curiosidad, así que asintió.


–También hay unas galletas deliciosas. Se las traeré –le dijo la azafata antes de desaparecer.


–No hace falta que seas tan… Amable conmigo –le dijo Paula a Pedro mientras se preguntaba qué diría la azafata de ella a sus espaldas–. ¿Te doy pena o algo así?


–Me has contado lo mucho que vales, Paula. Ahora, actúa como si tú también te lo creyeras.


Pedro iba a París al menos una vez al año y, casi siempre, acompañado por alguna mujer. No consideraba que sus compañeras sexuales fuesen objetos, pero sí le gustaba ser generoso con ellas, tanto en la cama como en las tiendas. Más de una lo había acusado de ofrecer cosas materiales en vez de sentimientos y sinceridad, y él no había tenido nada que objetar. Había adquirido la costumbre de vivir encerrado en sí mismo. Si le hubiesen preguntado, habría señalado a las artes marciales como la causa de su circunspección. En el fondo, sabía que, sencillamente, era una persona fría y distante. Nunca había tenido amigos íntimos y siempre se había sentido apartado de la sociedad. ¿Se le habría roto el corazón al perder a su madre tan pronto? ¿Sería por miedo a convertirse en el borracho que había sido su padre? Seguro que en parte se debía a aquello, pero sabía que las personas que se dejaban llevar por las emociones solo conseguían más de lo mismo. Las sensaciones físicas de deseo y atracción sexual ya lo distraían lo suficiente. No quería añadir sentimientos a la mezcla. Y, en ocasiones, si lo pensaba, tenía la sensación de que se había dedicado a acumular aquella fortuna para evitar querer esas cosas abstractas que parecían ser tan importantes para otras personas. Tenía sobre sus hombros la responsabilidad de muchos puestos de trabajo e influía en la subida o bajada de la bolsa, pero hablaba a muy pocas personas con sinceridad. Con Paula era diferente.  Ella no era su empleada ni era su amante. De hecho, no sabía cómo etiquetarla. Tampoco era una pariente lejana. Se había casado con ella, por lo que era su responsabilidad. Podía contratar a alguien para dar de comer a los peces, pero ¿Quién le daría de comer a Paula si no se ocupaba él? Ella se quedó donde estaba, asomando solo la nariz por la puerta abierta del avión, como un gato olfateando el aire, con los ojos color zafiro impregnándose de las nubes rosadas del atardecer, del coche que había en la pista y de las personas que esperaban allí.


–Ahí abajo hay alguien de uniforme –comentó, girándose hacia él.


Pedro sintió un extraño cosquilleo en el estómago. La sensación era parecida a la que había sentido con el incidente del mayordomo. Se dio cuenta de que quería protegerla, y la agarró de los brazos para tranquilizarla.


–Los agentes de aduanas –le informó–. No te preocupes. Sal.


Paula bajó las escaleras con cuidado. La asistente de Pedro los recibió con una sonrisa y un sobre.


–Su pasaporte, señora Alfonso.


–¿De verdad? –inquirió ella, mirando en el interior.


–Disculpe –dijo el agente de aduanas, tomando el pasaporte el tiempo necesario para mirar el sello que había dentro–. Merci. Disfruten de la estancia.


Y se lo devolvió. 

Acuerdo: Capítulo 29

 –¿Cómo era mi abuela? –le preguntó Pedro–. Si mi madre me habló de ella en alguna ocasión, debía de ser demasiado pequeño, porque no lo recuerdo.


–No le gustaba salir de casa. Cuando se dió cuenta de todo lo que se podía hacer por Internet, decidió trabajar desde casa y solo iba a la sede de Chen Enterprises a reuniones.


–No la excuses. No tuvo un papel activo en mi vida porque jamás aprobó que su hija se hubiese marchado para casarse con un estadounidense.


–Eso es cierto –murmuró Luli, dejando su vaso a un lado–. Para Sara la lealtad era muy importante y no confiaba fácilmente en nadie. Supongo que alguien debía haberle hecho daño en el pasado.


–¿Mi madre? –sugirió Pedro.


–Tal vez –dijo ella, volviendo a meter el teléfono en la cartera–, pero, sobre todo, desconfiaba de los hombres. Pienso que tenía que ver con aquel gerente que había tenido. Solo contrataba a hombres si estaban casados y conocía a sus esposas. Con respecto a las mujeres que trabajaban en casa, no quería que se casasen ni que tuviesen novio, pensaba que eso las distraía y hacía que se dividiesen sus lealtades.


–Era muy controladora.


–Sí, pero también muy buena, a su manera. En una ocasión tuve un virus y me trajo sopa y se sentó a mi lado mientras dormía –le contó Paula,emocionada–. Voy a echarla de menos.


–¿Has oído hablar del síndrome de Estocolmo? –le preguntó él antes de terminarse el vaso de agua–. Es el vínculo de confianza y lealtad que sienten los rehenes con sus secuestradores.


–No era eso.


¿O sí?


Paula se preguntó si era lo mismo que estaba empezando a sentir por él. Había estado a punto de entregarle su cuerpo un rato antes, a pesar de que en realidad no lo conocía bien.


–¿Nunca te habló de mi madre, salvo para quejarse de su desobediencia? – le preguntó Pedro, clavando la vista en su vaso vacío.


Habló con naturalidad, pero Luli tuvo la sensación de que la pregunta ocultaba algo más.


–A Sara no le gustaba pensar ni hablar del pasado. Nunca admitía sus errores ni sus remordimientos. Yo me enteré de que tenía una hija cuando volvió del funeral de tu padre. Estaba presente cuando le pidió al abogado que te incluyese en su testamento. Hasta aquel día, siempre había pensado que seguía tus inversiones por interés profesional.


–Muchos lo hacen.


–Por ejemplo, yo –admitió ella.


Abrió un bolsillo de la cartera y vió que había dentro una tarjeta de crédito Platinum. Tenía un chip electrónico, el logo del dragón y su nombre. Volvió a guardarla porque no estaba preparada para descubrir que tenía dinero a su disposición.


–De hecho, sé mucho de tí. Y me gusta pensar que algún día tendré mi propio dinero y sabré gestionarlo bien, en vez de gestionar el de otras personas.


Sonrió al contar su sueño en voz alta. Había necesitado aferrarse a aquello mientras se sentía como en un cuento, encerrada en una torre, con la esperanza de poder en un futuro construir su propio castillo. Jamás había soñado con aquello.


–Pienso que tu abuela estaba muy orgullosa de tí –comentó.


Él arqueó las cejas con escepticismo.


–No es un cumplido. Tal vez debería añadir que Sara se apuntaba parte de tu éxito.


–¿Porque llevo su ADN? Tal vez. Lo que es evidente es que no he heredado ningún talento de mi padre. Yo lo que estoy empezando a pensar es que mi abuela te debía su éxito a tí.


–Yo nunca diría algo así. 

martes, 27 de febrero de 2024

Acuerdo: Capítulo 28

Ella sacó unos auriculares inalámbricos y otros accesorios que hasta entonces solo había visto por Internet, y que jamás había soñado con tener.


–¿Es un ordenador portátil nuevo?


Y una tablet.


–Te gustará. Tiene más capacidad de procesamiento y es más seguro. Considéralo un regalo de agradecimiento por haberme alertado de la vulnerabilidad de mi propio programa. He descubierto cómo conseguiste hackearlo y me he quedado muy sorprendido, pero no volverá a ocurrir.


Paula devolvió todas las cajas a la bolsa, pero se quedó con una cartera color violeta en la mano. Nunca había tocado un ante tan suave. Tenía una pequeña correa y un cierre dorado. Y, dentro, si no se equivocaba, había un teléfono. Su último teléfono se había estropeado hacía mucho tiempo y Sara solo le había dejado el suyo para que lo configurase. En realidad, nunca había necesitado un teléfono propio porque no había tenido a quién llamar. La azafata volvió con el agua y unos minutos después habían despegado. Jugó con la correa de la cartera y la abrió para, por fin, descubrir que, efectivamente, había un teléfono dentro. Un aparato muy femenino, de color rosa y dorado. Deseó sacarlo para poder inspeccionarlo bien, pero le dió miedo mancharlo. Entonces brilló una luz y una voz femenina la saludó:


–Hola, Paula.


Esas mismas palabras aparecieron en la pantalla, sobre el logo de Pedro y los iconos de varias aplicaciones.


–¿Cómo…?


–Reconocimiento facial.


–¿Es ese el motivo por el que ayer tardaron tanto en hacerme la fotografía para el pasaporte? ¿Estabas escaneando mi cara?


–Si no te gusta, puedes cambiar la configuración. Yo no quiero que mi teléfono se desbloquee siempre que lo miro, así que también tengo que poner la huella dactilar.


–Sé que tú te dedicas a todo esto, pero, no obstante, sigue siendo un aparato muy caro.


–Mucho. Eso de ahí es oro y, las piedras que ves brillar en la funda, diamantes. Cuídalo bien.


–¿Qué?


A Paula se le escapó el teléfono de las manos y cayó sobre su regazo. Lo recogió inmediatamente, avergonzada. 


–¿Y por qué me das algo así?


–Porque eres mi esposa. Todo el mundo esperará que tengas lo mejor.


Ella sacudió la cabeza, todavía no tenía claro qué significaba ser su esposa. Dió un sorbo a su vaso de agua e intentó tranquilizarse.


–Eres muy distinto a tu abuela. A Sara no le gustaba hacer ostentación de su riqueza. Le daba miedo que la gente le robase si se daba cuenta de todo el dinero que tenía.


–Lo que explica que te mantuviera encerrada y que hiciese pensar al resto de sus empleados que te podían tratar mal. No quería que nadie supiese lo mucho que te necesitaba en realidad.


¿Qué pensarían de ella si permitía que sus empleados la sirviesen y si hacía ostentación del teléfono que él le había regalado?


Acuerdo: Capítulo 27

Y ¿Cómo no se había dado cuenta? No se consideraba un mujeriego, pero se había acostado con el suficiente número de mujeres como para reconocer un beso inexperto. Pero se había dejado llevar en ambas ocasiones. Le gustaba tener el control y Paula le había permitido que lo hiciese, señal que él había interpretado como que eran compatibles, nada más. Lo que no entendía era por qué el hecho de que fuese virgen lo excitase todavía más. Aquel era un tema que nunca le había interesado, pero lo cierto era que la idea de ser el primer amante de ella no podía gustarle más. Se pasó la mano por el pelo. Cuanto más la conocía, más cuenta se daba de que estaba ante el ser extraño que ella misma admitía ser, pero la única manera de comprobar si de verdad era virgen era acostándose con ella. Pero, si era virgen, no debía tocarla. Aquella paradoja no iba a torturarlo en absoluto.


