–Mais bien sûr, Monsieur –le dijo la costurera, sonriendo de oreja a oreja–. Será un placer.
–Pedro… –empezó a protestar Paula mientras las mujeres se ponían a trabajar.
–Ya sabes lo que te he dicho –la interrumpió él, tocando la cartera en la que Paula tenía el teléfono móvil–. Necesito que estés a la altura.
–¿A tu altura?
–Sí.
–¿Y tú quién eres? –le preguntó ella con tristeza–. Si te he conocido hace diez minutos.
–Soy un hombre que solo se conforma con lo mejor –le respondió Pedro, tocándole la barbilla–. Todo el mundo se va a hacer muchas preguntas acerca de nuestro matrimonio. Vamos a darles una respuesta.
Sus palabras despertaron a la mujer luchadora que seguía habiendo en ella. Quería demostrarle al mundo que merecía ser su esposa. Y tal vez también quisiera demostrárselo a él. En cualquier caso, era un reto personal. Así que se aseguró de que los años de preparación de Venezuela diesen su fruto. Siempre había sido muy autocrítica y sabía cómo sacar partido a sus cualidades. Aunque no tuviese que ganar una corona ni la hubiese tenido que ganar en el pasado. En realidad, de niña solo había intentado ganarse la aprobación de una mujer que no había merecido que la idolatrase. Apartó aquellos recuerdos de su mente y se centró en sacar provecho a lo que había aprendido durante esos años difíciles.
–Ese escote hará que mis hombros parezcan estrechos –dijo–. El que tiene forma de corazón me sienta mejor, pero no quiero volantes en las caderas. Ni nada de color amarillo, me sienta mejor el naranja. Un verde más intenso, ese es demasiado claro.
Tenía claro en su cabeza lo que quería. Una imagen juvenil, pero no demasiado moderna. Sensual, pero no sexual. Carismática sin llegar a ser llamativa.
–Aquí no tengo nada más que hacer –comentó Pedro después de veinte minutos, y se levantó para marcharse–. Saldremos a cenar dentro de tres horas.
Miró a la costurera.
–Y volveremos por la mañana para otra prueba.
–Parfait. Merci, monsieur –le respondió ésta sonriendo.
Tomaron las medidas de Paula mientras le enseñaban prendas que todavía estaban sin terminar, pero que estarían listas para ser utilizadas con unos retoques.
–Van a tener que trabajar toda la noche –murmuró Paula a una de las costureras.
La joven se movía deprisa, pero, al parecer, no lo suficiente para su jefa, que no dejaba de gritar:
–¡Vite, vite!
–Lo siento –añadió Paula.
–Pas de problème. El señor Alfonso es un buen cliente, así que es un honor para nosotras –le respondió la muchacha mientras sujetaba un alfiler entre los dientes–. ¿Sabe adónde van a ir a cenar? Lo siguiente que deberíamos elegir es ese vestido, para poder realizar las modificaciones mientras la peinan y la maquillan. Debe de ser estupendo. Todo el mundo estará observándola.
Iban a presentarla oficialmente como esposa de Pedro, pero Paula todavía no sabía qué significaba su matrimonio. Él había guardado silencio cuando habían hablado de compartir cama y después, durante el viaje, habían estado hablando de las características de su ordenador nuevo y de algunas inversiones relativas a la fortuna de Sara. A él le había parecido bien que ella siguiese ocupándose de ellas hasta que él pudiese hacerse cargo. Después habían dormitado en los cómodos sillones. En todo caso, no habían hablado de las implicaciones de su matrimonio y a Paula le habría gustado saber qué pensaba Pedro después de que ella le hubiese confesado que era virgen. Se preguntó si la había besado porque le parecía atractiva o solo porque el documento que habían firmado le daba derecho a ello. Ella sabía que era una mujer bella, pero eso no significaba que a él tuviese que parecerle atractiva. Se recordó que este le había hecho un favor al cortar por lo sano. Además de su juventud y de su belleza, otra de las pocas cosas que poseía era su virginidad. Había dado por hecho que eso podía ser valioso para algunos hombres, pero Pedro no parecía ser uno de ellos.