Paula se apresuró a cambiarse de ropa, aterrada con la idea de que Pedro saliese y la viese desnuda. Y volviese a rechazarla. En el fondo, sabía que, gracias a él, no había hecho algo impulsivo e imprudente, pero, aun así, no podía evitar sentirse rechazada. Como si hubiese hecho algo indebido. O, todavía peor, como si hubiese hecho algo le que hubiese repugnado. Se puso los pantalones y se los ató a la cintura, pero aun así se le bajaron hasta las caderas. Solo tuvo que darle dos vueltas a la cinturilla para que le quedasen bien de largos, ya que era casi tan alta como Pedro. La camisa también le quedaba grande y se la tuvo que remangar, pero era de un tejido muy suave y olía a él, cosa que la desconcertó y le gustó al mismo tiempo. Salió a la cabina, se sentó en uno de los sillones y estudió el panel que había sobre el brazo. El sillón se podía reclinar y daba varios tipos de masajes. Además, tenía una opción de calor y otra de frío. También podía controlar desde allí la televisión, la música, las luces y llamar a la azafata. Había varias pantallas con las instrucciones de seguridad y un mensaje del piloto dándoles la bienvenida a bordo. Y la cuenta atrás del despegue. Al parecer, el aparato se pondría en marcha en setenta y ocho segundos. Pedro apareció con el pelo húmedo, como si se acabase de duchar. Apartó la bolsa que había encima del otro sillón, la dejó en el suelo y se sentó.


–Es para que juegues durante el viaje.


–¿Es este tu sitio? Supongo que ese es el motivo por el que el panel tiene tantas opciones. Lo siento.


Se dispuso a desabrocharse el cinturón.


–Son los dos sillones iguales –le respondió él, haciéndole un gesto para que no se moviese.


La azafata apareció con un vaso en una bandeja de plata y se lo ofreció a Pedro.


–¿Quiere champán, limonada con lavanda o, tal vez, un capuchino?


–Agua está bien –le contestó Paula.


–¿Con gas o del glaciar Ártico?


Paula miró a Pedro con la esperanza de que este le explicase a la azafata que no hacía falta que la tratase con tanta deferencia.


–Agua mineral canadiense –dijo éste–. Y Paula no tomará marisco.


–Gracias, señor. Ya hemos tenido eso en cuenta. El piloto está preparado para despegar si usted también lo está.


–Gracias.


La azafata desapareció y el avión empezó a moverse por la pista.


Paula no supo cómo empezar a hablar con él de lo que había ocurrido en la habitación. Bajó la vista y la posó en la bolsa, que despertó su curiosidad. Dentro parecía haber varias cajas con el logotipo del dragón dorado de Pedro.


–Adelante –la alentó éste, dando un sorbo a su vaso mientras la observaba. 

Acuerdo: Capítulo 26

La camisa se le había salido de la cinturilla y Pedro metió las manos por debajo para acariciarle los pechos. Aquello era demasiado y, al mismo tiempo, no era suficiente. Echó la cabeza hacia atrás, su mirada gris verdosa se había oscurecido, era misteriosa. A Paula le latía tan deprisa el corazón que sentía cómo se sacudía todo su cuerpo.


–¿Ahora estás fingiendo? –le preguntó Pedro.


Ella bajó la vista a sus manos, que tenía pegadas a los pechos, y a la ropa que Pedro le había dado, que estaba arrugada en el suelo.


–No.


No tenía ni idea de lo que estaba haciendo, pero le encantaba que Pedro le acariciase los pechos.


–Bien –respondió él con satisfacción, pasando los pulgares por encima del sujetador de algodón–. Entonces, voy a cerrar la puerta.


Aquello hizo que Paula entrase en razón.


–Es que… Iba a reservarme –le dijo.


–¿Reservarte? –preguntó él.


Y ella tuvo que hacer un esfuerzo enorme para recordar de lo que estaban hablando y darle una explicación antes de que Pedro volviese a besarla.


–Soy virgen.


Pedro se detuvo a un milímetro de sus deliciosos labios. Se debatió entre el pensamiento racional y la sensación más dulce de toda su vida. Apoyó las manos de su cintura y tragó saliva.


–¿Eres virgen? –repitió.


Notó que Paula temblaba bajo sus manos.


–Sí.


–¿Y me has besado así?


Sus ojos verdes todavía tenían las pupilas dilatadas.


–¿No lo he hecho bien?


Pedro no podía estar más excitado y estaba seguro de que ella también. Habría dado cualquier cosa por comprobarlo con la boca. Pero se negaba a creer lo que Paula le acaba de decir.


–Retrocede un paso.


Ella obedeció y Pedro bajó las manos. Paula tenía la camisa abierta y los pezones marcados en el sujetador. Él separó los labios, los volvió a apretar. Intentó pensar y hablar de manera coherente.


–¿Soy el primero que te ha besado? ¿Eso es lo que quieres hacerme creer?


–El primer hombre –le contestó ella, cruzándose de brazos–. Me besó un chico cuando yo tenía trece años. Y fue… Horrible.


Paula arrugó la nariz.


–Pero como en casa de Sara casi todo eran mujeres, no he tenido otra oportunidad.


Pedro se rindió. Si hubiesen estado jugando al póker, Paula habría ganado la mano con aquel farol, pero, dadas las circunstancias, se limitó a jurar y a señalar la ropa que había en el suelo.


–Cámbiate. Y después, sal a la cabina de pasajeros. Necesito un minuto para serenarme.


O, tal vez, una ducha fría. Se encerró en el cuarto de baño como si se tratase de un hombre lobo en una noche de luna llena, para no tener que arrepentirse al día siguiente de lo que había hecho. Se pasó la mano por el rostro y pensó que aquel beso había sido todavía mejor que el primero. Y que, si había parado, había sido solo para cerrar la puerta. Al fin y al cabo, estaban casados. Si ambos querían hacerlo, no había nada que se lo impidiese. Pero ella era virgen. ¿Cómo era posible? 

Acuerdo: Capítulo 25

 –Me preguntaba si… –empezó, nerviosa–. No hemos hablado de si esto va a ser… Un matrimonio… ¿De verdad?


Él arqueó las cejas.


–Has firmado el contrato. Pensé que eso significaba que estabas de acuerdo con todo.


–No he tenido la oportunidad de decir lo contrario. Todo ha ocurrido muy deprisa. Y el modo en el que me besaste. Supongo que fingirías.


–¿Qué quieres decir? ¿Tú fingiste cuando nos besamos?


–Yo… No.


–No te veo muy segura.


–Estoy segura, pero no sé si tú…


Tragó saliva, incómoda con la situación.


–Yo no fingí nada. Hice lo posible por no hacer nada no apto para menores.


Paula recordó la ocasión en la que su madre se había fotografiado con un jaguar, cuando ella tenía siete u ocho años. Su madre había insistido en que se acercase ella también y se había sentido fascinada por la fuerza y el calor del felino, pero su cuidador le había advertido que no lo mirase a los ojos. No obstante, miró a los ojos a aquella otra bestia e inmediatamente se dio cuenta de su error, porque despertó al cazador que había en él. A pesar de que parecía relajado, se le dilataron las pupilas y se quitó la camisa. Lo que sintió ella no fue miedo, sino todo lo contrario. No supo qué era, solo supo que no podía apartar la mirada de él. No se podía mover. Notó otro tirón en el pelo y su cuerpo se acercó a él, se acercó tanto que pudo sentir su calor. Pedro la miró fijamente y ella clavó la vista en sus labios.


–Tienes una piel preciosa.


Paula no supo cómo responder ni tuvo la oportunidad. Pedro inclinó la cabeza y la besó en el cuello. Eso era lo que hacían los cazadores, arrinconaban a sus presas y las sujetaban con sus poderosas mandíbulas. Pero él solo respiró contra su garganta, se la lamió una vez, haciendo que se le acelerase el pulso y se le endureciesen los pechos. A ella se le olvidó respirar mientras él pasaba los labios por su piel. Sintió calor por todo el cuerpo y notó que se quedaba sin fuerzas. Gimió y él utilizó los dientes, después chupó, lamió. La sensación era tan excitante que ella echó la cabeza hacia atrás. Él apoyó una mano en su cadera y la besó en los labios apasionadamente. La abrazó y la sujetó contra su cuerpo. Paula se sintió aprisionada, pero no le importó no poder moverse. Solo quería seguir sintiendo los labios de Pedro. El contacto de su lengua con la de ella hizo que se estremeciera y gimiese. Y él, como si la hubiese entendido, pasó las manos por su espalda, por la cintura y las caderas, haciendo que Luli se retorciese porque deseaba más. 

jueves, 22 de febrero de 2024

Acuerdo: Capítulo 24

 -¿Seguro que éste es el lugar? –preguntó Paula confundida–. ¿Dónde está el resto del mundo?


–¿El resto del mundo? –repitió Pedro, saliendo del coche, a su lado, y aceptando el paraguas que le daba el chófer.


Los aeropuertos eran lugares llenos de gente, ¿No? Pedro la había llevado a un lugar tranquilo, rodeado de campo. Había un avión con letras escritas en árabe en la cola aparcado al otro lado del edificio bajo que se extendía a sus espaldas. El chófer le dió el equipaje a un asistente y subieron las escaleras que tenían delante para entrar en él. El aparato era como cualquier otro por fuera, con el símbolo chino de un dragón. Paula supo que eso significaba que era de Pedro, porque era el símbolo que había utilizado desde que, de niño, había desarrollado un juego de dragones para el teléfono.


–¿No tengo que enseñar mi pasaporte?


–Lo harás cuando aterricemos en París.


–¡París! –exclamó ella, girándose–. Me has dicho que ibas a llevarme a Nueva York.


–Vamos a hacer una parada para ir de compras –le dijo él, mirándola de arriba abajo con desdén.


Todo estaba ocurriendo muy deprisa. Paula casi no podía ni respirar. Y se quedó boquiabierta al entrar en el avión. No era como un autobús, con hileras de asientos, un pasillo y pequeñas ventanas. Era como una casa. De hecho, el personal los esperaba haciendo fila, como había ocurrido al llegar Pedro a la mansión de Sara. El piloto les dió la bienvenida e invitó a Pedro a ir con él a la cabina para revisar la trayectoria de vuelo.


–¿La acompaño a su habitación, señora Alfonso? –preguntó una bella azafata.


–Me puedes llamar Paula.


Pensó que tenía que hablar con Pedro acerca de cómo de real era aquel matrimonio antes de permitir que la fuesen llamando señora Alfonso por ahí. Siguió a la otra mujer y atravesaron una zona con un sofá, sillones reclinables frente a un televisor de pantalla plana y una chimenea. Paula decidió que aquello no era como una casa, con tanto cromo y cristal, sino como una nave espacial. Entraron en una pequeña suite en la que había una enorme cama, una zona de comedor para dos, un sofá, un escritorio y otro televisor.


–Por favor, utilice la campana si me necesita –comentó la azafata antes de marcharse.


Paula vió su bolso colgado detrás de la puerta. Abrió un par de cajones y encontró ropa de Pedro.Se le detuvo el corazón. Aquella era su habitación. Y había ropa interior en un cajón. Cerró el armario y tocó el jarrón que había encima de la mesita de noche. Tenía la base magnética, para no caerse si había turbulencias. Entró en el baño, lleno de espejos y luces tenues, una mampara mate en la ducha y toallas a juego con las sábanas de la cama. Se miró al espejo. Pedro tenía razón. Aquella chaqueta no le favorecía. Llevaba tanto tiempo intentando pasar desapercibida que casi se le había olvidado sacarse partido. Allí solo había jabón y crema, no había maquillaje, así que se lavó y se peinó, se dejó el pelo suelto. Su melena ondulada siempre había sido uno de sus mejores atributos, junto a su piel dorada. Dejó la chaqueta en la percha que había detrás de la puerta a pesar de que el sujetador de algodón sencillo se le marcaba con el jersey de punto. Se detuvo frente a la puerta abierta. Pedro estaba al otro lado, avisando a alguien por teléfono, en francés, de la hora a la que iban a llegar. Él dejó un par de pantalones color crema a los pies de la cama, miró la camisa azul que había en la percha que tenía en la mano. La dejó en el armario y sacó una roja.


–Merci. Adiós.


Terminó la llamada. 


–Son para tí. Para que viajes más cómoda.


Quitó la camisa de la percha y tomó los pantalones.


–Y son más favorecedores. Mejor sin la chaqueta.


La miró fijamente y ella se acordó del beso. Se puso tensa.


–Gracias –murmuró, acercándose a tomar la ropa–. Deberíamos hablar de un par de cosas.


–Por supuesto –le respondió Pedro en tono ausente.


Estudió con la mirada su pelo y la curva de sus pechos. Levantó la mano y ella notó un suave tirón, como si estuviese enredando unos mechones de pelo en sus dedos. Paula se quedó muy quieta, sin saber qué hacer, pero siendo consciente de que le gustaba la sensación. Era como el beso, que la había dejado conmocionada, mientras que a él no parecía haberle afectado nada.


Acuerdo: Capítulo 23

Había tenido que hacer un esfuerzo enorme para apartarse de ella y no pedir a los hombres que estaban presentes que se marchasen para que pudiesen consumar allí mismo su matrimonio. Estaba acostumbrado a que las mujeres lo persiguiesen. Era un juego al que él se prestaba, y que terminaba en cuanto se aburría. Pero aquella situación con Paula era completamente diferente. La noche anterior, cuando la había convencido de que se casasen, había pensado tener el acuerdo perfecto. Pero había probado sus labios y se había despertado en él una bestia.


–¿Por qué nunca te has defendido frente a sus ataques? –le preguntó, enfadado.


–¿Qué podía hacer? ¿Realizar acusaciones que podrían hacer que terminase en la calle, sin nada? En cierto modo, tiene razón, me congracié con Sara.


Pedro volvió a ver su parte más vulnerable y deseó protegerla otra vez. Bajaron las escaleras y todavía tuvo la esperanza de que apareciese su abuela y le dijese si estaba actuando bien con Paula o si se estaba dejando engañar por la mayor cazafortunas con la que se había encontrado en toda su vida.


–¿Es ese todo el equipaje, señor? –preguntó el chófer, metiendo la maleta de Pedro en el coche.


–Y eso –respondió él, señalando el bolso de Paula, un bolso barato.


¿Cómo habría sido su niñez para que pensase que aquella vida era dar un paso adelante? ¿Cómo era posible que una mujer tan bella, sana e inteligente estuviese en aquella situación? Pedro se había pasado la noche intentando descifrarla. Era una mujer sorprendente.


–¿Qué haces? –le preguntó, al darse cuenta de que Paula se quedaba en el último escalón y no entraba en el coche.


Había dejado de llover, pero había mucha humedad y el traje se le pegaba a la piel. 


–¿Se te ha olvidado algo?


–Tengo miedo –admitió ella con el ceño fruncido.


–¿De qué?


–De tí. De lo que he hecho. De todo.


Él también tenía dudas, pero el instinto le decía que debía sacarla de allí.


–No te puedes quedar aquí.


–Lo sé –admitió ella, mirando hacia el coche como si estuviese frente a la silla eléctrica.


–Todo va a ir bien –le dijo él, tendiéndole la mano.


No era típico de él reconfortar a los demás. Le gustaba tener el cuerpo desnudo de una mujer en su cama, pero no era cariñoso. Paula estaba despertando en él sentimientos desconocidos, que también le hacían darse cuenta de que tendría que ser cauto con ella. No obstante, seguía queriendo que lo acompañase. En esos momentos, más que nunca. Apretó los labios y la agarró de la mano, y ella se la apretó con fuerza, haciendo que, incomprensiblemente, se le encogiese el corazón. Se sentaron en el coche y él le recordó que se pusiese el cinturón.


–¿Podré comprar peces algún día? –preguntó cuando ya habían arrancado.


–Es una pregunta curiosa, pero supongo que sí. Tengo varios acuarios. Son muy relajantes.


–¿De verdad? –preguntó ella esperanzada–. ¿Podré verlos?


–Por supuesto.


Pedro se dió cuenta de que Paula tendría que vivir con él por el momento. Aunque, si tenía peces era por un motivo, porque eran silenciosos y no le exigían nada. ¿Qué había hecho?


–Tal vez un gato sería mejor –recapacitó Paula, apoyando el brazo en el reposabrazos y mirando hacia la ventana–. Pasar la vida metido en un acuario no es divertido. 

Acuerdo: Capítulo 22

Después de ocho años de duro trabajo, Paula no había conseguido nunca tantos beneficios como Pedro con su mera presencia. Tocó el botón de apagado, enfadada.


–¿Qué estás haciendo? –la acusó el mayordomo.


–Yo…


¿Por qué se sentía culpable?


–Estoy haciendo las maletas.


Recogió el cable y lo metió en su bolso.


–¡No, de eso, nada! –comentó él con indignación–. ¡No te vas a llevar nada!


Se acercó e intentó ver qué llevaba en el bolso. Ella retrocedió, apartándose de él.


–Ped… el señor Alfonso me va a llevar a Nueva York –le explicó ella, incapaz de decirle que se habían casado–. Necesito el ordenador para continuar trabajando desde allí.


–Tú no trabajas –rugió él–. ¿Estabas de rodillas cuando te dijo que podías irte con él? Mujerzuela.


–Si es por lo de anoche, lo siento –le dijo ella–. Entendí mal lo de la cena.


–No lo sientes. Querías hacer que yo quedase mal. Siempre intentaste ser la favorita de la señora Chen y ahora quieres ser también la suya. Fuera de aquí. Ahora –le dijo, agarrándola del brazo.


Paula gritó.


–¡Suéltame!


De repente un movimiento rápido la apartó y Paula se llevó la mano al pecho para que el corazón no se le saliese de él. Pedro estaba a su lado, agachado, y el mayordomo, en el suelo. Pedro lo estaba agarrando por el cuello, haciendo que el otro hombre se pusiese completamente rojo.


–Márchate tú –le ordenó al mayordomo, poniéndolo en pie de un tirón–. Ahora.


Éste se llevó una mano a la garganta y salió corriendo de la habitación. Pedro se ajustó las mangas de la camisa y la corbata y la miró con seriedad.


–Nos vamos –le dijo, haciéndole un gesto para que pasase delante de él.


Paula seguía vestida como una señora de setenta años, pero Pedro no le pidió que se cambiase. Solo quería salir de allí. Estaba furioso con lo que acababa de ocurrir. Había estado a punto de matar al otro hombre, que tenía unos cincuenta años y no estaba en su forma física. El mayordomo había sido brusco y mal educado, pero no pensaba que hubiese querido hacerle daño a Paula, solo había querido echarla de la casa. No obstante, él se había sentido cegado por la ira. Había actuado dequé había reaccionado así? Habría intervenido en cualquier situación parecida, pero no de manera tan violenta. La amenaza a su pareja había despertado sus instintos más primarios. Todavía podía sentir el beso que se habían dado. Había querido darle un beso casto, pero no lo había conseguido, se había dejado llevar.

Acuerdo: Capítulo 21

Apretó los labios con fuerza, tomó el bolígrafo con mano temblorosa y firmó pensando que no recordaba cuándo había sido la última vez que lo había hecho. Pedro le dió el documento al abogado y miró al señor Johnson. Y, allí mismo, delante del escritorio de Sara, donde tantas veces había estado Paula, dijo los votos que la unían a Pedro, firmó otro documento y fueron declarados marido y mujer.


–Se pueden besar –dijo el señor Johnson.


Pedro le pareció, de repente, enorme. Sus ojos se habían aclarado. Y parecía estar haciéndole una pregunta en silencio, una que Paula no podía interpretar, mucho menos responder. Notó el calor de su mano en la nuca y lo vio inclinar la cabeza. Ella se había preguntado antes cómo sería un beso. Había visto uno mucho tiempo atrás y… Dejó de pensar al notar sus labios. Fue un cosquilleo que la volvió loca. Se puso de puntillas para que la caricia fuese más firme. Y, por un instante, ambos se quedaron inmóviles, sorprendidos. Entonces los labios de él se volvieron a mover lentamente y ella sintió fuegos de artificio bajo la piel, explotando debajo de sus párpados cerrados. Dió un grito ahogado. El sabor de Pedro a café solo, el olor de su aftershave, la humedad de su lengua, hicieron que se le hiciese un nudo en el estómago y se le acelerase el corazón. Paula apoyó una mano en su pecho. El beso aumentó en intensidad. Ella se pegó a su fuerte pecho y, casi sin darse cuenta de lo que hacía, lo abrazó por el cuello. Deseó quedarse así eternamente. Era una sensación maravillosa. Pedro levantó la cabeza y a ella se le escapó un gemido. Sus manos la agarraron por los brazos y retrocedió, su expresión era indescifrable. Después, se giró a mirar al señor Johnson y le dijo:


–Gracias.


Fue como un jarro de agua fría. Paula todavía se sentía aturdida, pero imaginó que aquel beso solo había ocurrido porque tenían público, que no había afectado a Pedro como a ella.


–Recoge tus cosas –le dijo él–. No tardaremos en marcharnos.


Ella asintió sin mirar a nadie. Estaba empezando a darse cuenta de que había puesto su futuro en manos de un hombre con mucho más poder que el de su madre, e incluso que Sara. Paula se había sentido envalentonada el día anterior y había jugado sus cartas, pero estaba segura de que Pedro no tardaría en entrar en el sistema. Entonces, ya no la necesitaría para nada. Y ella volvería a estar sola y perdida en el mundo. Al menos allí tenía los pies sobre el suelo. En cuanto se marchasen, estaría a su merced. Mientras guardaba un par de cosas en una bolsa pensó que tal vez debía quedarse, pero miró a su alrededor y se dio cuenta de su triste existencia. Se llevó la mano a la falda, pero no encontró los bolsillos en los que guardaba una piedra lisa y suave que había encontrado en el jardín años atrás. Estaba en la mesita de noche. La guardó. ¿La echarían de menos los peces cuando no fuese a darles de comer cada mañana? ¿La echaría de menos alguien cuando se marchase de allí? Pedro estaba en la puerta de la casa, despidiendo a los otros hombres. Ella fue al despacho de Sara y se dispuso a desconectar el ordenador, pero antes quiso comprobar si él había accedido ya. No lo parecía. Confirmó las pagas semanales y se aseguró de que había dinero suficiente para que los empleados de la casa las pudiesen cobrar. Después echó un vistazo a la bolsa. La noticia de la hospitalización de la señora Chan habría causado una buena caída si no hubiese ido acompañada de la identidad de su nieto como heredero. Eso había hecho que aumentase la venta de sus acciones y que subiese su valor varios puntos. 

martes, 20 de febrero de 2024

Acuerdo: Capítulo 20

 –Así estaré seguro de que no malversas fondos ni lanzas bombas a la prensa.


Ella enrolló el documento y ladeó la cabeza con recelo.


–¿Se supone que tengo que desactivarlo todo ahora?


–No es una trampa –le aseguró Pedro–. Apaga el temporizador. Yo entraré en el sistema cuando pueda y veré qué has hecho. Me aseguraré de que no vuelva a ocurrir.


Mientras salía de la habitación se dijo que tal vez aquel fuese el verdadero motivo por el que quería casarse con ella, para conocerla mejor y comprender cómo trabajaba. Era una oportunidad demasiado buena para rechazarla. Y Paula no tenía más opciones. El fallecimiento de Sara la había dejado desprovista en muchos aspectos. El contrato nupcial era muy generoso, pero imaginó que, en realidad, Pedro no querría darle una asignación, ¿O sí? Tachó aquel punto y puso un signo de interrogación al lado. ¿Y las asignaciones por hijos? ¿Esperaba él que tuviesen sexo? ¿O sería un matrimonio solo en papel?



A la mañana siguiente Paula se levantó temprano, con ganas de hablar sobre el tema, pero Pedro estaba muy ocupado. Había abogados y otras personas haciendo literalmente fila, esperando su turno para que les firmase papeles, tomase decisiones acerca de la incineración de Mae y diese una breve rueda de prensa. Logró por fin llamar su atención desde la puerta cuando él se estaba despidiendo de alguien.


–¿Preparada? –le preguntó él, haciéndola avanzar y frunciendo el ceño al ver cómo iba vestida.


Le había pedido que se vistiese para viajar, pero lo único que tenía Paula eran sus uniformes, así que había buscado en el vestidor de Sara y se había puesto lo único que le había servido, teniendo en cuenta que tenía las caderas anchas y el pecho generoso. La falda de tablas era color mostaza y la chaqueta muy antigua, con unas hombreras enormes. Paula sonrió al abogado de Sara, que estaba sentado en un sillón, con un montón de papeles delante, sobre la mesita del café. Otro hombre se puso en pie cuando ella entró. Pedro tomó los documentos y mientras los leía, dijo:


–Cierra la puerta. Éste es el señor Johnson, de la embajada estadounidense. Él hablará con las autoridades venezolanas para conseguirte un pasaporte de emergencia y que puedas viajar.


–Ah. Gracias. Encantada –dijo ella, dándole la mano.


–Tengo entendido que están ambos muy enamorados –comentó el señor Johnson.


–¿Qué…?


–Va a oficiar nuestro matrimonio –le aclaró Pedro, inclinándose sobre el escritorio para firmar al final del contrato.


Después le ofreció un bolígrafo a Paula.


–Es decir, que nos casamos porque nos queremos, no para que tú consigasla residencia.


Ella abrió la boca para decirle que había ido a verlo para hablar del contrato, no para firmarlo, pero el señor Johnson estaba allí, dispuesto a darle un pasaporte y un visado para que entrase en Estados Unidos, así que volvió a cerrarla. 

Acuerdo: Capítulo 19

 -¿Qué? –inquirió Paula, con los ojos como platos–. ¿Por qué? No.


–Es lo que ella quería.


Pedro volvió a la caja fuerte y le llevó las hojas que había sacado de la carpeta.


–Esto también estaba ahí.


–No –dijo ella, negando con la cabeza–. Me pedía que te incluyera a tí para compararte con los demás. Te tenía en alta estima.


–Durante el último año me pidió nueve veces que viniera a verla. ¿Cuántas veces vinieron todos esos hombres?


–Viven en la ciudad. A Sara no le gustaba viajar. Seguro que quería que vinieras para poder decirte que iba a dejártelo todo a tí.


–Quería que te conociera. Mira.


Pedro pasó las hojas y le enseñó un documento en el que ya estaban puestos sus nombres. Paula tomó aire, sorprendida. Para él también había sido una sorpresa, y había querido ver su reacción para estar seguro de que no lo había planeado todo ella.


–¡Tú no quieres casarte conmigo! ¿Verdad? –lo acusó ella.


–El matrimonio nunca ha sido una prioridad para mí –admitió él, pero frunció el ceño.


Sara era la única beneficiaria que tenía porque era su único familiar. Uno de los motivos por el que nunca había pensado en casarse era porque tendría que haber vadeado a muchas cazafortunas antes de encontrar a la mujer adecuada. Por mucho que lo incomodase que Sara hubiese planeado aquello, le parecía práctico y profesional negociar su matrimonio y su descendencia. Era una manera sencilla de mantener los sentimientos fuera de la ecuación.


–Podrías limitarte a darme la dote –le sugirió Paula ligeramente esperanzada.


Si todo lo que esta le había dicho era cierto, y Pedro estaba empezando a pensar que sí, era demasiado inexperta como para vivir sola, en especial, en ciudades como Nueva York y París, con o sin dinero. No le gustó la idea de verla desaparecer.


–Es muy probable que Sara tuviese la intención de poner nuestro matrimonio como condición para heredar su fortuna.


Lo más probable era que él se hubiese negado, aunque, después de haber conocido a Paula, ya no estaba tan seguro.


–Al igual que voy a cumplir sus deseos con respecto al personal, también debería cumplirlos en lo referente a tí.


–¡Qué suerte la mía!


Pedro se sintió divertido e insultado al mismo tiempo.


–Sería una manera muy rápida de obtener la residencia en Nueva York, donde has dicho que te gustaría vivir. Yo preferiría volver allí lo antes posible.


Le tendió el contrato.


–Léelo. Si estás de acuerdo, firmaremos mañana por la mañana, nos casaremos y haremos el viaje.


–¿A Nueva York? ¿De verdad?


A Paula le brillaron los ojos por primera vez. 

Acuerdo: Capítulo 18

 –No, que yo sepa –respondió ella, andando de un lado a otro para intentar tranquilizarse y pensar–. Solo hablamos de ese tema un par de veces. Una de las doncellas se marchó para casarse el año pasado. Sara me dijo que yo no tendría que casarme con un hombre que oliese a pescado, que me buscaría un buen marido, pero también me dijo que me llevaría de compras, que haría que el conductor me enseñase a conducir y que me llevaría a Venezuela para que pudiese decirle a mi madre lo que pensaba de ella, pero nunca era buen momento para nada de eso.


Hizo una breve pausa.


–Tampoco pienso que pretendiera mentirme –continuó–. Hablaba mucho de cosas que nunca ocurrían. Quería redecorar la casa, jubilarse. Decía que, cuando tú vinieras a verla, te llevaría a conocer la zona.


Pedro conocía la zona. Había estado por allí varias veces y nunca había querido que su abuela se enterase. Se le hizo un nudo en el estómago. ¿Habría querido su abuela presentarle a Paula? Aquello era lo de menos, no le interesaba buscar mujeres para que se casasen con nadie, ni que su abuela le buscase una esposa a él.


–No quiero casarme con uno de esos hombres y verme atrapada aquí durante el resto de mi vida –dijo Paula en un hilo de voz–. ¿Por qué querría Sara hacerme algo así?


¿Por qué había pensado Mae que podía hacérselo a él? La respuesta era la misma en ambos casos.


–Nunca superó que mi madre no aceptase el matrimonio que ella le había propuesto. Los buenos hijos permiten que sus padres los emparejen bien.


–¡Pero yo no soy su hija y no voy a hacerlo!


Pedro levantó una mano.


–Pero esto demuestra que te veía como a una hija adoptiva. Se interesaba por tu futuro como habría hecho una madre. No buscó marido a ninguna de las doncellas. Solo a tí.


De hecho, como el resto del personal que trabajaba en la casa, las doncellas tenían derecho a una compensación basada en sus años de servicio. Pedro había comentado aquello con el mayordomo y le había pedido que planease dejar la casa con el personal mínimo necesario. No obstante, Paula no pertenecía al personal de la casa. Eso daba igual, él podía ofrecerle una cantidad que le pareciese justa de su propio bolsillo y hacer caso omiso de los deseos de su abuela. No le debía nada a Sara. Salvo que era la madre de la mujer que le había dado a él la vida. Paula podría contarle cosas acerca de su abuela, tal vez incluso de su madre, que probablemente nadie más supiese. Juró en silencio y se pasó una mano por el pelo. Ella se acercó a la ventana y Pedro pensó que, a pesar de su altura, parecía muy frágil.


–No sé cómo pedir que me deporten. Me preocupa que me metan a la cárcel si se enteran de los años que llevo aquí, pero tampoco puedo quedarme. No quiero y no tengo ningún motivo para quedarme. Nadie me ayudará a encontrar trabajo ni un lugar en el que vivir. Todo el mundo me odia porque nunca he tenido que hacer la colada ni limpiar el polvo. Piensan que soy una aprovechada.


Tenía los dedos clavados en sus propios brazos.


–Paula.


Se acercó a ella.


–Mi abuela quería que cuidasen de tí. Y ésta es la prueba –le dijo, señalando la carpeta.


–Quería darme a un extraño como si fuese… Un objeto –replicó ella enfadada.


–Yo no pienso que eso sea verdad.


Pedro ya le había dado a entender antes que era ella un bien más de la herencia. Una herencia que no necesitaba, pero que iba a aceptar. Y, si la aceptaba, tendría que hacerlo con aquel tesoro que su abuela había tenido en casa como una piedra preciosa metida en una caja fuerte. Se fijó en el feo vestido de Paula, en sus sandalias planas, en que llevaba el pelo recogido en un moño y tenía las manos metidas en los bolsillos. Fuese como fuese, Sara había mantenido a aquella mujer a su lado. E incluso había querido casarla con él. Aunque fuese solo por ese motivo, no podía dejarla tirada. 


-¿Pagarías la dote si me casase con uno de ellos? -le preguntó ella atemorizada, mirando los papeles con angustia.


La idea le causó repulsión. Pensó que si alguien tocaba a Paula sería él.


-No. Quiero que te cases conmigo.

Acuerdo: Capítulo 17

 –¡Dios mío! –exclamó, pasando las páginas, fijándose en las notas escritas por Sara.


–¿Por qué te sorprende tanto? Tú misma has dicho que iba a organizar tu matrimonio.


–¡Pero no sabía que lo estuviese haciendo de verdad!


Se abrazó y miró los papeles con verdadero horror. ¿Qué habría querido obtener Sara a cambio?


–La dote que ofrece es bastante generosa. Y una compensación decente si te divorcias, en especial, si aguantas casada al menos cinco años. Las condiciones son excelentes si tienes hijos, sobre todo, varones.


–¿Cuándo? Pensé…


Paula pensó que Sara había querido que siguiese con ella, que había valorado su trabajo.  Se sintió como un activo con el que negociar en otra transacción comercial más. Una propiedad.


–El que está en el sector de los textiles es el de mayor edad. Y tiene una enfermedad coronaria.


Paula giró la cabeza con gesto compungido. Pedro se sintió mal, pero todavía estaba procesando lo que acababa de descubrir. Había sacado el documento que llevaba su propio nombre de la carpeta, a ver si ella lo echaba de menos. Parecía realmente sorprendida por la existencia de aquellos documentos. Y el hecho de que hubiesen estado guardados en la caja fuerte indicaba que Sara había querido mantenerlo en secreto. Las notas de su abuela acerca de los candidatos revelaban de manera explícita que todos le parecían poco, sobre todo, en comparación con él. Aquel descubrimiento era el que más lo había inquietado. Sara había querido que Paula se casase con él. Al parecer, era cierto que la había visto como a una hija. Pedro no había conseguido encontrar su nombre en ninguna nómina ni en los gastos de la vivienda. Y había interrogado personalmente al mayordomo, que le había mostrado el sistema con el que gestionaba las horas de trabajo de los empleados y los periodos de vacaciones, pero Paula tampoco aparecía en él.


–Tenían un acuerdo privado –le había dicho el mayordomo, torciendo el gesto.


Y también le había contado que Paula no salía de la casa, lo que para él era un fastidio. De hecho, si había que prescindir de alguien en aquella casa, en opinión del mayordomo, la primera en marcharse tenía que ser ella.


–No voy a hacerlo –dijo ella, temblando–. No me puedes obligar.


–Tranquilízate. Solo estoy diciendo que, si tú quieres hacerlo, yo seguiré con el plan –le respondió Pedro, poniéndola a prueba.


–¡Por supuesto que no!


–Antes me has dicho que podías casarte con un hombre mayor.


Él nunca había pensado en el matrimonio y el hecho de que Sara hubiese pensado que podía interferir en su vida hasta semejante punto lo había dejado de piedra.


–Quiero casarme con quién yo quiera –le dijo Paula, reflejando los pensamientos de Pedro, con gesto de desolación–. Pensé que le gustaba. ¿Por qué querría hacerme algo así?


Pedro tenía sus propias teorías, pero preguntó:


–¿Estaba enferma? ¿No estaría poniéndolo todo en orden porque pensaba que le quedaba poco tiempo de vida? 

jueves, 15 de febrero de 2024

Acuerdo: Capítulo 16

No quería que nadie la oyese llamándolo por su nombre. Seguía siendo la más joven de la casa y siempre trataba a todo el mundo de usted.


–Come –le ordenó él–. Ahora me toca a mí hablar.


Paula pensó que era él quién le había hecho las preguntas, quién la había obligado a hablar. Tomó un rábano daikon y lo mordisqueó. Él se echó hacia atrás en la silla y la observó mientras daba un sorbo a su copa de vino.


–Me has acusado de descuidar a mi abuela, de no haberla ayudado con sus negocios hasta hoy. Mi abuela desheredó a mi madre antes de que yo naciera. Yo conocí a Sara en el funeral de mi madre, cuando tenía siete años. Y no la volví a ver hasta cinco años después. Mi padre me advirtió que no cayese bajo su influencia y yo lo escuché porque la conocía mejor que yo. Volví a verla en el funeral de mi padre y seguimos en contacto, a través de tí, me doy cuenta ahora, pero nunca dí por hecho que heredaría su fortuna. Con respecto a ayudarla a gestionar sus bienes… ¿Cómo iba a saber yo que necesitaba ayuda? Has hecho tu trabajo muy bien, no tenía motivos para estar preocupado.


Ella se preguntó si era un cumplido o un reproche.


Pedro dejó su copa vacía.


–No obstante, yo no necesito tus servicios. Chen Enterprises es mía y la gestionaré como hago con cualquier compañía que cae en mis manos, realizaré las reestructuraciones que sean necesarias y permitiré que mi legión de administradores haga el trabajo por el que les pago.


Ella mantuvo la expresión en blanco, para que no se le notase que se estaba viniendo abajo.


–Con respecto a las amenazas que me has hecho, no me afectan lo más mínimo. No necesito el dinero de mi abuela y las irregularidades que ella cometiera no son mías. No tenía con ella la relación suficiente como para que su pérdida afecte a mi orgullo. Tú eres la única que va a sufrir con todo esto.


Paula era consciente. Sabía que, en realidad, no tenían ningún poder sobre él. No tenía nada, no era nadie. Se le hizo un nudo en la garganta y tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a llorar.


–Entonces, ¿Va a hacer que me deporten? –le preguntó, con el estómago hecho un manojo de nervios y el corazón desbocado.


Él no dijo nada. Ella bajó la vista para ocultar su angustia, lo vió hacer un gesto con los labios, pero no era una sonrisa. Paula dejó los palillos, no se le ocurrió qué más hacer.


–Si no vas a comer, ven conmigo –le dijo él, levantándose de manera brusca y entrando en la casa.


Ella pensó que le iba a echar de allí, pero lo vió subir las escaleras y entrar en la habitación de Sara. Lo siguió con pasos de plomo, con el corazón en un puño. Paula solo había estado en aquel dormitorio en un puñado de ocasiones. Aquel era el ámbito de su doncella personal y de la enfermera, estaba decorado con estilo clásico y sencillo, un poco anticuado. A Sara no le había gustado gastar dinero si no era necesario. El espejo que había encima del tocador estaba abierto. Detrás había una caja fuerte.


–¿Cómo lo…?


–Estas cajas fuertes viejas se pueden abrir restaurando los ajustes de fábrica. No cuesta nada hacerlo.


Sacó de ella una carpeta de cuero.


–Estaba buscando su testamento y encontré también esto –le dijo, tendiéndole la carpeta.


–¿Qué es? –le preguntó ella.


Lo abrió y vió alguno de sus informes acerca de hombres de negocios chinos.


–No entiendo que los guardase en la caja fuerte. Son documentos…


Pasó al tercer documento y vió un contrato de matrimonio. 

Acuerdo: Capítulo 15

 –No me entristeció estar lejos de mi madre –admitió en voz baja–. Y no tenía sentido contarle a la gente lo que había ocurrido. Como mucho, la habrían detenido y yo me habría quedado huérfana.


–¿Y tú querías participar en esos concursos? ¿O también te obligaba ella?


–Yo ví que tenía una oportunidad y me esforcé. Solo competí en categorías infantiles, me marché antes de entrar en las juveniles. Y estoy segura de que lo haría bien si empezase a concursar ahora. Es uno de mis planes de emergencia, si me deportan. No obstante, hay que realizar antes una buena inversión. Hay que ganar certámenes pequeños, hay que darle tiempo.


Estaba hablando demasiado deprisa.


–Ese es el único motivo por el que me abrí una cuenta en Venezuela. Si tengo que retirar dinero de ella, le prometo que se lo devolveré con intereses.


Él no respondió inmediatamente y estrechó la mirada.


–Los concursos podrían ser un buen medio para empezar después a modelar. ¿Tan mal te parecería empezar así?


–¿En Venezuela? En cuanto recibiese algo de publicidad, mi madre volvería a mi vida, y preferiría evitar eso.


–¿Es ese el principal motivo por el que no quieres que te deporten? ¿Tu madre?


–Sí –admitió ella, tocando el pescado con el tenedor, incapaz de tomar otro bocado.


–Deja eso. Ya está muerto.


Pedro tomó su plato lleno y lo dejó encima del de él, que estaba vacío.


–Yo me lo terminaré, si tú solo vas a jugar con él.


–Estoy dispuesta a limpiar váteres si es mi única opción –continuó ella, agarrándose las manos sobre el regazo–. Seguiré programando, porque sé que es un trabajo bien pagado, pero tampoco será fácil. Mis atributos físicos hacen que lo más fácil sea intentar modelar.


Paula contuvo la respiración mientras esperaba su opinión. De momento, Pedro no se había ido por las ramas, pero, si le decía que no era lo suficientemente atractiva, ella tendría que cambiar de estrategia. Él recorrió su rostro con la mirada en una caricia casi tangible.


–No puedo negar que eres muy bella –respondió con toda seriedad.


Pedro apartó la mirada y su expresión se endureció. A ella se le encogió el corazón porque quería que siguiese mirándola.


–Solo le pido que me lleve con usted y me dé el tiempo necesario de establecerme –le rogó en voz baja–. Yo continuaré trabajando en las inversiones de Sara a cambio de alojamiento y comida…


–Un buen trato, teniendo en cuenta que no gastas mucho…


–Necesitaré un pequeño préstamo para comprarme ropa y maquillaje, pero continuaré vistiendo este uniforme cuando esté trabajando para usted.


–¿Y qué más?


Ella cerró los ojos, enfadada consigo misma porque su desesperación era evidente. Sintió que le ardían los ojos y consideró otros métodos de persuasión. A Pedro no parecía interesarle el sexo, tal vez porque se había dado cuenta de que era inexperta en aquellas artes. ¿Podía ofrecerle prepararse en aquella materia? Estaba dispuesta a esforzarse para mejorar. Se oyeron unas suaves pisadas. La doncella llegó con un plato de pato sobre una cama de coloridos vegetales.


–Deja solo uno –le dijo Pedro–. Y el otro cómetelo tú. Nosotros compartiremos este. Ya casi no tengo apetito.


Y miró a Paula mientras dejaba el plato entre ambos.


La doncella se inclinó y se retiró con el plato y muchas cosas que contar en la cocina. Paula imaginó que pronto la acusarían de estar acostándose con el nieto de la señora Chen, no se les ocurriría pensar que él ya la había rechazado.


–Señor Alfonso…


Él levantó la barbilla, desafiante.


–Pedro –repitió ella en voz baja.

Acuerdo: Capítulo 14

 –¿Te preocupa ganar peso? –le preguntó Pedro.


–No me gusta mucho el pescado. Y es evidente que una ración así era para el mayordomo.


–Pide otra cosa –le sugirió él.


–No creo que eso mejorase mi imagen frente al resto de empleados de la casa. Está bien así. Me gusta la salsa con el arroz.


Él empezó a comer de su plato.


–La enfermera me ha contado que cuando llegaste llevabas un parche en la lengua. ¿Por qué?


–Para perder peso –le respondió ella, sabiendo por dónde iba a transcurrir la conversación.


–¿Por qué querías perder peso?


Ella contuvo un suspiro.


–Era una ventaja. Mi madre pidió a la escuela que me lo pusieran y yo accedí. Muchas chicas se hacían la liposucción o se arreglaban la nariz. El parche de la lengua no era nada –le explicó Paula, encogiéndose de hombros.


–¿Qué clase de colegio hacía cosas así?


–Uno que preparaba para concursos de belleza.


–¿Te enseñaban a participar en concursos de belleza?


–¿Por qué le sorprende? Yo tenía muchas posibilidades.


–No sabía que existiesen semejantes colegios. ¿Es el mismo en el que diseñabas páginas web?


–Para tener presencia en la red desde una temprana edad, sí.


–¿Por eso querías que tu página destacase del resto?


–Todo era un concurso –respondió ella, por decir algo.


Tomó otro bocado del pescado. Sabía a ahumado y estaba fibroso, pero tierno. Se lo podía comer.


–Lo que significa que tampoco tenías amigos allí, ¿No? –adivinó Pedro.


–Algunas niñas eran simpáticas, pero, según mi madre, el premio de Miss Simpatía era un premio de consolación, algo que no necesitábamos las ganadoras, al que no había que aspirar.


–¿Tu madre también competía?


–Ganó todos los títulos, sí.


–¿Y aun así no tenía dinero para un piso?


–Tenía gustos caros. Y estaba muy enfadada con mi padre. Creo que conmigo también.


–¿Por qué?


Paula suspiró, no le gustaba que Pedro le estuviese haciendo tantas preguntas.


–Está bien mantener la corona en la familia y con el dinero que gané pudieron pagar mi educación, pero ¿Cómo te vas a sentir la mujer más bella del mundo si tu propia hija amenaza con arrebatarte el título?


–Tu madre parece una mujer encantadora. ¿Nadie se dió cuenta de que desapareciste de repente? 


–Le contó a todo el mundo que me había ido a vivir con unos familiares. Un par de compañeras me buscaron por Internet y yo les relaté lo mismo. La realidad era demasiado…


Siempre se le encogía el corazón al pensar en cómo su madre se había deshecho de ella. Había sido una persona interesada, que había tenido una relación con un hombre casado y se había quedado embarazada, probablemente, para sacarle más. Otra cosa más que había hecho sin pensar y que había terminado por lamentar. A ella la había considerado una mercancía y nunca la había querido como una madre debía querer a una hija. Eso había hecho que Paula sintiese siempre un vacío que Sara tampoco había podido llenar.

Acuerdo: Capítulo 13

 –Le he dado la noche libre al mayordomo –le explicó–. Después de aclararle que no iba a cenar con él.


–Estoy segura de que agradecerá tener una noche libre –respondió ella, pensando que el mayordomo la mataría cuando la viese la siguiente vez.


–No me ha hablado muy bien de tí.


A Paula no le sorprendió que Pedro hubiese intentado averiguar más de ella, pero supo que nadie tendría nada bueno que decir.


–Yo estaba presente en sus reuniones con Sara, cuando repasaban los gastos de la casa y las subidas de sueldo. Era mi tarea redactar informes y sugerir mejoras en los salarios.


Él rió con incredulidad.


–¿Y tienes muchos amigos aquí?


–Tal vez usted pueda ser el primero –le respondió ella, sonriendo con falsa esperanza.


Él sonrió también, pero solo un instante. Paula pensó en que Pedro la había rechazado y perdió el apetito. Dejó los palillos a un lado.


–He leído tu nota –anunció Pedro.


–¿Qué…? ¡Ah!


Pedro debía de haber intentado entrar en el sistema mientras ella dormía. Por supuesto que sí. Y había encontrado una advertencia de que no continuase.


–Pensé que era todo un farol, pero ya veo que no. No obstante, tengo una idea de cómo solucionarlo. Lo he clonado todo y he creado un archivo de prueba. Lo descifraré antes de irme a dormir –le aseguró mientras mordía la cola de una gamba.


–Supongo que imaginarás que hay más –le advirtió ella.


–Lo contrario me decepcionaría –le respondió él sonriendo de manera falsa–. ¿Dónde has aprendido a codificar?


–En el colegio teníamos que crear nuestra propia página web. Podíamos escoger entre varias plantillas. Se supone que teníamos que meter datos básicos y un par de fotografías. A mí no me gustaban los colores que me ofrecían y quise cambiar el diseño, así que busqué la manera de hackearlo y personalizarlo.


–¿Para que te pusieran más nota?


–Para sobresalir del resto. También nos exigían tener una afición y hacer voluntariado. Yo escogí programación y participé en proyectos de código abierto. Desde que llegué aquí, tuve la oportunidad de aprender varios idiomas. A Sara le gustaba que hiciese las cosas a su manera.


–La codificación no es una habilidad fácil de vender –comentó Pedro.


–Por eso quiero hacerle una demostración –le respondió Paula, apartando su cuenco–, pero ¿Quién me va a tomar en serio, si no tengo una trayectoria ni buenas referencias? ¿A qué puerta voy a llamar cuando me deporten con los bolsillos vacíos? Como ya le he dicho antes, si hubiese querido infringir la ley, ya lo habría hecho.


–No eres la típica hacker, la verdad –comentó él, estudiándola con la mirada.


La doncella se llevó los cuencos y les sirvió un plato de pescado a la brasa. Paula tomó un trozo minúsculo y lo untó en la salsa. 

martes, 13 de febrero de 2024

Acuerdo: Capítulo 12

 –¡Por supuesto, señor! Pero a la señora Chen nunca le gustaron los teléfonos ni los ordenadores –le explicó la enfermera–. Por eso tomó a Paula de ayudante. Además, ella hablaba español y su abuela había adquirido recientemente propiedades en Sudamérica.


–Paula era muy joven cuando llegó aquí, ¿Verdad? ¿Cómo se sentía? ¿Asustada? ¿Enfadada?


–Era muy callada.


–¿Porque solo hablaba español? –le preguntó él.


–Hablaba un poco de inglés, pero el problema era el parche. Tuve que quitárselo de la lengua. Se me había olvidado –comentó la enfermera, frunciendo el ceño.


–¿Qué parche? –se interesó Pedro.


–Para perder peso. Hace que sea doloroso comer sólidos. Ya estaba muy delgada, pero algunas jóvenes hacen verdaderas estupideces para no engordar. Si quiere que le dé mi opinión, la señora Chen la salvó de ella misma. 





Unos golpes en la puerta la despertaron. Paula miró el reloj despertador, todavía faltaba una hora para que sonase. Había puesto la alarma para no quedarse dormida y poder cambiar el temporizador del ordenador.


–Paula –le dijo él–. Abre la puerta o entro.


Ella se levantó rápidamente, se pasó las manos por el vestido arrugado y abrió la puerta a Pedro, que parecía enfadado. Él miró hacia la pequeña cama, las paredes vacías y la mesita de noche en la que solo había un reloj y un peine.


–¿Qué estás haciendo? –le preguntó.


–Dormir.


–Tenías que cenar conmigo. ¿Por qué le dijiste al mayordomo que quería cenar con él?


–Me dijo que le pidiese al mayordomo que les preparase la cena. Dí por hecho que se refería a él y a usted.


–No.


La orden de Pedro podía haberse interpretado de varias maneras y ella se había sentido agotada. Además, el mayordomo jamás se habría creído que el nuevo señor de la casa quería cenar con ella, salvo que este se lo hubiese dicho en persona. Tanto él como el resto del personal le habían preguntado a Paula qué le había contado. Y ella había respondido como cuando le habían preguntado por las conversaciones que mantenía con la señora Chen, sin darles ninguna información, ganándose así su enemistad. Pero Pedro estaba enfadado. Se había quedado dormida pensando que había estado a punto de besarla, e imaginándose cosas que casi no podía entender. ¿Cómo habría sido sentir sus labios, que le acariciase el trasero, los pechos, entre las piernas…? Sintió calor allí y eso la desconcertó. Se sintió avergonzada.


–No tengo hambre –añadió.


–No te he preguntado si tenías hambre. Vamos al jardín.


Le hizo un gesto para que pasase delante. Y ella lo hizo, consciente de que tenía a Pedro detrás. Llegaron al jardín donde había una mesa para dos, con la mejor vajilla de Sara y un mantel de seda. Una de las doncellas llevó el primer plato, un pequeño cuenco con curry de gambas. Pedro tomó los fideos con los palillos dorados con tanta habilidad como ella. Y se dió cuenta de la mirada de curiosidad de Paula cuando la doncella se marchó.

Acuerdo: Capítulo 11

 –No vas a solucionar el caos que has creado, ¿Verdad? –inquirió Pedro enfadado.


–Si Pau no hace falta, todo lo que hay en su perfil, tampoco –le respondió ella.


–Ven aquí.


Ella se quedó donde estaba, pero apartó las manos del ordenador y cerró la pantalla.


–¿Tienes idea de lo peligroso que soy?


–¿Tiene usted idea… De lo poco que tengo yo que perder? –contraatacó ella en un susurro.


Ocho años, ni más ni menos.


Había cerrado los puños, pero manteniéndolos a ambos lados del cuerpo.


–Por cierto, me puede dar las gracias por todas las veces que he sugerido a su abuela que se pusiese en contacto con usted. Podría haber venido en cualquier momento a echarle una mano en la gestión de sus negocios, pero no lo hizo. Yo sí que he estado aquí. Y a cambio solo he tenido un techo y tres comidas al día.


–¿Y me quieres castigar por ello? ¿Borrando unos archivos? Cualquier base de datos o archivo que borres, se puede recuperar. No se tardará mucho y el coste no será tal alto.


–Yo estimo ese coste en diez millones de dólares, si tenemos en cuenta las penalizaciones por incumplimiento de contratos. También podría mantenerme en mi puesto y no perder ese dinero.


–¿Ese piensas que es tu valor? –inquirió él–. ¿Diez millones de dólares?


Aquello la enfadó y a Pedro le pareció que se ponía todavía más sexy cuando se enojaba.


–He pasado muchos años pensado que mi valor era cero, pensando que tenía que quedarme aquí porque Sara era la única persona que me quería, y que yo solo era útil para ella. Desde que le envié a usted el mensaje informándole de que había sufrido un infarto, solo he podido pensar en que tenía que demostrarle mi valía, pero ¿Cómo hacerlo si no soy más que una deuda pendiente?


Se llevó la mano al vientre como si le hubiesen clavado un puñal en el ombligo.


–La deuda es de mi madre. Y yo valgo lo que quiera valer. Si me van a explotar, seré yo quien ponga las condiciones. Y si me va a mandar a la callecomo a un perro, le aseguro que antes le voy a morder.


Llamaron suavemente a la puerta y Pedro respondió:


–¡Estamos ocupados!


Una señora de rostro moreno ya se estaba asomando.


–Lo siento, señor Alfonso. Me han dicho que quería verme.


–Es la enfermera de la señora Chen –le informó Paula.


Él juró entre dientes.


–Pase.


Después miró a Paula y señaló el ordenador.


–Pon eso en pausa unas horas. Y después pídele al mayordomo que nos prepare la cena.


Necesitaba tiempo para pensar.


La enfermera los miró a los dos mientras Paula se acercaba al ordenador y tocaba varias teclas. Unos segundos después, Paula salía de la habitación. La enfermera no le dió a Pedro más información de la que ya tenía. Le transmitió su pésame y él le prometió que le daría referencias para su próximo trabajo. Ella le dió las gracias y se giró.


–Espere –le pidió él antes de que saliese–. ¿Cuánto tiempo ha estado trabajando con mi abuela?


Ella volvió a mirarlo y sonrió.


–Casi veinte años, señor.


–¿Y conoce a Paula desde que llegó aquí? ¿Cuánto tiempo ha estado trabajando para mi abuela?


–Desde el principio, señor.


–¿Y fue idea de mi abuela? ¿Estaba mentalmente capacitada? Mi abuela, quiero decir. 

Acuerdo: Capítulo 10

 –Me estaba preguntando cuándo íbamos a llegar a una propuesta así.


Pedro alargó la mano y, con un dedo, le metió un mechón de pelo detrás de la oreja. Ella se quedó sin habla, aturdida.


–Por prometedora que sea la idea… –le dijo él en tono sensual–. No me vas a convencer de que te permita gestionar el dinero de mi abuela. Ni el mío.


Bajó la mano y Paula se estremeció. Pedro apartó la vista de sus carnosos labios haciendo un enorme esfuerzo a pesar de que estaba a acostumbrado a controlarse. Ceder a los impulsos, en especial, a los sexuales, era infantil. Pero estuvo a punto de dejarse llevar al ver deseo y decepción en la mirada de Paula.


–No pretendía… No quería… Ofrecerle sexo a cambio de…


–El balbuceo resulta casi convincente. La mayoría de los hombres se volverían locos frente a una damisela en apuros. Has hecho bien intentándolo –le dijo, dándose cuenta de que era el primer gesto de vulnerabilidad de su perfecta actuación. No obstante, no se la creía–. Yo soy inmune.


O casi. Estaba deseando apretarla contra su pecho y no solo por deseo sexual, sino porque el temblor de sus pestañas había despertado algo en él. A pesar de saber que no debía hacerlo, sentía el impulso de protegerla. De tranquilizarla. Ella no volvió a balbucear ni a protestar. Su expresión tal vez fue de dolor un instante, pero enseguida pasó. Enseguida volvió a ser como era en realidad, fría y dura.


–Entonces, el sexo no está en la mesa de negociación, ¿No?


Él tuvo la sensación de que se había perdido algo.


–Nunca obligo a nadie a acostarse conmigo ni pago por ello –le respondió Pedro–. No obstante, me gusta disfrutar del sexo, también encima de una mesa si es necesario.


–Estoy dispuesta a ofrecerle otras cosas que podrían interesarle. Casarme con usted, por ejemplo.


–¿Quieres que me case contigo? Sinceramente, no podrías haberme sorprendido más. Muchas gracias, pero no.


La rechazó a pesar de saber que pronto tendría que empezar a pensar en buscar una esposa. No iba a dejar su fortuna a los tontos primos de su padre. Apartó aquello de su mente. Necesitaba concentrarse en la conversación que estaba manteniendo en esos momentos con aquella sorprendente y talentosa mujer.


–Yo tampoco quiero casarme con usted. Es demasiado joven –respondió ella, como si la idea le pareciese ridícula.


–Me corrijo –le dijo él–. Sí que podías sorprenderme todavía más.


–Pero podría casarme con un hombre de más edad que a usted le pareciese bien, siempre y cuando consiguiese la residencia en un lugar como Londres o Nueva York.


–¿Quieres casarte con alguien que te doble la edad?


–Que me la triplique, más bien –lo corrigió ella, frunciendo el ceño–. Solo tengo veintidós años.


–Esto es demasiado –admitió él, echándose a reír abiertamente.


–A su abuela le fue bien casándose con un hombre mucho mayor. Con treinta años ya era viuda.


–Dicen que la imitación es la forma más sincera de adulación –comentó Pedro, cruzándose de brazos–, pero yo no soy un proxeneta. Y los hombres mayores se buscan las esposas jóvenes ellos solos, no necesitan mi ayuda.


Le causó repugnancia pensar en un hombre mayor acariciando con lujuria aquellas curvas. Ella miró hacia la ventana. Tal vez le brillasen los ojos y hubiese hecho una mueca, pero Pedro no se sentía triunfante. Se sentía cautivado por la perfección de su exquisito perfil. En aquel momento, Paula le parecía distante e intocable y deseó algo que no era capaz de expresar con palabras.


–Muy bien –dijo ella por fin, acercándose al ordenador–. Desharé todo lo que he hecho si tengo su palabra de que mi deuda con su abuela queda saldada y yo, libre. Y de que no llamará a la policía.


Había derrota en su tono de voz y Pedro se sintió mal a pesar de haber ganado. No quería que aquel juego terminase, pero asintió. Ella acercó el dedo al sensor del ordenador.


–Solo quiero que quede claro… –empezó, mirándolo de nuevo.


Él tuvo un mal presentimiento, aquel cambio en el guion lo alertó.


–¿Sí? –preguntó con total naturalidad, casi con aburrimiento.


–Cuando digo todo…

Acuerdo: Capítulo 9

 –Todavía –añadió, intentando ocultar lo nerviosa y asustada que estaba.


–¿Me vas a conceder el privilegio de gestionar mi fortuna? –preguntó él en tono sarcástico.


Ella no respondió, se puso recta y, si bien en esos momentos no era capaz de sonreír, sí que consiguió mantener la expresión relajada y proyectar seguridad y paciencia.


–¿Qué clase de persona eres, Paula, mujer de inteligencia engañosa?


Su tono era mordaz, pero la recorrió con la mirada y ella sintió que se le endurecían los pechos. Cuando Pedro volvió a mirarla a los ojos, había cambiado su expresión. Había curiosidad y algo más, avidez. Ella se sintió aterrada, pero tenía que disimular.


–Le propongo trabajar para usted como lo hacía para su abuela.


–¿Gratis?


–Más o menos –respondió Paula, aclarándose la garganta–. Lo ayudaré en la transición sin coste alguno a cambio de otras consideraciones.


–No tengo ningún motivo para confiar en tí. Arregla lo que hayas hecho – le dijo, señalando con la cabeza hacia el ordenador–, y no tendrás ninguna deuda con mi abuela. Serás libre de marcharte.


Ella sintió que le faltaba el suelo debajo de los pies.


–¿Adónde? –le preguntó–. No tengo dinero, no tengo adónde ir.


–¿Quieres quedarte aquí? –le preguntó él, cruzándose de brazos–. No. Yo asumiré el control de la fortuna de mi abuela, aunque sea solo para apartarte a tí. Aquí ya no se te necesita, Paula.


–Eso ya lo sé. ¿Por qué piensa que estoy haciendo esto? –replicó ella en tono enfadado, sintiendo que le ardían los ojos.


–Entonces, ¿Qué es lo que quieres?


Lo que quería, por el momento, no estaba a su alcance, había dejado de pensar en ello hacía mucho tiempo. Quería amor, seguridad, un lugar al que pertenecer… Pero todo aquello eran lujos. Tenía que centrarse en lo que necesitaba: Un medio de vida.


–Quiero mudarme a una de las capitales de la moda. De preferencia, a Nueva York.


–¿Quieres ser modelo? –preguntó él con desprecio.


–¿No le parezco lo suficientemente guapa? –replicó ella, sintiendo pánico de repente.


¡Aquello era todo lo que tenía!


–¿Por qué no lo has hecho ya? Singapur es un buen lugar.


–Para las modelos asiáticas. Yo no encajo en este mercado. Además, no es una profesión en la que uno llame a la puerta y consiga trabajo. Hace falta un book y un agente.


Él señaló el ordenador.


–Tienes opciones. ¿Por qué no lo has intentado? –insistió él, su tono era de incredulidad.


–Su abuela no podía llevar el negocio sin mí. No como a ella le gustaba –le explicó–. Además, no me lo habría perdonado. Estaba furiosa con su madre, por haberse marchado sin su permiso.


Se contuvo para no agarrarse las manos con fuerza.


–Llevo varios años haciendo un esfuerzo, siendo consciente de que me necesitaba, pero también de mis dos puntos fuertes: La belleza y la juventud, que no tendré siempre. Si quiero explotarlos, tiene que ser ahora.


–No infravalores tu cerebro ingenioso.


–Aunque preferiría que se me valorase por mi inteligencia, ¿Quién contrataría a alguien sin formación, sin domicilio y sin ni siquiera un ordenador propio? El trabajo que hacía para su abuela solo lo podría hacer para usted. Y sé que mi utilidad con usted no duraría mucho.


Suspiró e intentó mantener la compostura mientras continuaba.


–Su fallecimiento me ha obligado a asegurar mi futuro lo más rápida y ventajosamente posible. Una modelo que tenga la apariencia correcta puede trabajar en cualquier parte. Están bien pagadas y las agencias ayudan a tramitar los visados y los permisos de residencia.


–Pero también acabas de decir que no es fácil empezar.


–Eso depende de quién te acompañe, No?


Él arqueó las cejas, su expresión era de sorpresa. Esbozó una débil sonrisa. 

jueves, 8 de febrero de 2024

Acuerdo: Capítulo 8

 –¿Tenías catorce años?


–Sí.


–¿Por qué no te has marchado? Yo diría que ya has saldado tu deuda.


–¿Adónde iba a ir? –preguntó ella, levantando las manos–. Si su abuela tenía mi pasaporte, habrá caducado hace tiempo. No estoy aquí de manera legal y tampoco tengo nada en Venezuela. Supongo que podría vivir en la calle y trabajar en negro, como hacen tantos otros ilegales, pero no sé si eso sería mejor que esto. Al menos, aquí estoy a salvo, tengo comida y ropa.


Pero acababa de perder aquella red de protección. Pedro empezó a comprender su motivación.


–Estoy agradecida con su abuela –admitió ella–. Al principio no lo entendía, pero había un hombre que también venía a ver a mi madre. Estoy segura de que, si Sara no me hubiese traído aquí, mi madre me habría vendido a aquel hombre.


La idea lo repugnó.


–¿De verdad no te ha pagado nunca?


–Por favor, no se sienta ofendido –respondió ella a modo de disculpa–, pero pienso que me veía como a una especie de hija. Y uno no paga a la familia por trabajar en el negocio familiar.


–¿Y, si te veía así, por qué no te lo dejó todo a tí?


–Me dijo… –contestó ella, levantando la vista al techo–. Me dijo que, cuando llegase el momento, me arreglaría un matrimonio. No sé si hablaba en serio, pero si yo sacaba el tema del dinero, se ponía a la defensiva y me preguntaba si prefería dedicarme a fregar en la cocina.


–¿Y nadie más está al tanto de este tema?


–Yo no se lo he contado a nadie. Y supongo que ella, tampoco.


Porque, fuesen cuales fuesen los motivos de la presencia de Paula allí, retenerla en la casa era un delito. O toda una invención. Y su abuela ya no estaba allí. Pedro no podía preguntarle si había mantenido encerrada a aquella joven durante ocho años.


–Señor Alfonso…


–Pedro.


–Señor Alfonso, le agradezco mucho que me haya dado la oportunidad de explicarme –le dijo ella, clavando la vista en el reloj que había en la repisa de la chimenea, una ornamentada pieza de bronce adornada con un elefante con la trompa alzada–. Si quiere que continuemos con esta conversación, me gustaría reiniciar el temporizador del ordenador.


Era un hombre imposible de descifrar. Intimidante, con aquel poder físico que iba más allá de su riqueza y de su influencia. Paula tuvo que recordarse una y otra vez que tenía que respirar y no hacer movimientos bruscos. A los depredadores les atraía el pánico y el olor a miedo. Sospechó que estaba dejando pasar el tiempo a propósito, para torturarla. Tal vez era una prueba, para ver si la ponía nerviosa. Pero ella había aprendido a cultivar el don de la serenidad hacía mucho tiempo. Así que le mantuvo la mirada y se negó a ceder. Él asintió brevemente. Y ella se acercó al escritorio sin traicionarse y abrió el ordenador. No tenía ni un minuto que perder. Aprovechó la oportunidad de estar de espaldas a él para recuperar la compostura. Desbloqueó la pantalla con el dedo, introdujo un código al mismo tiempo y cambió el temporizador para tener treinta minutos más. Cuando se giró vió que Pedro se había puesto en pie. Se había quitado la chaqueta del traje y la había dejado encima del brazo del sofá. La camisa se le pegaba a los fuertes hombros y al pecho y desaparecía debajo del cinturón, acentuando su delgada cintura.


–¿Más café? –le preguntó acercándose a la bandeja, más por evitar acercarse a él que por comportarse como una sirvienta.


Él dejó la taza en la bandeja.


–No, gracias.


Paula se preguntó si había sido un esfuerzo deliberado para acercarse a ella. Su mandíbula parecía tallada en mármol, claramente definida, una estructura angular fascinante para el ojo de un artista. O para el ojo de una mujer que había pasado la adolescencia como en un harén, rodeada de mujeres y con algún hombre de mediana edad. Pedro levantó la barbilla y le preguntó:


–¿Cuánto quieres?


Ella bajó las manos a ambos lados del vestido, relajadas.


–No pretendo chantajearle.


–Pues a mí me parece que sí…


–No, no es mi intención –le aclaró Paula–. He tenido muchas oportunidades de robar. Me gustaba que su abuela confiase en mí y jamás la he traicionado. He trabajado con ella de buena fe, no para pagar la deuda de mi madre, sino para agradecerle que me apartase de mi madre.


–¿Y ya no le debes esa lealtad?


–No se la debo a usted.


La expresión de Pedro no cambió, pero ella sintió que estaba en peligro y su instinto la instó a huir para sobrevivir.


Acuerdo: Capítulo 7

Ella se mantuvo seria.


–Es una acusación muy fea –le dijo él–. ¿Con quién? ¿Contigo?


Paula tragó saliva.


–Pregunte cuántas veces he salido de esta casa. Le dirán que hoy ha sido la primera vez en ocho años.


–Seguro que tú les has obligado a decir eso. ¿Eres tú la que lidera el grupo?


–Actúo sola. Me sorprendería que nadie conociese mi situación. Solo piensan que no me gusta salir. Pero el recuerdo de su abuela se enturbiaría si sus empleados empezasen a hablar. Por lo que le aconsejo que no intente hacer averiguaciones.


–Sabes muy bien que, sin una exhaustiva investigación, solo tengo tu palabra. Llevo lidiando con empleados descontentos mucho tiempo. No estoy preocupado.


En realidad, estaba un poco preocupado. Aquella mujer no era como los demás. No solo por su aspecto sino porque, con veintidós años, había engatusado a su abuela para gestionar toda su fortuna. Era mucho más peligrosa de lo que parecía.


–Me crea o no la policía, supongo que me deportaría, dado que no tengo derecho legal a permanecer aquí. Y mi futuro en Venezuela es bastante incierto. No obstante, he tenido que barajar esa posibilidad.


–Por supuesto que sí –comentó él, fascinado por su atrevimiento–. Robar es delito.


–Solo si lo cobro.


–Sí –admitió Pedro, tomando su taza para darle otro sorbo.


No estaba seguro de si Paula había palidecido. El sol se estaba poniendo y la luz estaba cambiando.


–Podría matarme –le dijo ella–. O hacerme desaparecer, pero también he contemplado esa posibilidad. La investigación sería minuciosa y llevaría mucho tiempo.


–No hay infierno peor que una mujer con un ordenador. ¿Qué he hecho yo para merecer esto?


Paula, que tenía las manos unidas en el regazo, las levantó.


–Soy consciente de que mi único valor en estos momentos es mi capacidad de revertir las inconveniencias que he causado.


–Estoy seguro de que podré revertirlas yo antes de que hayan ocasionado demasiados daños. Tu valor es inexistente.


–Es probable que tenga razón –admitió ella, sin siquiera sudar.


Pedro se sintió intrigado por aquella situación. Dentro de él había un niño de doce años que se moría por cerrar la puerta, ponerse los auriculares y hackear su propio sistema. No porque estuviese preocupado, sino solo por diversión. También había en él un hombre de treinta y un años que quería poner las manos sobre aquella complicada mujer y conseguir que se derritiese entre sus brazos.


–Si lo que dices acerca de tus circunstancias es cierto…


Volvió a dejar la taza de café.


–Podría decirse que, si voy a asumir el control de los bienes de mi abuela, también tú eres mía.


Se hizo otro silencio y las larguísimas pestañas de Paula volvieron a ocultar su mirada. Le temblaron los labios.


–Podría decirse así –admitió con voz temblorosa–. He hecho lo que he podido para proteger todos sus bienes, incluida yo. Y, hablando de bienes, yo diría que ahora mismo estoy en mi máximo valor. Si quisiera venderme, por ejemplo.


Él se dijo que, si Paula pensaba que podía jugar con él, se estabaequivocando.


–Por supuesto, si fuese a hacer algo así, yo haría todo lo posible por utilizar lo que sé de sus intereses comerciales en mi provecho –continuó Paula.


–¿Fue así como te adquirió Sara? –le preguntó él–. ¿En una especie de subasta?


Pensó que entregaría toda la fortuna de su abuela a las autoridades si era cierto que la había construido sobre algo tan feo.


–No –respondió ella, entrelazando los dedos con fuerza–. Mi madre vivía en un edificio que pertenecía a mi padre en Caracas. Era su amante. Él era político y estaba casado con otra mujer. Vendió el edificio a tu abuela sin disponer qué iba a ocurrir con mi madre. Mae intentó echarla, pero mi madre acordó con ella que me tomase como empleada a cambio de que ella pudiese quedarse a vivir allí. Así que yo he estado trabajando para pagar la deuda de mi madre.


Dió una cifra en bolívares que ascendía a unos cien mil dólares. ¿Aquello era lo que valía una vida humana? ¿Calderilla? 

Acuerdo: Capítulo 6

 –Hablando de programas –comentó, sudando–. Tal vez le interese saber que su abuela me pidió que utilizase exclusivamente su sistema operativo. Tenía reservas frente a los que estaban en la nube, así que compraba las versiones que se podían descargar. Utilizábamos todos los módulos de trabajo. A ella le gustaba porque usted aseguraba que eran imposibles de hackear. Aunque estoy segura de que usted podría acceder a ellos, si lo necesitase.


Paula supo que aquello podía mantenerla donde estaba o caer en picado, hasta la muerte. 



Paula. Sonaba a nombre de flor exótica de una remota selva, de esas flores que tienen los pétalos brillantes, en distintos tonos de beige, con trazos rojo pasión y misterioso azul índigo. De esas flores cuyo perfume atrae inexorablemente a las abejas en su dulce trampa. Para después paralizarlas y comérselas vivas. Pedro había aprendido muy pronto a no ceder a ningún tipo de manipulación. El sexo le gustaba lo mismo que el whisky con hielo o un baño refrescante en un día de calor, pero no lo necesitaba ni sucumbía a él. No obstante, aquella mujer había conseguido que se pusiese tenso solo con su presencia, con mirarlo con aquellos ojos de color azul verdoso, enmarcados por unas gruesas pestañas. Y pensar que solo había ido a casa de su abuela como último recurso, pensando que podría encender el ordenador y averiguar cómo funcionaba aquella aplicación llamada Pau. Era evidente que tenía todo bien puesto, a pesar de aquel vestido tan poco favorecedor, de un color que no le favorecía, pero era alta como una modelo y de complexión perfecta. No necesitaba maquillaje ni adornos. En su mente, solo tenía que quitarse el vestido y las horquillas del pelo para estar perfecta. Pero trabajaba para él, se recordó.


–¿Por qué iba a necesitar hackear unas cuentas que me pertenecen? –lepreguntó.


–No…


Paula no dijo más, pero él dejó a un lado la taza de café. Ella tragó saliva y bajó la mirada, pero supo que él se había dado cuenta de que estaba asustada. Pedro sonrió, divertido por su adorable intento de extorsionarlo.


–Supongo que sabes que podría hacer que te detuvieran –le dijo, aunque no se lo podía ni imaginar.


–Puede llamar a la policía si quiere –respondió ella–. No he hecho nada ilegal. Todavía.


¿Todavía?


–Ah, tenías planeada una ciberbomba.


Pedro debía sentirse furioso, pero en realidad tenía ganas de echarse a reír. Aquella chica no sabía con quién estaba tratando.


–¿Por qué no lo llamamos incentivos? –le preguntó Paula, levantando la vista clara como el mar Caribe, plácida y atractiva y llena de tiburones y medusas venenosas.


La mitad de su mente se sumergió en la inmensidad de su mirada mientras la otra mitad procesaba sus palabras. Incentivos, en plural.


–Llámalo como quieras. Voy a avisar a la policía.


Ni siquiera sabía por qué había dicho aquello. Tardó más tiempo del necesario en sacar el teléfono, esperando a que ella diese el siguiente paso.


–Si no me conecto pronto, la prensa recibirá un aviso.


–¿Tenía mi abuela un fumadero de opio? ¿O qué pretendes ocultar?


Que él supiese, el peor crimen que había cometido Sara Chen había sido enfadarse con la elección de su hija al escoger marido, y con razón. Paula palideció.


–Prefiero no hablar de ello.


–Porque no tienes nada que contar.


–Porque no quiero manchar el nombre de su abuela, que se portó muy bien conmigo.


–Pero estás dispuesta a destruir su reputación para conseguir lo que quieres de mí.


–Le diré la verdad –respondió ella, muy seria.


–¿Tiene algo que ver con mi madre?


–En absoluto –respondió ella, sorprendida.


–Entonces, ¿Qué es? No estamos jugando a las adivinanzas.


Ella apretó los labios y miró hacia la puerta para asegurarse de que estaba cerrada.


–Tráfico de seres humanos y confinamiento forzoso.


–¡Ja!